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Sin Inmutar
Genaro Vásquez Quintas

 
El café estaba en la avenida Chapultepec, frente a la librería del Fondo. Juan Carlos tomó asiento cerca de la terraza, colocó en la mesa el libro de cuentos y volteó en busca de la mesera.
     ─Buenas tardes. ¿Te dejo el menú? –preguntó la mesera con una voz que denotaba alegría.
Juan Carlos la observó con discreción, reparando fascinado en el diminuto lunar que tenía en el labio.
     ─No es necesario, sólo un café americano. Gracias –contestó mirando los ojos ambarinos de la mesera. Al verla alejarse, quedó hipnotizado por el contorno de su figura y el movimiento pendular de sus caderas. Debe tener mi edad, pensó.
Sacó los cigarrillos y encendió uno. Registró el paso del humo por sus pulmones, el sabor amargo que dejó en su paladar, y al expulsarlo el efecto de la calada lo colocó en una órbita de infinita tranquilidad. Observó el movimiento del follaje en los flamboyanes del camellón, el paso rápido de los automóviles y a dos personas que por ahí transitaban y que tal vez nunca volvería a ver. La lectura del cuento le hizo entender la fragilidad de la existencia. Abrió el libro en la página marcada para releer el texto; creyó que una segunda lectura le ayudaría a profundizar en su significado. La mesera lo distrajo al servirle el café.
Juan Carlos aprovechó para preguntar su nombre.
     ─Me llamo Aidé –contestó la mesera.
     ─Yo soy Juan Carlos. No te había visto antes –agregó.
     ─Es mi primer día. ¿Vienes seguido?
     ─De vez en cuando me gusta venir a leer.
     ─¿Estudias? –preguntó ella.
     ─Sí. Estoy en la universidad en literatura. ¿Y tú?
   ─Yo trabajo –dijo Aidé, mientras se guardaba el bolígrafo en el cabello-. Algunos viven y otros mueren, algunos estudian… y pues otros trabajamos. Así es esto. ¿No lo crees?
La mesera se alejó hacia las demás mesas sin darle tiempo a Juan Carlos de decirle que tenía razón. Juan Carlos destapó la azucarera y una diminuta hormiga salió del frasco, moviéndose despavorida, como si supiera que no debería estar ahí y que la habían descubierto. Del frasco bajó rápidamente al mantel. Juan Carlos alzó la azucarera y observó a la hormiga moverse de un lado a otro antes de aplastarla. El olor que desprendió el cuerpo apachurrado de la hormiga era como el remordimiento de su innecesaria crueldad con el insecto. Recordó el tema del cuento: las historias personales son irrelevantes para este mundo que, sin inmutarse de lo que a cada uno suceda, siempre continúa su natural pulso.
Leyó las primeras líneas.

El protagonista del cuento telefonea a su ex novia y ella le pide que ya no le llame más, que dejará el país. Él le dice que no puede irse porque la ama; le pide que se vean por última vez, sin embargo ella cuelga. Con desesperación, sale de su departamento y se encamina hacia el fraccionamiento donde ella vive. Al llegar, el policía de la entrada le dice que la muchacha acaba de irse en un taxi hacia el aeropuerto. El protagonista entonces sabe que todo terminó. Deprimido, vaga en la noche sumergiéndose a cada paso en el inframundo de la ciudad que lo recibe amistosamente. Unos borrachos le ofrecen fumar marihuana y él acepta. Después de tres caladas deja a los hombres y se aleja hacia las calles oscuras. Más adelante se encuentra a una prostituta gorda, maquillada en extremo, que ofrece sus servicios. Él acepta, pero en el cuarto aclara que sólo quiere dormir. Ella dice que se hará lo que él desee. Duermen.

