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La desmesura
Mariana Bernárdez
Nos duelen las muertas de Juárez; nos duele la mendicidad; duele vivir como paria cuando se es raíz de vida.
Sólo desde la
diferencia y la semejanza es posible el amor y también, la
violencia. Y aunque no se quiera admitir, su mordedura tiene la virtud
de sumergir en la mudez, distorsionar el lenguaje y enmascararse
detrás de él; de ahí que en la subversión
de su sentido se corra el riesgo de que la denuncia se torne
complicidad y se termine por legitimar la brutalidad en la
acción humana.
Parece inútil el planteamiento de una
pregunta que no alcanza respuesta, pero habrá que
formularla para abrir una brecha hacia la palabra, sea pues: ¿De
dónde la violencia? Estamos ante un problema de aristas
múltiples y cuya hendidura es una huella de difícil
olvido; quizá sea precisamente en el olvido donde comiencen a
anudarse los hilos que la detonan. ¿Acaso se está ante un
fenómeno colectivo de desmemoria? ¿Qué hay en la
figura femenina que amenaza hasta la exacerbación? ¿Por
qué lo terrible gravita en la profesión de su amor?
¿Cómo se percibe con relación al mundo que acaba
por vivir en el derrumbe? ¿Será el siglo XXI el
siglo de la mujer?, ¿o será el siglo donde logremos un
espacio para todos a través de la corresponsabilidad y el
respeto?
Lo cierto es que la mujer, a pesar de haber
discurrido por diferentes prototipos y aún siendo arquetipo de
la creación, se le ha mandado callar y lo ha hecho por una
mansedumbre plena de equívocos, por una fatiga pareciera
ancestral y desde la cual le ha sido difícil concebirse a
sí misma. No obstante, que el trazo de su figura se entiende
desde las sombras y desde una inexplicable conciencia de la desdicha,
es a partir de este ámbito desde el que ha sido capaz de crear
una identidad propia que arremete contra la desvaloración de su
vida, contra el menoscabo de ventura, incluso contra un pesimismo
lacerante que la arroja al peor desamparo de la derrota y afirma la
desobediencia civil frente a las normas que la humillan.
Constantemente escuchamos discursos que buscan
comprender las diversas manifestaciones de la violencia practicada
contra las mujeres; hemos observado innumerables clasificaciones de
asombrosa exactitud científica: violencia física,
psíquica, intrafamiliar, social… Se dan cifras como si en
los porcentajes y en los índices se pudieran sumar la atrocidad
del desvarío, números que abstraen el desfile del horror,
que diluyen los nombres para dar de baja su estancia en la vida, la
pequeña historia de cada uno que es atropellada,
estadísticas que al final de la cuenta disculpan aquél
que debió ser íntegro y responsable. Lo indudable es que
en este terreno la vida no vale nada.
No faltan tampoco los desarrollos
temáticos que tratan de discernir sobre la viabilidad de su
origen: la falta de igualdad, valores culturales distorsionados,
pobreza y analfabetismo, patrones de conducta discordantes,
aislamiento, codependencia nociva, falta de pertenencia, baja
autoestima; arqueología que pretende explicar el festejo masivo
y turbio de la perversidad que se despliega para disfrazar, no la
privación de un lugar, sino su reiterada impugnación,
basta que una mujer alce la voz para ser destruida a través de
diversos mecanismos cuya acción termina por no tener un rostro,
basta que se apunte un sinsentido, para que la burla y el escarnio
comiencen a rondarla.
Invade la tristeza ante tal negativa, pues lo
único que se torna evidente es la dificultad de reconocernos
mutuamente como personas, resultando que la desidia y la indiferencia
son los principales actores de esta puesta en escena. Así frente
a la desesperanza de un esquema repetido generación tras
generación, que permea los estratos sociales, se abre una
vertiente que cuestiona, y el hacerse cuestión de algo es
avance, y avanzar implica cambiar. Es a partir de esta negación
que la libertad habrá de dar su más fiera batalla para
reclamar una igualdad no fingida.
¿Si es asunto de llamar a razones por
qué el patrón de inequidad arrastrado durante siglos no
se ha superado? Pareciera que tantas razones lo que sí alcanzan
es la omisión del sujeto que padece el flagelo y del que esgrime
la intimidación. ¿Quién se resguarda tras esta
absurdidad? ¿Qué sed inextinguible se pretende saciar? Lo
que se advierte es un margen de insuficiencia, una carencia que
señala un horizonte de difícil luminosidad pues lo que se
ronda es la fascinación ante lo que excede cualquier intento de
explicación. ¿Acaso se comprenden estas formas de vida
que llevan consigo la monstruosidad y la desproporción, donde la
culpabilidad es pronta a disolverse en el anonimato dejando a un lado
el sentido de lo justo y desarticulando al lenguaje? ¿Ante la
irrupción de la barbarie qué decir?
