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El edicto de Calver
Miguel Guerrero



Los papeles de la casa se hicieron cenizas. Sólo quedaban espigas volando al transcurrir ese caluroso sueño. Despertaba agitado con la garganta reseca. En los anaqueles no existía una sola garrafa llena de agua. ARDOR en sus ojos y memoria.

   La noche de ayer aún no terminaba, por ello los estragos oscuros permanecían en la piel. Su cabaña se convirtió en algo tan vulnerable a la pradera. Los años, ríos amargos que lo circundaban, como el que fluía alrededor. La mañana ardiente y el cielo ebrio hendían las llagas de su carne. Dios se alejó del pan, también el vino se evaporó para siempre.

En la galera los sonidos se repetían y transformaban en otros más; más que blancos, mortecinos, crucificados por algo casi infernal.  ¿Qué habría que decir sobre los restos y huellas? ¿Por qué las máscaras seguían en su sitio y olía tanto a cera?

  La incandescencia hizo cambiar de horizonte al Sol, a los hombres y las pocas raíces. Ápices que asomaban por el cuero cabelludo hasta desvainar en el pubis. En el resplandor Ellos se presentaban con máscaras y sombras; de frente, siguiendo la extraña ruta, sobre polvo y desolado humo.

2

Paños que colocaba en su frente adornaban su curiosa embestidura: afasia en su boca, ojos y piel muerta. En la altura las aves macabras, sobrevivían como ideas voraces que nunca cruzaban el río.

   El día volvió a anunciarse y la cabaña seguía seca como todo el entorno. La fiebre volvió a causarle estragos. Viró su mirada: el reloj, las sillas, el armario; TODO apolillado. Escuchaba los sonidos de las cabras, mientras recordaba aquella hierba fresca, el fulgor, los colores, el olor a la tierra húmeda, las grandes rocas y el resuello del viento.

   Ocurrían las cosas con celeridad. Miró el terciopelo de la mesa hecho trizas. Respuesta: otoño. Un año perdido. Los resquicios presentes le produjeron una enorme impotencia; el retrato de las noches, como el elixir que existía en ellas, acariciaban esa textura.

3

Subiría la afluencia del río conforme la fiebre proseguía. Hizo lecturas de todo; del viento, la iluminación, el frío. Escucharía las voces y limpiaría su hocico en el agua; contempló la otra parte de su rostro. Un otoño, otro año y dos horas más. ¿Qué tan importante se consideraba el tiempo en una pradera disforme y alejada como ésta?

   Prosiguió con la jornada, se rascó con las pezuñas y colocó los granos en la balanza, mientras proseguían los ecos. Tal vez se trataba de aldeanos que peregrinaban.

El río iba cuesta arriba y el sol desaparecía.

Con minuciosa precisión, calculó la posición exacta con el astrolabio. Los hombres hicieron ronda como las cabras. Nervioso, sacó bismuto de una botella y lo aplicó alrededor de su trompa. Esperó un momento, llamaron a la puerta, se trataba de Calver.

Diógenes abrió la puerta, Calver estaba más arrugado que de costumbre y con el cabello cenizo. Frunció el ceño.

— Pasada la Centuria, los jueces han anunciado la ejecución de Catari.

— Aquellas, son injurias que en amargas voces se propagan.

— Mi señor— dijo inclinando su sombrero de picos—es deber mío informarle. Pronunciando eso, entregó el pergamino que anunciaba formalmente su ejecución.

   Calver esperó. Diógenes abrió la bóveda y extrajo las monedas para comprar los servicios del mensajero. Unas cuantas dracmas sirvieron para el fin.

— Gracias mi señor -mencionó con el hocico babeante. Calver envejeció tanto, se movía con torpeza dando estornudos. Le causó lástima ver cómo el antiguo fiscal se había convertido en comerciante y más tarde en un estorbo. Él tampoco salió ileso de tales menesteres, comenzaba a decrecer y su carne se arrugaba a un ritmo frenético.

    Al irse Calver, se escucharon los sonidos de las bestias. La Semana Negra habría empezado y el pueblo esperaba ver castigado un hereje.

    Catari fue acusado por los monjes de San Freitas de practicar hechicería y saquear tumbas. Muchos huesos fueron hallados en su casa junto con manuales antiguos. Todo fue quemado, menos su cuerpo que aguardaba el día de la ejecución. El sentenciado era un sabio y no un loco como se hizo creer; hablaba tres lenguas: el arameo, la alquimia y la astrología.

    Con carácter desabrido procedió a leer el manuscrito que dejó el mensajero.  Un edicto que anunciaba la ejecución de Catari para finales de la Semana Negra, firmado por el fiscal Lucayas. En realidad se trataba de que el acusado fuera el ludibrio del pueblo. Diógenes sabía que él podía ser el próximo. Lo rondaban presagios inducidos por la fiebre, creyó que algún día ya no vería el Sol.

    Concedió, el tiempo regresó a sus manos. Bajó al pueblo, tocó puertas, crucifijos y el lugar parecía muerto, quería provocar una indulgencia antes del fin de Catari. Tenía colocada su antigua máscara, reconoció aquellas caras, la galería de espejos, el resplandor que nunca bajaba, los pastos secos. Le produjo angustia el osario de la periferia, las penurias de los labriegos en medio de tanta miseria. Aspiró y sacó vapor de su hocico; se reflejó en los espejos, su piel negra palidecía irremediablemente. Cada puerta, a cada paso se escurría. En los muros pendían manuscritos, las bestias rodeaban la plaza. En pleno caos sintió un soplo. Quien sería ejecutado no era Catari…





Nació en el Distrito Federal, en 1981. Estudió en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Dirige el suplemento cultural “Texturas”.
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