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En mi habitación también Susana guarda calor que no soporto
Olaf Ramírez Robles
De mi madre es la
máquina de escribir tras la que trabajo. Mientras prepara la
comida especial para celebrar mi decisión de no beber
más, he caído en la cuenta de otra vida. Después
de muchos años de no compartir habitualmente la mesa llego a
quitarle el tiempo con mi maleta de libros y ropa, anunciando que ahora
no tengo con quién dormir y regreso a casa. Los gatos regocijan
sobre los libros postrados en la mesa, y sólo uno, Mixo, se
resiste a ronronear. Éste mira desde la ventana que da al patio
de flores también de mi madre, desdeñoso repasa el tiempo
sin estar conmigo; su corazón altivo no perdona desaires, por
eso sólo mira a quien llegó, mira a un extraño.
Contaré la historia desde el
principio. Ana me untó manteca en los bigotes, y aquello fue el
fin de mi buena reputación como seductor. Abandonado a la suerte
que en ese momento se reparaba poco gratificante, no pude sino ir tras
su coche vertiginoso, tras sus pasos resueltos para alejarse de
mí, tras ella para enredarme en sus piernas y ronronearle me
dejara permanecer en su habitación para volverme otra vez suyo.
Recorrí sendas inescrutables, altos tejados en cuya cima
aprovechaba para indagar su olor y localizar rastros de huída.
Pero Ana permaneció firme en su decisión cada vez que
pedí audiencia. Importunada de verme dormir a cada rato lo mismo
en el sofá que en la cama, sobre el tapete de la sala o en el
lugar más fresco que era el baño, harta de comprar comida
para quien sólo esperaba mirarla bajo el dintel de la puerta y
enredarse en sus piernas hasta el desfogue, me untó manteca y me
lanzó a la calle. Por eso, hasta hoy, sin necesidad de luna
llena una vez que el sol se oculta, sobre el techado me quejo del
abandono hasta que el golpe de un zapato indica que es hora de dormir.
Ya en mi habitación, tornada
miserable, escudriño restos de felicidad para acordarme. Los
recuerdos caen a pedazos sobre un corazón desamparado que me
obligan a limar asperezas conmigo mismo. Está bien, lo
reconozco. He tratado mal a las mujeres, pero se han cobrado haciendo
trizas mis entrañas. Ana me ha untado manteca en los bigotes y
refunfuño cuando hay viento a mi favor; busco los vientos en mi
contra, y doy media vuelta cuando encuentro su aroma, pues sólo
lo hizo para hacerme ver lo que he perdido. En mi habitación
también Susana guarda calor que no soporto, estimo su
compañía que ya no tengo, luego el afecto del gato Mixo
que sigue mirando desdeñoso.
Mañana, escribo en la
máquina que es de mi madre, cumplo meses de estar solo. Estoy
cansado de lavar trastes, limpiar el departamento porque Ana tiene
trabajo, de darle un beso cuando llega, otro de buenas noches y uno de
buenos días con mi boca con tufo a cigarro. Uno se cansa,
continúo escribiendo porque es parte de mi rehabilitación
amorosa, de un mismo cuerpo que también tiene tufo de cigarro,
el mismo olor de la entrepierna, el mismo color de pezones rosas que en
un principio me los comía con los ojos. Extraño el pato,
la carne seca y hasta al gringo aquél que vino a despertarnos y
bebió café con ella. Esto dije a mi madre, no del
resentimiento que me provocó el reemplazo, porque otro ya lava
los trastes y limpia el departamento. De día salgo del encierro
y en el patio vuelven la vista hasta la puerta que rechina al ser
abierta; canto una copla y mi padre dice: está apasionado.
