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Leer el Mundo
Felipe Garrido
A Don José G. Moreno de Alba, director de la Academia Mexicana de la Lengua;
Don José Luis Martínez, director honorario perpetuo;
Don Ruy Pérez Tamayo, director adjunto;
señoras y señores académicos;
señoras y señores:
Ahora que las ruedas del
tiempo van cerrando cuatro siglos de que, para pasmo del Sol y los
rosados dedos de la Aurora, para solaz y provecho de sus lectores, para
asombro del mundo mientras haya mundo, por vez primera se dio noticia
de los venturosos y los desventurados pasos de aquel hidalgo Quijada o
Quesada o Quijana o Quijano o, según él mismo
acordó llamarse, Don Quijote de la Mancha o, como lo
nombró su escudero –pues “verdaderamente tiene
vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que
jamás he visto” (I,XIX)–, el Caballero de la Triste
Figura, no está por demás confiarles,
solicitándoles discreción, pues es cosa para no saberse
fuera de este círculo de amigos, que por mucho tiempo yo
creí que el autor de sus andanzas no era otro más que mi
señor padre.
Acontecía que a veces, cuando en
las noches don Ignacio nos contaba un cuento, a mis hermanas y a
mí, aquel nuestro diminuto departamento de la calle de San
Francisco, en la Colonia del Valle de esta ciudad, volvía a
iluminarse con la presencia del caballero manchego y de su cauto
escudero. “Una mañana Don Quijote y Sancho iban por el
campo, cuando vieron a lo lejos unos molinos de viento. Y entonces dijo
Don Quijote: ‘Mira, Sancho, aquellos desaforados gigantes.
Aquí cumpliré la mayor hazaña que la Tierra ha
visto, porque voy a forzarlos que vayan al Toboso a servir a mi
señora Dulcinea...” –palabra más, palabra
menos decía mi padre, con la cabeza envuelta en el humo de los
Delicados, y nosotros dejábamos de hacer lo que
estuviéramos haciendo y nos sentábamos al pie de su
sillón, embobados... El duelo con el vizcaíno, la jaula
de los leones, el Caballero de los Espejos... fueron así ganando
lugar en mis pensamientos. Algunos domingos, de la mano y la voz de mi
madre, doña María de los Ángeles, tan gran lectora
y cuentera como su marido, seguíamos las umbrosas avenidas del
bosque hasta los azulejos de la Fuente, que en aquel tiempo no
necesitaba jaula. En nuestra inocencia, nada nos extrañaba ver
aquellas historias familiares vueltas monumento público.
Comienza la pesadilla: al
apagarse la luz quedan en la retina una niña y un niño
descalzos que cruzan por un puente de tablones desconcertados. El
ángel que va a sus espaldas alza la mirada, me guiña un
ojo, sonríe como si estuviera a punto de hacer algo bestial
–pero ya no hay luz, no puedo ver qué más sucede.
Un día, comenzando la primaria, vine con mi escuela, el
Instituto México, a este Palacio de Bellas Artes. Recuerdo la
profusión de mármoles, el altísimo plafón,
la oscuridad de la sala, la acción en el escenario y, de pronto
–vive el cuadro en mi memoria–, Clavileño alza el
vuelo y cruza los aires hasta las tinieblas del tercer piso seguido por
nuestros aspavientos. Fue la primera vez que vi teatro: la
adaptación que para niños hizo del Quijote –lo supe
muchísimo después– Salvador Novo. No atiné a
preguntarme cómo habían llegado allí las
peripecias que yo atribuía a la invención de mi padre; la
emoción me ahogaba: yo conocía a los personajes,
sabía de qué trataba la historia, y eso me daba poderes;
me inscribía en una cofradía extendida por la redondez de
la Tierra.
En ese tiempo empezaba a leer y nos
habíamos mudado a San José Insurgentes: el jardín
escondía endriagos y vestiglos, y las noches de mayo
traían la sombra perfumada de Dulcinea. Un día mi padre
confesó sus plagios inocentes poniendo en nuestras manos una
edición infantil del Quijote y contándonos otra historia
que en nada desmerecía ante la de Alonso Quijano el Bueno:
poblada de corsarios, batallas y prisiones, en ella vibraban el orgullo
y la queja de Miguel de Cervantes:
Lo que no he podido dejar de
sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi
mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi
manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta
ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan
ver los venideros... (II, PRÓLOGO)
Aquel libro turbó mis ocho o
nueve años con otros lances: Altisidora, la cueva de Montesinos,
el retablo de Maese Pedro, Sancho en su ínsula, la aventura
aquella con el Caballero de la Blanca Luna “que más
pesadumbre dio a Don Quijote de cuantas hasta entonces le habían
sucedido”, y la derrota final a manos con la muerte. ¡Tan
fácil que habría sido cambiar la historia!, me
decía yo, sin saber aún que los grandes personajes de
ficción tienen vida propia; que son inmortales y su realidad
acaba por ser más patente que la de sus creadores. Don Quijote
seguirá por siempre predicando su ideal:
Que el buen caballero
andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo
tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos
grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de
gruesos y poderosos navíos, y cada ojo como una gran rueda de
molino y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de
espantar en manera alguna; antes con gentil continente y con
intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si
fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante.