¿Qué sucede cuando la brutalidad
seduce con su silbido? El amor porta en prenda la desnudez, lo usual es
que el amante conceda su gracia al amado, sumisión cuya
aspiración es alcanzar una unión que remedie cualquier
sensación de nostalgia, pero con tal rendición arriesga a
que el otro esgrima el escarnio como valuarte de señorío;
el ofrecimiento porta consigo la daga de la opresión, de ello
que siempre aceche el infortunio y que la herida se cumpla a
través de quien se ama, de esos ojos que fueron capaces de
llevarnos a un cielo no redimido.
El desprendimiento de sí exacerba
el ansia de sujeción cuyo trasfondo es la pretensión de
satisfacer la avidez de eternidad, lo cual es una falacia, pues aunque
se alcance una impresión de atemporalidad, resultado del pasmo,
la posesión conlleva a la creación de un endiosamiento
ilusorio, que demanda alzarse incansablemente sobre el objeto de su
amor; como imagen ejerce una atracción sobre la víctima
que ante tal estremecimiento le es imposible huir, y a la vez, tal
atracción imanta al verdugo con una sensación de
irrefrenable poderío que se resquebraja en su brevedad. Es la
fugacidad lo que provoca la constante necesidad de atacar y así
satisfacer la devastación interior, pero es evidente el fracaso,
pues no evita la caída como tampoco la evasión de su
falsedad: nació mortalmente herido.
Quien acomete de primera instancia no sabe
qué le llevó a alzar la mano, qué visión
sombría atenazó sus ojos; tal vez elucubre que la
agresión le llevará a franquear los muros de una
debilidad que oprime su respiración, entonces pensaríamos
que quien embiste es porque antes ha sido victimado, que la pesadumbre
es tal que sólo en el estallido cree habrá de encontrar
consuelo, pero ¿no caemos en una justificación y al
hacerlo acaso no relativizamos el hecho real? ¿Y qué es
lo real? Lo real es el beso de lo temible, la caricia incumplida, que
se tratan de atenuar en sus consecuencias como si con ello se dejara a
un lado el regusto hallado en el dominio. Lo real es que la violencia
genera más violencia, espiral que denuesta y quebranta la
razón, dislocación voraz que atrae hacia sí la
mudez y la sordera.
La palabra se anuda, se anonada y cesa su
habilidad de evocación, las emociones son conquistadas por la
tiranía de un ídolo oscuro cuya cólera fractura el
discernimiento y perturba el orden de la tolerancia. La
precisión del ataque arroja la certidumbre de un estatismo que
condena a la repetición; una vez apresados en su cerco, no hay
manera de ignorar el temblor que se adueña del alma. La
perplejidad y la aprensión son propias de quien se sumerge en la
hondura de la discordia recordando su condición de exilio, la
detención, efecto natural del aturdimiento, arroja fuera de la
cadencia natural del tiempo. Ateridos deshabitamos el cuerpo como lugar
inicial del encuentro, lo demás, es una sucesión
irreparable de pérdida.
La violencia es una bestia ávida cuyo
siseo hace creer que la fatalidad prevalece sobre la libertad; atestado
el golpe adviene la estupefacción, fragmento efímero
donde el anonadamiento es bálsamo contra la incredulidad ante la
fiereza, ¿y si se muere?, pero el estallido profesa una altivez
descomedida que provoca una embriaguez de poderío y, entre la
sed y el gemido, la tormenta no cesa, quizá matice su
expresión, se refine, incluso borre la frontera evidente de lo
concebido como malo.
Cumplida la trasgresión al
código suscrito es inútil pensar que se
retrocederá a sitio de buen recaudo, o que habrá
probabilidad de evadir el pavor que atenaza, la hostilidad se precipita
en enajenación y el miedo recorre cada recoveco del alma, miedo
del cual poco se puede decir, como si alguien alguna vez hubiera
logrado desaparecerlo con el sólo pronunciar sus letras. No es
la cobardía lo que inhabilita el entendimiento, que mucho
desafortunadamente se aprende de lo que se es en situación
extrema, es que se está ante lo impronunciable, no hay escape de
esta pesadilla consumada en laberinto; no hay resguardo que sea
exhalado desde el cielo.