Entonces río para no darles motivo de burla, ya que
¿cómo un conquistador puede estar enamorado? Sin embargo
lo estoy, ahora no de mi barba de candado, ni de mis ojos que le gustan
tanto a Nancy, ya no de mi sentido del humor porque no lo tengo para
soportar el desplante de Ana que sólo llama para informar que
encontró alguna cosa mía y debo pasar por ella a casa de
una amiga, pues evita verme por respeto a su nuevo novio. Estoy
enamorado de ella. Me doy cuenta ahora que no la tengo bajo el peso de
este cuerpo que le ha entrado duro al cigarro, al café de nuevo,
pero que dejó el alcohol porque en las noches aparecía
Ana ahogándome en la incertidumbre del olvido consumado, apurada
por el que lava los trastes. ¿Cómo es que no me di cuenta
antes? Todavía el día de mi cumpleaños cambiamos
un cheque y compré la primera despensa con dinero de un proyecto
que elaboramos juntos. Me sentí ridículo haciendo vida de
pareja tipo donde el marido trabaja para llevar el gasto a casa.
Así que esa noche celebré solo mis veintiséis
años tomando cerveza, y regañando a un dependiente que me
cobró un libro de más. Era un hombre horriblemente maduro
por eso hice show aquella noche, para no sentirme confinado a lo que me
pareció la terrible prisión del matrimonio. El
árbol de Popotla bajo el que lloró Cortés en su
noche, me da risa. ¿Cómo no me di cuenta que la serie de
televisión que ahora me disgusta era divertida porque
reíamos juntos, y que beber mezcal con ella ameritaba,
más que una borrachera, disfrutar su compañía?
Sigo sin comprender su forma de estar de pie mientras me llevaba
cargando a nuestra casa de la Sierra. O sí, sí lo
comprendo: me bebía la mitad de su copa y la mía entera.
Pero le disgustan los borrachos. Me lo dijo demasiado tarde, ya que
alivianaba mis nervios con tragos y tragos de bebida alucinante. Me
gustaba recordarla, mientras se consumían las copas, limpiando
magueyes y labrando la tierra para sembrar otros. Una mujer es de digno
embelesamiento si obtiene el mejor promedio escolar y se va conmigo a
cultivar magueyes. Únicamente admiraba; supe de este amor hasta
que no llamó más por teléfono sino para avisar
recogiera mis cosas. De lo contrario, seguiríamos en el
sofá-cama dándonos besos y separaríamos los labios
para recordarnos el trabajo pendiente y decir que tenemos todo
atrasado. Ella hasta la regla.
Atrás quedaron los días en que amó a su gata
la Camelia –la veo echada sobre el tapete, las patas cubriendo la
vista, sólo moviendo la cola al saltar Ana para entrar a su casa
en otra ciudad que no ésta; la veo echada esperando sentir la
mano de Ana antes que a una muerte que llegó puntual hasta el
tapete-, las horas de amor frustrado con su primer amante; atrás
quedé convertido en un famélico don Juan que ha hecho de
su cuerpo algo detestable.
Aunque estoy seguro que me recuerda.
Asoma su rostro a la ventana redonda y posa la vista sobre la calle
empedrada para ver mis pasos que no volverán a caminar, firmes,
calles empedradas. En el tapete de la puerta no se encontrará
nunca más su gata la Camelia, ni yo sobre el sillón de
leer que ahora es de ella sola. Una vez que se deshizo de mis cosas, no
ha escrito ni llamado a casa. Dudo enormemente recibir otra llamada
suya; la única mujer que ha soportado desplantes e infidelidades
lo hace por las noches, con miedo de ser Ana quien levante el auricular
y quien habite de nuevo una habitación que espero deje
atrás pronto el desgarro de los veintiséis años
con los que todavía cuento.
Olaf Ramírez
Robles nació en la Sierra Norte de Oaxaca en 1979. Narrador y
dramaturgo. Cursó el diplomado en creación literaria en
la Escuela de Escritores de la SOGEM, ciudad de México. Es
integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central
de Oaxaca y fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes,
en su estado, por Letras. Este relato es una versión narrativa
de la obra dramática que realizó gracias al apoyo del
FOESCA en 2005. Ha publicado en la revista Cantera Verde.
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