(II, VI)
Seguirá por siempre Don Quijote, ofreciéndonos la lección de su casi perfecto amor:
Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa
y de alfeñique, y para todas las demás soy de pedernal;
para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para mí, sola
Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien
nacida, y las demás las feas, las necias, las livianas y las de
peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la
Naturaleza al mundo. (II, XLIV)
Sigue la pesadilla: la ventana
encortinada marca un cuadro suave en la habitación a oscuras.
Van apareciendo formas. El armario, la silla donde quedó la
ropa, la lámpara –una araña de sombra. Mejor cierro
los ojos. Apenas antes de cerrarlos, alguien, algo se mueve
detrás de la cortina. Los cierro con más fuerza.
Giraron los días y las noches. Comencé a asomarme al
severo tomo, encuadernado en piel, con las obras completas de Cervantes
que había en la casa y me fui aficionando a ciertos
capítulos, que más me gustaban o más falta me
hacían –porque Cervantes es buen amigo. Mucho
después, en 1991, un día de buena fortuna, otro caballero
español, don Eulalio Ferrer, no sé por quién
felizmente aconsejado, me pidió que preparara un Quijote para
jóvenes, del cual el gobierno de Guanajuato ha hecho dos
ediciones.
Cuando le entregué mi trabajo,
don Eulalio me dijo que lo revisaría un amigo suyo
–académico, asesor de lenguaje en su agencia de
publicidad. Era alguien a quien yo había leído,
conocía y estimaba –nos había presentado
José Luis Martínez. Gracias pues a don Eulalio Ferrer, y
a Don Quijote, tuve la buena fortuna de contrastar mi trabajo con la
erudición, el buen sentido y la cortesía de don Manuel
Alcalá.
Secretario perpetuo de la Academia –desde 1983–,
Alcalá ocupaba la silla XVII –antes de Rafael
Gómez, Federico Gamboa y Alfonso Reyes–, la misma a la
cual llego yo ahora... con el asombro y la emoción con que vi
volar a Clavileño: no puedo evitar sentirme abrumado por tan
grande honor, ni que me colmen la alegría y la gratitud con
ustedes, señoras y señores académicos, que
acordaron recibirme en su compañía. Mi agradecimiento
crece con quienes presentaron mi candidatura: don Jaime Labastida,
quien me anunció la posibilidad de este día y con quien
he compartido empeños tanto burocráticos como
editoriales; don Salvador Díaz Cíntora,
generosísimo, a quien profeso una irreprimible, aunque no
literal envidia –como me sucede siempre que alguien sabe
griego–, y nuestro admirado y respetado director, don José
G. Moreno de Alba –por segunda vez director para mí, pues
lo fue antes en el muy querido Centro de Enseñanza para
Extranjeros, de la UNAM.
Que diera ocasión el Quijote para
avanzar en la amistad con don Manuel Alcalá fue una fortuna.
Hubimos en adelante caminos seguros para iniciar conversaciones donde
siempre tuve mucho que aprender. En 1991, cuando trabajamos en mi
versión del Quijote, Alcalá tenía setenta y seis
años, veintisiete más que yo; ocho después
lamentaríamos su muerte, ocurrida en la ciudad de México,
la misma que lo vio nacer.
En la pesadilla hay siempre
algo más que no alcanzo a ver. Los gigantes son molinos, el
castillo es una venta, el Caballero de los Espejos es Sansón
Carrasco, las dueñas barbadas son pajes... O puede ser a la
inversa: los pajes son dueñas barbadas, Sansón Carrasco
es el Caballero de los Espejos, la venta es un castillo, los molinos
son gigantes... detrás de Cervantes escribe Cide Hamete
Benengeli.
Leer los signos para leer el mundo; somos nosotros quienes les damos
significado y sentido. El signo es el mismo: Don Quijote y Sancho hacen
cada quien su lectura:
—¿Cómo dices eso –respondió Don
Quijote–. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar
de los clarines, el ruido de los atambores?
—No oigo otra cosa –respondió Sancho– sino
muchos balidos de ovejas y carneros. (I, xviii)
Estoy en el mundo para leerlo. Y algo se mueve atrás de la cortina.
Alcalá obtuvo en Mascarones, con honores, los grados de maestro
(1944) y doctor en letras (1948). Se distinguió como
catedrático durante cinco lustros, a partir de 1940. Fue
nombrado director de la Biblioteca Nacional en septiembre de 1956.