La elección no estriba en morir o no de
pie, ni en pretender esquivar el siguiente episodio, cada seña
es una excusa para ostentar una potestad vacua, porque tanto uno como
otro han dejado de significar algo a los ojos; traspasados los
límites de la vida se es nadie, se pertenece a la nada y en este
territorio poco albedrío habrá de bailar. Entonces
¿agachamos la cabeza y aceptamos el miedo que facilita al otro
ser brutal?, ¿cómo atinar a desanudar la alianza entre la
culpa y la vergüenza?, ¿rendimos el último resquicio
de dignidad?, ¿o convertimos la impotencia en lumbre que nos
haga andar el pretil de la desolación?, ¿cómo
burlar la trampa de la sospecha y dejar de creer que en
algún momento ése a quien se amó habrá de
resurgir? ¿Dónde hallar el sosiego?
Habremos de redimir lo abandonado por atroz,
afrontar el momento donde se dio cabida al asesinato de la inocencia
que nos constituía y que no supimos proteger, sea por que la
cobardía y el temor pudieron más que el albor de una
verdad de lo que se creyó siempre habría de ser puro,
ingenuidad que revelaba en tal acto el que somos humanos, en
demasía humanos y, que al par de la dulzura, también la
furia del otro es capaz de arrebatarnos.
El fracaso de la inteligencia no condena
la facultad proteica de la palabra, hay que decir algo para volver a
insertarnos en el fluir temporal, pero antes habremos de perdernos para
encontrarnos, itinerario irrenunciable para salir de la soledad
concebida como silencio hueco y tornar el miedo en guía hacia la
voz; retirarse de la indefensión implica tirar la carga que se
ha sobrellevado y recuperar la integridad que abre una distancia frente
al flagelo del cautiverio; implica a la vez, una autocomprensión
de la fragilidad originaria, misma que se vierte en desproporcionado
anhelo, pues ¿qué otra cosa puede hacer el que ha sido
mancillado una y otra vez, sino aguardar, algo, una seña, una
palabra que le haga arrancarse del desenfreno?
La acción de la violencia se disloca
cuando la candidez es recobrada a través de la confesión
como experiencia de lo insondable, cuyo objetivo primordial será
conquistar la transparencia ahí donde sólo se
creía que moraba el olvido, no sin titubear, movimiento propio
de quien trae roto el corazón, que no es poca cosa, por no decir
que lo es todo, ruptura que acusa la separación de lo que se
creyó centro, un mismo cuerpo entramado, aliento de un mismo
aliento, rostro de un mismo rostro. Traición.
Comenzando con el balbucir, lentamente se
irán hilvanando sílabas tras sílabas hasta
alcanzar una nueva interioridad, desde la cual se proferirá un
relato que irá arrojando lucidez sobre la pesadumbre; poco a
poco se asumirá la distorsión de lo que se amó, el
desconocimiento de quien se fue, la falta inducida por una permisividad
no consciente y el duelo por el semejante que no será más
espejo donde habrá de explorarse.
Es en este desfiguro cuando el violentado se
lanzará hacia la vida, aceptando que lo propio no es la
discordia de la fijeza, sino el discurrir del tiempo, haber tiempo,
estar en el tiempo; así recogerá su cuerpo y
recorrerá las sirgas de la derrota, dejando detrás de
sí, la incordura generada por la posesión y la
pérdida. Es en la simplicidad del gesto, que resguarda las
emociones más opacas, donde se advertirá cómo el
doliente se incorpora cobrando una altura inusitada; rescatarse
llevará a preguntar si alguna vez se fue alguien frente al otro
y qué seña nimia fue inadvertida a pesar de inaugurar el
juego perverso de la negación, acto que en su momento radicaliza
el desamparo como privación de pulso, sin pulso no hay
posibilidad de pensamiento, sin pensamiento no hay salida.
Del lamento al gemido, del suspiro al musitar,
la rabia ayuda a subsistir la travesía del dolor, y desde lo
irrefrenable de la desproporción es instrumento que delinea el
recuento de los daños, y ello ya es mucho avanzar. ¿Yerto
el corazón qué pensamiento puede socorrerlo? Y antes
habrá de consolarse para regresar a ser espacio y luego
habrá de ordenar la procesión de imágenes que
exigen ser declaradas para dejar de invadir sus sueños.
Ardua tarea la de acompasar el latido y
redimir la respiración, pero es a través de tales
movimientos primigenios que se tocará de nueva cuenta lo
prístino, la claridad que a pesar de todo, lo habita. El
corazón no renuncia a la presencia y su obstinación por
la vida lo hace arriesgar su profundidad para vencer la negrura de la
pasión que ha sido padecer al otro.