Juan Carlos se propuso continuar con el siguiente párrafo, pero una mano tocó su hombro. Era una mujer harapienta que vendía separadores de libros decorados con pinturas en acuarela. La reconoció como la mujer que días atrás escuchó contar su historia a unos hombres de una mesa cercana a la de él. Decía ser pintora, pero las deudas con el banco la arrojaron a la calle junto con sus cuadros. Nadie la ayudó. En ese momento pedía la generosidad de la gente para comenzar de nuevo.
     ─Sólo necesito un poco para comenzar –le dijo a los hombres.
Uno de ellos se levantó y sacó de su cartera lo que parecía un billete de cien pesos. Algunas lágrimas aparecieron en los ojos de la mujer, quien dijo que no lo defraudaría; después se alejó con sus vestiduras raídas y sucias hacia las otras mesas. En aquella ocasión, Juan Carlos pensó que se trataba de una charlatana más. Al hombre de la cartera lo catalogó como un imbécil que se dejaba llevar por un cuento. Sin embargo, al ver los separadores de libros, Juan Carlos supo que se había equivocado. Le mujer no había mentido.
     ─¿Cuánto cuestan?
    ─Diez pesos cada uno, joven –dijo la mujer mostrando los variados diseños.
Su rostro era claro y su ropa lucía una precaria limpieza. Aunque perduraba en su mirada el vaho del ahogo, del cansancio, por la lucha que diariamente sostenía con el mundo para meterse en su fluidez, en su energía, y no quedar vencida como los que deciden asistir indiferentes al paso de la vida. Juan Carlos escogió dos separadores: el primero tenía una taza de café humeante y el otro una sandía. Estaban cuidadosamente pintados; reconoció en los trazos una mano educada para dibujar.
     ─Que el destino se lo pague, joven –le dijo la mujer, quien se fue hacia las otras mesas ofreciendo los separadores.
Juan Carlos continuó la lectura del cuento.

El protagonista sale del hotel casi a medio día; la prostituta le ha robado todo el dinero. Sin tener más que hacer, camina hacia un parque donde atestigua el color sangriento del ocaso. Lleva un día vagando sin poder sacudirse la depresión que siente al haber perdido a la mujer amada. Sobre el césped del parque duerme una siesta y, antes de que el sol se oculte, se levanta para ir a su departamento. Atraviesa un puente transitado, cuando descubre en el cauce del río el cuerpo de un hombre y de quien parece nadie se ha percatado. El protagonista desciende y presencia los estertores del hombre pidiendo ayuda a Dios por la gravedad de los orificios  que las balas dejaron y por donde brota sangre. Quiere ir a pedir ayuda, pero algo lo detiene.  Se acerca al hombre y sostiene  su cabeza. El herido lo mira y le agradece en su último aliento. El protagonista entonces siente asco de su pueril desgracia cuando se percata que el hombre ha muerto a lado de un río pestilente. Al final, se aleja hacia las vías del tren y ahí deja caer la fotografía de su ex novia.

Juan Carlos cerró el libro; encendió otro cigarro. Dio el último trago al café.
     ─La cuenta, por favor.
     ─¿Ya te vas? –preguntó Aidé.
    ─Debo hacer algunos trabajos para la clase de mañana, pero aquí nos veremos muy pronto.
     ─¿Lo prometes?
     ─Por supuesto.
Juan Carlos pagó la cuenta y se alejó de la cafetería con el optimismo de conseguir la próxima vez el teléfono de la mesera. Imaginó un posible romance. Se dispuso a cruzar la avenida para ver las novedades literarias en la librería.
Instantes después, hasta las mesas de la terraza llegó el chirriar de neumáticos frenando sobre el pavimento y, casi de inmediato, el golpe del coche contra un cuerpo. La gente, en círculo, se acercó al herido.
Mientras tanto, una hormiga pequeña y negra apareció en la mesa vacía, avanzando hacia el frasco de azúcar, sin importarle el cuerpo aplastado de su antecesora.



Genaro Vásquez Quintas nació en Oaxaca de Juárez, en 1984. Por la convicción de estudiar literatura de forma autodidacta, abandonó la carrera universitaria en letras hispánicas en el 2006. Vive en Santa María del Tule, Oaxaca. Su relato Después del Departamento de Gina apareció por primera vez en Cantera Verde, y más tarde fue incluido en la antología de Los Mejores Cuentos Mexicanos 2004 de Joaquín Mortiz. También ha publicado relatos suyos en el suplemento LETRA VIVA del periódico EL IMPARCIAL.

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