Hacía ochenta y nueve años que la Biblioteca ocupaba la
antigua iglesia de San Agustín: un edificio del siglo XVI,
reconstruido a finales del XVII después de un incendio, siempre
enemistado con el subsuelo; en 1952, el riesgo de un derrumbe hizo
forzoso cerrarlo. Apenas nombrado, Alcalá logró que la
Biblioteca reanudara, parcialmente, sus labores. Al reinaugurarla, en
1963, informó sobre la creación de un departamento para
ciegos, laboratorios de fotoduplicado, de restauración y, en
1959, medio siglo después de su clausura, el restablecimiento
del Instituto Bibliográfico Mexicano –el actual Instituto
de Investigaciones Bibliográficas que, con la Biblioteca
Nacional, dirige don Vicente Quirarte.
Desde 1961, Alcalá incursionaba
en la diplomacia. Ocupó diversos cargos ante la UNESCO; fue
embajador en Paraguay (1971-1974), donde la universidad de
Asunción le otorgó el doctorado honoris causa, y en
Finlandia hasta 1983.
Más de una vez, en esos veinte
años por el mundo, debe haberse repetido aquella
profesión de trashumancia que Reyes hace en Parentalia, y don
Manuel cita en su discurso de ingreso a la Academia: “Mi arraigo
es arraigo en movimiento. [...] Mi casa es la Tierra. Nunca me
sentí profundamente extranjero en pueblo alguno, aunque siempre
algo náufrago del planeta”.
Alcalá publicó una veintena de ensayos en revistas de
México, España, Paraguay y los Estados Unidos; tres
minuciosos prólogos a La odisea (1960), las Cartas de
relación (1960) y Utopía (1975); y dos libros: Del
virgilismo de Garcilaso de la Vega (1946) y César y
Cortés (1950). Ingresó a esta Academia en 1962. Su
discurso de ingreso, “El cervantismo de Alfonso Reyes”, fue
contestado por el director, don Francisco Monterde, quien había
sido su maestro de la preparatoria al doctorado, y lo recordó
entonces dueño de una precoz expresión de gravedad
“acentuada por la sostenida atención de los ojos oscuros,
que ven todo con hondura”.
Dice don Manuel en su discurso que a
Reyes el cervantismo le sirve “para apostillar, reforzar, apoyar,
matizar, elucidar, ilustrar –según el caso– sus
más variadas páginas y preocupaciones”. Así
sucede con él mismo. En el Prólogo a La odisea, por
ejemplo, recuerda que Cervantes dijo que las traducciones son
“como quien mira los tapices flamencos por el revés, que
aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las oscurecen, y no
se ven con la lisura y tez de la haz”. Y en la Nota a las Cartas
de relación dice de Cortés: “La farta gloria en pos
de la cual fue, como su coterráneo Don Quijote...” Y
luego: “Nace en 1485 en Medellín, población en la
margen izquierda del quijotesco Guadiana...” Y adelante:
“Es el mismo temple de alma [el de Cuauhtémoc] que el de
los numantinos tal como reviven en la pluma de Cervantes”. Y de
modo semejante, con frecuencia, en otros casos.
Se abre la cortina y aparece el
eclesiástico, de mal humor, seguido por alguien. No le gusta la
atención que sus señores prestan a los relatos
fantasiosos. Viene de la mesa de los Duques. Me mira fija y ferozmente
y me pregunta, como acaba de hacerlo con Don Quijote:
“¿Dónde hay gigantes en España, o
malandrines en La Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva
de simplicidades que de vos se cuentan?” (II, xxxi)
Don Manuel Alcalá contestó el discurso de ingreso de
doña Margit Frenk (1993), “Charla de pájaros o las
aves en la poesía folklórica mexicana”. Para
celebrar la devoción por la lírica medieval y las
numerosas publicaciones de la nueva académica, Alcalá
empezó por recordar unos versos del rabí don Sem Tob de
Carrión, escritos a mitad del siglo XIV:
Quanto más va tomando
con el libro porfía,
tanto irá ganando
buen saber toda vía
. . . . .
Por ende tal amigo
non hay como el libro:
para los sabios, digo,
que con los torpes non libro.
“Gran lectora y sabia”
llamó a doña Margit, destacó su “asiduo y
prudente comercio con lo escrito”, y apuntó que “lo
leído por ella ha tomado cuerpo en más de un centenar de
libros originales o traducidos [...]; de estudios, ensayos y
reseñas...” Junto con estas palabras evoco dos
epítetos de Cervantes para su público que me son
gustosos: lector curioso dice en El viaje del Parnaso –curiosos
lectores en La Galatea– y desocupado lector, en el Quijote.
Resalto lo que acaba de sernos revelado:
el trato con los libros acrecienta el saber; no hay mejores amigos que
los libros; con lo escrito debe tenerse un comercio asiduo; las
lecturas que se haga deben encarnar en la obra propia; debiera el
lector ser curioso y estar desocupado.