¿Nos será dado el abandonar la
sensación de invalidez arraigada dentro de esa zona de
confusión que nos ha amarrado? ¿Se podrá dirigir
la mirada hacia el vértigo de la emoción de lo que
habrá de por venir? La afirmación tácita de ser
capaces de recobrar la dignidad se sustenta en una creencia
indemostrable: debe existir más allá de la incoherencia
un sentido de lo justo, más allá incluso de sospechar si
hay cabida para la aplicación de una ley de retribución.
En esta zona de luminosidad dará principio una sanación
que llevará en prenda las marcas de quien alguna vez fue nuestro
par y de aquello a lo que nos aferramos para no morir.
Un abrazo para volver a la vida, ¿pero
a quién daremos este cuerpo resquebrajado que es sólo
desabrigo? ¿A quién fiarse en caricia cuando lo que queda
es la memoria del dolor? ¿Cómo desertar del desamparo que
ha sido cifra de este periplo? Y entre el marasmo de dudas, la bruma se
disipa ante la fuerza de la vida que envuelve en su gracia y arrolla el
temor incitado por la experiencia de lo arbitrario, inmensidad que al
asentar sus reales en nuestra fragilidad acusa por un lado, la
sensación desbordante de lo irremediable y, por otro la
inevitable necesidad de no doblegarse ante la cólera. Vivir es
atemperarse, sostener una confianza en la luz que nos habita y que es
palabra por la cual se nace.
¿Podrá la palabra atravesar el
cerco de la desmesura del silencio y llamar a razones?
¿Podrá sanarnos con su canto? ¿Sobrevendrá
la tolerancia que nos libere de lo vivido? ¿Cómo creer en
la cordura cuando lo de alrededor se ha vuelto ajeno? Tanta
señal de desventura hace tropezar la querencia, pero algo late
hacia el interior que murmura que la impureza no agota la orilla de la
resignificación, es en la palabra donde la verdad libera de su
mudez a la garganta, y es en la palabra donde hay cabida para la espera
y la esperanza.
Volver al mundo, a los otros, a los que
pertenecemos y en los que habremos de pensarnos al ir transparentado la
penumbra, otorga una certeza acerca del perdón, pues su
buenaventura radica en la ruptura del lazo soterrado del crimen, en la
desaparición del absurdo al que se ha estado encadenado a
través de la oscuridad que nos sobrecoge.
Después del pálpito de la huida,
de la carrera desenfrenada, de retomar el cuerpo como principio de
intimidad, queda el cumplimiento de la serenidad como fidelidad a la
vida, de no haber claudicado, de haber desenmascarado la violencia y
abrir un espacio no sólo para sí sino como atalaya de la
certeza de ser unos con otros. No se habrán de olvidar las
dentelladas implacables, no se habrán de diluir los surcos de su
derrotero, pero sí se saldrá de la miseria humana, para
mostrar que el azar ni la locura son responsables de la ferocidad, para
testimoniar que es posible saldar las fracturas, que es posible
salvarse desde sí y pronunciarse en la alegría el mundo..
Mariana
Bernárdez nació en la ciudad de México en 1964.
Poeta y ensayista. Maestra en Letras Modernas y Filosofía. Ha
publicado los poemarios: Tiempo detenido, 1987; Desvelos
quiméricos, en el colectivo Labrar en Tinta, UAM y UNAM, 1988;
Rictus, col. Cuadernos del Nigromante del CNCA-INBA, UAM y Juan Pablos
Editor, 1990; Nostalgia de vuelo, UAM-Iztapalapa, 1991; Luz derramada,
La Máquina Eléctrica Editorial, 1993; Réquiem de
una noche, col. La hoja murmurante, Ed. La Tinta de Alcatraz, 1993; El
agua del exilio, col. El Ala del Tigre, UNAM, 1994; Incunable, col.
Molinos de Viento, UAM, 1996; Liturgia de Águilas, La Tinta de
Alcatraz, 2000; Sombras de fuego, col. Punto Fino, 2000; Alba de Danza,
col. La Otra Orilla, Enkidu Editores-Editores del Lirio, 2000. Ensayo:
María Zambrano: acercamiento a una poética de la aurora,
col. Alter Texto, UAM, 2004; La espesura del silencio, premio de Ensayo
del Instituto Mexiquense de Cultura, col. Cruce de Milenios, 2005.
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