El tema me seduce. Se trata de un sujeto
humildísimo; tan modesto y cotidiano que se nos torna invisible:
aunque es de la mayor trascendencia. Hablo de la lectura y la
escritura. Me preocupa que ahora comprar libros pueda confundirse con
hacer lectores, y que la importancia y la calidad de los maestros se
sacrifiquen a la ilusión de la tecnología.
Estamos cerca de nuevas pesadillas; algo me lo dice.
Un tiempo creí que todo el mundo leía
–naturalmente, por placer: no hay otra razón para hacerse
lector; existen otras razones para leer, mas no para ser lector. Yo
creía que todos, cada día, leían libros sobre
animales o sobre el universo, novelas, poesía, cuentos,
biografías, relatos de viajeros... y que marcaban los libros,
escribían en ellos, ensayaban sus textos.
Tuve la fortuna de nacer en un hogar
donde era un gozo jugar con las palabras: escuchar y contar historias,
dibujar, leer, escribir, resolver acertijos matemáticos,
trabalenguas y adivinanzas, consultar diccionarios y la enciclopedia...
Había libros, historietas, revistas, un periódico.
Mamá y papá leían, y nos leían; nos
hablaban de su infancia, nos arrullaban con canciones y cuentos y,
cuando pudimos leer sin ayuda, para ir a dormir un libro nos
hacía tanta falta como la cama. De vez en cuando íbamos
al sótano de la Librería de Cristal, en la Alameda,
dedicado todo a la sección infantil: ante esa infinidad de
opciones qué placer, qué dudas, qué angustia,
qué felicidad.
Cuando nos mudamos a San José
Insurgentes –segundo de primaria–, un condiscípulo
vivía a unas cuadras de la casa. La amistad con Jorge Soto y su
familia, en especial con su padre, don Clemente –dramaturgo
galardonado, poeta, guionista, cuentista pletórico de
proyectos– se construyó en parte con los libros que nos
prestábamos, nos contábamos, conocíamos de nombre
y algún día esperábamos leer... En la escuela,
leer por el goce de leer era preocupación de más de un
maestro –aunque no fuera de español ni de
literatura–; había amigos, primos y primas lectores...
Crecí engañado.
Descubrí que no todo el mundo
leía cuando comencé a dar clases en el Centro
Universitario México, mi preparatoria. Ir encorbatado no evitaba
que en los recesos los conserjes quisieran mandarme al patio, donde
debían estar los alumnos. Aquellos muchachos, con quienes jugaba
futbol, me hicieron ver que los lectores eran minoría.
Empecé a trabajar con ellos en algo a lo que entonces no le daba
nombre pero que ahora llamaría formación de lectores; o
sea, comenzamos a leer juntos. Entre los alumnos de aquella
preparatoria había también grandes lectores. Uno de ellos
dejó testimonio de nuestras clases en un librito, Los subrayados
son míos, y llegó a esta Academia un buen rato antes que
yo, lo cual sigue alegrándome. Hablo de don Gonzalo Celorio.
Todos mis alumnos en el Centro
Universitario México sabían leer y escribir –lo
hacían muy bien–; pero pocos eran lectores. Aunque una
cosa sea imprescindible para la otra, no es lo mismo saber leer y
escribir que ser lector.
El corolario de un desengaño suele ser atroz. De la
convicción de que todo el mundo leía pasé a la
certeza de que nadie lo hacía. La vida misma se encargó
de enmendarme. Di en Torreón una plática sobre la falta
de lectores en el país y al día siguiente tomé el
camión para repetirla en Durango. Los 34 pasajeros viajaron
leyendo, y lo mismo hizo el chofer –un chamaco le
leía–: la mitad, El Libro Vaquero, la mitad La Novela
Semanal. En las más o menos tres horas del trayecto algunos
acabaron cuatro o cinco libritos, que intercambiaban con los vecinos.
¿Eran o no eran lectores? Leían por gusto; buscaban
comprender lo que leían –sin comprensión no puede
haber interés–; lo hacían a menudo; no les
dolía pagar por sus lecturas... En Durango tuve que modificar lo
dicho en Torreón.
El sueño del
camión: cabalgan a un lado Don Quijote y Sancho, bajo el sol
abrasador de la Comarca. Sancho va leyendo en voz alta: “Si yo
fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi
amo. Pero ésta fue mi suerte y ésta mi malandanza... y,
sobre todo, yo soy fiel”. Don Quijote se vuelve y le pregunta:
“Sancho amigo, ¿desde cuándo sabes leer?”
“Señor –responde el escudero–, otros tiempos
son”.
Mis compañeros de viaje eran lectores: hay muchas clases de
lectura. Para cada persona, según sus circunstancias, no todas
igualmente aceptables. Porque no es verdad que dé lo mismo leer
lo que sea. Hay literatura chatarra y gran literatura; mamotretos
soporíferos y piezas que nos cambian la vida; manualitos mal
informados y peor escritos, y grandes obras de la historia, la ciencia
y el pensamiento. No es lo mismo un tomito de El Libro Vaquero que Al
filo del agua, Pedro Páramo, El tamaño del infierno o El
rastro. ¿Qué hay de más en estas novelas de
Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Arturo Azuela y Margo
Glantz? Hay más ideas, más vivencias, más ingenio,
más oficio, más lecturas, más sorpresas,
personajes y estructuras más complejos; una conciencia
más aguda del lenguaje; una mayor exigencia para el lector.
Vivir, tratar gente, leer libros prepara a un
lector para leer otros libros –vida y literatura son la misma
materia. Lo habitual es iniciarse con lecturas sencillas y pasar a
otras más ricas. A veces conocemos al responsable de esa
iniciación. Dice Mariano Azuela:
Estudiaba medicina y
leía cuanta noveluca me caía en las manos, y el
día menos pensado hice el gran descubrimiento de esos
años: di con lo que inconscientemente buscaba. En cambalacho con
un compañero a cambio de muchos Gaboriaux, Dumas y Ponson du
Terrail, recibí un lote de otras novelas que no conocía,
entre ellas tres tomitos de lomo café y cabeza dorada: Honorine,
Ursule Mirouet, La cousine Bette. Y fue en una tarde de junio, al
ponerse el sol, cuando “para ejercitar mi francés
siquiera” abrí Ursule Mirouet y salí a leer en el
balconcito de mi cuarto. A la primera página siguió otra
y otras más hasta que oscureció totalmente.
Encendí mi aparato de petróleo, reanudé la lectura
y cuando a medianoche me metí en mi cama y extinguí la
luz, mi corazón estaba muy alborotado y mi cabeza caliente.1
También es posible que un encuentro casual revele ese mundo nuevo. Cuenta Federico Campbell:
Yo tenía veinte
años [...] Una mañana, al atravesar el jardín,
pisé un trozo de papel periódico semimojado [...] Era una
hoja trunca de La Gaceta, la revista del Fondo de Cultura
Económica, y en ella [unas] líneas me llamaron la
atención: “Al rayo del sol, la sarna es
insoportable”, decía al principio. Y luego: “Como
buen romántico, la vida se me fue detrás de una
perra”. Era el texto de alguien que firmaba con el nombre de Juan
José Arreola. Fue para mí una revelación. En ese
instante [...] me di cuenta de que las cosas se podían nombrar y
decir de una forma que nunca antes se había formulado.
Entendí que existía la literatura.2
La pesadilla del jardín:
Campbell sigue caminando, distraído; no puede dejar de leer la
hoja empapada con el texto de Arreola. Dos camionetas blindadas se
orillan para cortarle el paso. Bajan unos pistoleros y el
eclesiástico, agüerado, gordo, ahogándose
–alguien lo sigue. “Son sólo palabras, sólo
palabras”, grita y manotea exigiendo el papel. Federico corre.
“Estamos hechos de palabras”, dice antes de desaparecer.
Mariano Azuela era ya un lector entusiasta y desocupado cuando su amigo
le descubrió a Balzac; Federico Campbell era ya un lector
curioso cuando tropezó con Arreola. ¿Dónde
comienza un lector?
Aquellos alumnos míos del Centro
Universitario México que eran lectores, seguramente –caben
excepciones– venían de familias donde se acostumbraba leer
y escribir. El mejor sitio para que un lector se forme es su hogar. Hay
quienes, como Jean Hébrard y Delia Lerner,3 sostienen que, en
realidad, ése es el único espacio donde puede formarse un
lector. Algunos creemos que existen otras oportunidades. El segundo
mejor lugar para formar lectores capaces de escribir es la escuela, que
debería siempre incluir una biblioteca. Muchos lectores se han
formado y seguirán formándose en las escuelas. A
condición de que, como le ocurrió a Antonio Alatorre en
el Autlán de los años treinta del siglo XX, antes que
antenas y monitores nos preocupe tener buenos maestros, que dediquen
tiempo suficiente a practicar la lectura y la escritura:
En mi casa, en
Autlán, había libros que mis hermanos y yo
leíamos, por ejemplo Genoveva de Brabante, Robinson Crusoe y la
María de Jorge Isaacs. Pero fue la escuela la que más me
sirvió. La primera hora, todos los días, era la de
lectura en voz alta; y dos o tres veces por semana escribíamos
algo, a veces sobre un tema señalado por la maestra, y a veces
con tema libre (que era lo que más nos gustaba). Yo salí
de Autlán a los doce años, y un día, años
después, se me ocurrió hacer una lista de los libros que
leí entonces, y recordé como 300 títulos.4
Al terminar la educación básica
–con mayor razón los estudios medios y superiores–,
como resultado natural del paso por las aulas, los alumnos
tendrían que haber sido incorporados a la cultura escrita. Pero,
en estos tiempos en que la tendencia oficial es en muchos lugares
relegar la lectura a la clase de español, ¿en
cuántas escuelas se dedica una hora diaria a la lectura en voz
alta y se escribe sobre algún tema, señalado o libre, dos
o tres veces por semana?
El eclesiástico
–así lo llama Cide Hamete– regresa extenuado a su
camioneta. Lo ayudan un enano y una bruja. Los tres repiten
“Sólo palabras, sólo palabras”.
Lejos de hacerse lectores, en su paso por los diez grados obligatorios
de educación básica la mayoría de los alumnos
quedan apenas alfabetizados: éste es el lastre más pesado
de nuestro sistema educativo, de nuestra sociedad, de nuestro
país. La razón es la falta de programas especiales de
lectura y escritura –como el que seguía Alatorre en
Autlán–;5 limitar estas actividades a ejercicios en la
clase de español; no tener como meta, desde un principio, formar
lectores capaces de escribir –lectores que hayan descubierto el
placer de leer: no hay de otros.
Las consecuencias son catastróficas. A
mitad de los noventas del siglo pasado, cada año había
más o menos 150,000 aspirantes a ingresar en las preparatorias
de la UNAM. De los más o menos 35,000 que pasaban la prueba de
selección, 35 por ciento –entre doce y trece mil–
reprobaban los exámenes de comprensión de lectura en el
primer semestre de bachillerato: no podían hacer un resumen,
relatar la trama ni decir quién era el personaje principal de un
cuento.6 Esas cifras explican mucho de lo que sucede en el país.
De los 150,000 aspirantes, sólo 23,000 (15 por ciento) pasaban
los exámenes de lectura. Los 150,000 sabían leer y
escribir, pero 85 de cada cien lo hacían apenas en un nivel
utilitario que les había permitido aprobar los exámenes
de seis grados de primaria y tres de secundaria, pero no comprender lo
que intentaban leer.
Más allá de los usos elementales
de la lectura, leer es a veces aprender, apropiarnos de la
información del material leído. Y otras es formarse,
compartir las ideas o los sentimientos de un autor y dar al
espíritu propio la forma intelectual o emotiva de lo que se lee.
Leer puede ser también afirmarse, definir la personalidad propia
ante opiniones de las que discrepamos. Y con frecuencia es enajenarse,
salir de uno mismo y perderse en el mundo creado por el autor. Cuando
se lee, sin embargo, olvidarse de uno mismo es más una manera de
encontrarse que de perderse.7 Al posible señor Quijana:
se le pasaban las noches
leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio, y
así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros,
así de encantamientos como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación
que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas
invenciones que leía, que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. (I,I)
Embebido en sus lecturas, Don Quijote no se
pierde, se encuentra. “Yo sé quién soy” (I,
v) responde a su vecino, Pedro Alonso, y llega al fondo de su locura:
imponer la justicia en la Tierra –antes que las leyes, por encima
de las leyes, la justicia.
Lo sé por mi pesadilla: hay que ver qué hay tras cada
signo; leer el mundo, que es el mayor, el más complejo, el
más intrigante de los signos. Leer, explorar y transformar el
mundo, que incluye a mi persona. Para ello nos servimos de cuanto la
naturaleza, la tradición, el arte, la ciencia y la
tecnología ponen a nuestro alcance. Nos servimos, ante todo, del
lenguaje. Pues el lenguaje, con su fondo irracional e instintivo a
cuestas, es –junto con la acción– nuestro primer
recurso, el más importante.
En la relación con el lenguaje la
comprensión es esencial. La finalidad primera de escuchar,
hablar, leer y escribir es buscar la comprensión. Entendemos
algo –bien o mal– cuando podemos atribuirle sentido y
significado; cuando percibimos sus valores y en su presencia
reaccionamos. Nadie comprende de inmediato todo lo que escucha ni todo
lo que ve, ni todo lo que lee. La comprensión se construye y se
reconstruye. Cada uno de nosotros, en la medida en que se va volviendo
experto en el uso del lenguaje, hablado y escrito, interioriza los
mecanismos de la comprensión. Sentir los valores sensoriales,
connotativos, lúdicros del lenguaje, es parte de su
comprensión.
Este era un gato
con los pies de trapo
y los ojos al revés.
¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Cuando un niño al que se le repite este
cuento de nunca acabar, termina por reírse o por tirarnos algo a
la cabeza, podemos estar tranquilos: ya lo ha comprendido.
El medio más poderoso para formar a un lector es la lectura en
voz alta. Así lo aprendí de mis padres y de mis mejores
maestros, de la primaria a la vida de trabajo. Alberto Godínez,
Miguel López, Carlos Villalobos, Julio Torri, María del
Carmen Millán, Antonio Alatorre, Luis Rius, Margo Glantz, Sergio
Fernández, Margarita Quijano, Margit Frenk, Frank Thompson,
Sergio Galindo, Alí Chumacero, José Luis Martínez,
Juan Rulfo y Juan José Arreola me enseñaron, por sobre
todas las cosas, a leer. Y lo hicieron leyendo en voz alta. Entre estos
maestros se cuentan uno de geografía, uno de inglés, uno
de historia y un entrenador de futbol: la lectura corresponde a todos
los campos.
Aunque sea, como diría Perogrullo, una actividad de la
mayor utilidad, una actividad imprescindible, la lectura utilitaria no
crea la afición a leer. Los lectores se forman cuando descubren
la lectura por placer. En ese momento ya no hacen falta otras razones:
la recompensa mayor de leer es la lectura misma. Como escribió
Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no
podrían ser apreciados”.8
La palabra placer pone nerviosa a mucha
gente. Juzga que no es compatible con el estudio y el trabajo. Le halla
una connotación de irresponsabilidad y relajamiento. Pero el
placer se encuentra en todos los campos del arte, el trabajo y el
conocimiento, y es de los sentidos, las emociones y el intelecto. El
día en que nuestra escuela haga del estudio una fuente de placer
habremos realizado un progreso formidable.
Las palabras poesía,
imaginación, fantasía, ficción y otras semejantes
–literatura– acalambran al eclesiástico y a otras
personas. Hay quienes, una vez aceptada la importancia de la lectura
por placer, se apresuran a declarar que no hacen falta las obras
literarias. “Hay niños a quienes –dicen– les
interesa más saber sobre las piedras que leer cuentos o
poesía.” Pero un tipo de lectura no tiene por qué
excluir otros. Un niño puede ser educado para interesarse de
manera igualmente placentera en las piedras, la astronomía, las
matemáticas... y en la lectura de poesías, cuentos y
novelas, que lo enfrentarán con otras maneras de estructurar el
lenguaje y le darán destrezas que se desarrollan sólo con
la lectura de textos literarios.
La literatura ha sido siempre perseguida. Hay
gente que no puede admitir una actividad cuyo solo propósito es
crear belleza y escudriñar el corazón del hombre. Bajo
múltiples formas, del paredón a los impuestos, la
persecución persiste.
Siempre –dice Rosario
Castellanos– me he preguntado qué es lo que impulsa a una
persona, en pleno uso de sus facultades mentales, satisfecha de la
vida, feliz y equilibrada, a leer. A leer libros de imaginación,
aventuras ficticias, por supuesto. Porque lo otro es muy fácil
de contestar: busca los conocimientos de los que carece, la
información que le exigen en la escuela, en el trabajo, en el
trato social. Es una actitud utilitaria que no necesita ser explicada.
En cambio, la otra...9
La bruja, el enano y el
eclesiástico –atrás están los pistoleros con
las metralletas–, asomados por una ventana de la camioneta, a
Rosario Castellanos, que lleva de la mano a su hijo por una calzada
arbolada: “¿Dónde hay gigantes en España, o
malandrines en La Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva
de simplicidades que de vos se cuentan?” Rosario se ríe y
responde: “En España, en La Mancha, aquí en
Chapultepec. ¿No los ven? ¿No tienen ustedes su propia
Dulcinea?”
El prejuicio contra la literatura, el placer y la libertad es una
consecuencia del pavor que le causan al poder –el de un padre,
una maestra, un obispo, un gobierno– quienes se atreven a
explorar su conciencia y buscar sus propios caminos.
Hay una añeja tradición de
autoritarismo que se esfuerza por cerrarles el paso a la literatura, al
placer e incluso a una simple opinión adversa. Podemos
rastrearla hasta el más remoto pasado, y es uno de los ejes en
el libro de Cervantes. El cura que organiza la quema de los libros de
Don Quijote lo hace porque, según lo dice en otro
capítulo, juzga que se trata “de cuentos disparatados que
atienden solamente a deleitar y no a enseñar”. (I, XLVII)
Don Quijote se escandaliza y pregunta al
canónigo si puede haber mayor contento que leer la historia del
Caballero del Lago, quien se lanza con todo y armadura “a un gran
lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por
él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos
géneros de animales feroces y espantables” para llegar a
un castillo deleitosísimo donde bellísimas doncellas lo
bañan, le dan de comer, lo perfuman. Dice Don Quijote al
religioso:
Lea estos libros y verá
cómo le destierran la melancolía [...] y le mejoran la
condición [...] de mí sé decir que después
que soy caballero andante soy valiente, comedido, atrevido, blando,
paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha
tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el
valor de mi brazo, favoreciéndome el Cielo y no me siendo
contraria la Fortuna, en pocos días verme rey de algún
reino [...] (I, L)
No sólo Don Quijote necesita los libros
de caballerías. En el capítulo XXXII de la primera parte,
el ventero considera que no existen mejores libros en el mundo y,
emocionado, cuenta que:
cuando es tiempo de la siega, se recogen
aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe
leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos
dél más de treinta, y estámosle escuchando con
tanto gusto, que nos quita mil canas; a lo menos, de mí
sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles
golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto,
que querría estar oyéndolos noches y días.
Lo mismo opina Maritornes:
A buena fe que yo también gusto
mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más
cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos
naranjos abrazada con su caballero, y que les está una
dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con
mucho sobresalto
E igualmente la hija de los venteros. A ella le gustan, sobre todo
las lamentaciones que los caballeros
hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad
que algunas veces me hacen llorar, de compasión que les tengo.
El cura y el barbero quieren quemar dos libros
porque “son mentirosos y están llenos de disparates y
devaneos”, pero el ventero los defiende y dice “antes
dejaría quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros”.
La literatura –esto es, la imaginación, la palabra y la
libertad– es necesaria para los seres humanos.
Al decir que en México faltan lectores hablo de lectores que
hayan hecho de la lectura una necesidad vital. Esos no los forma la
escuela, porque nunca se lo ha propuesto. Más bien los teme o
los considera superfluos, porque en sus manos la lectura deja de ser
sólo un instrumento para el estudio y el trabajo, se vuelve un
fin en ella misma y puede hacernos demasiado libres. Sufrimos un
sistema que pretende que la educación nos capacite para el
trabajo y considera innecesario –o peligroso– ir más
lejos.
La lectura y la escritura nos hacen
más libres siempre y cuando se practiquen con libertad. En un
sistema autoritario –político, religioso,
académico, económico, de cualquier otra clase–, al
través de la propaganda y la censura la lectura y la escritura
son instrumentos de sometimiento.
En 1989, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, vi por
primera vez libros electrónicos: unas maquinitas semejantes a
calculadoras de escritorio. Había una Biblia, un Shakespeare
completo y dos diccionarios Merriam-Webster, uno de los cuales
pronunciaba la palabra consultada. Eran la avanzada de las TIC, las
nuevas tecnologías de información y comunicación:
las vías para llegar a un mundo digital.
La influencia de estos instrumentos
formidables alcanza todos los campos. Están transformando los
modos de aprender, de leer, de trabajar, de vivir... y harán
proliferar nuevas habilidades. Lo que no cambiarán es nuestra
naturaleza: somos entes de lenguaje: pensamos, sentimos, aprendemos,
imaginamos, recordamos, proyectamos el futuro, hacemos amistades,
peleamos con palabras. Nuestras creencias, conocimientos, leyes, ideas
son palabras también.
Aunque en pequeña o gran medida
desplacen al papel –más para escribir que para
leer–, lo que seguiremos haciendo en las computadoras será
leer y escribir y, en la medida en que ocupen más espacios
será aún más importante –para sacar
más provecho de ellas– dominar el lenguaje y ser un buen
lector.
En el papel o en un medio electrónico,
o aprovechando lo que uno y otro ofrecen como ventajas –que es lo
sensato– ir en busca de la comprensión es la
condición para hablar de lectura. Aprende a leer y se aficiona a
leer quien aprende a poner significado y sentido en el texto y
convierte esa operación en un acto placentero, una de sus formas
de vida, uno de sus recursos para leer el mundo.
El eclesiástico y la
bruja y el enano y las alimañas que los siguen alzan las manos
con antorchas, cadenas, citatorios, y avanzan sobre nuestros pobres
libros... estoy a punto de gritar para ver si despierto, cuando
irrumpen como el Sol que despunta Don Quijote y Sancho, los dos de
punta en blanco, y Rocinante y el rucio con alas poderosas, y tras
ellos un ejército flamígero que alza plumas y lap tops y
libros que relumbran como espejos y los endriagos se desvanecen y yo
leo de un libro que llevo en las manos –Don Quijote, qué
tonto, qué loco, cree que es para su Dulcinea:
te
convoco y te condeno a que no puedas cerrar los ojos sin verme, abrir
los labios sin llamarme, saciar la sed sin sentir en tu boca la
mía, tocar tu cuerpo sin creer que me acaricias, doblar una
esquina sin la esperanza de hallarme, alzar el teléfono sin
oír en mi voz tu nombre, abrir un libro sin leer estas palabras,
porque el único amor que me hace falta es el tuyo, y lo necesito
de esta manera desmesurada en que yo...10
Señoras y señores académicos, señoras y
señores, por hoy no tengo nada más que decir muchas
gracias.
México, DF, 9-IX-04
* Texto leído en su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua.
Leer el mundo fue
diseñado por Rafael López Castro. Los 250 ejemplares de
la edición fueron impresos por 75° Color, de Francisco
Álvarez Icaza 15 B, Colonia Obrera, México, DF, en
septiembre de 2004.
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