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Bibliófagos
Oscar Escoffié Padilla


 

Aquel anciano librero del centro de la ciudad abría su accesoria de lunes a viernes de diez de la mañana a las siete de la noche en conocidísima calle adoquinada, de antiguas y elegantes construcciones con joyerías, casas de cambio, tiendas de ropa y otros negocios muy concurridos.

      “Así que lo hacía porque según usted no le alcanza con lo que le pago ¿no? ¡Sigan revisándolo!”

      Su única actividad era atender a los clientes que buscaban libros caros, raros o enciclopedias importantes; los solía conducir al primer piso de su tienda por estrechos y apenas iluminados pasillos flanqueados por cientos o miles de libros, y ya escalada una crujiente serie de peldaños madereros, enseñaba y ofrecía presumiendo una incalculable cantidad de volúmenes datados con fechas sumamente diversas, repartidos en libreros formadores de un verdadero laberinto en el cual, antes de que pasara un largo rato, era necesario salir pues la poca circulación de oxígeno causaba jaqueca. Pero como no eran demasiado frecuentes los clientes que requerían tal atención, el señor se la pasaba leyendo dentro de su pequeña oficina, mientras los empleados se encargaban de los cotidianos quehaceres.

      “−Pero ¿verdad que no me va a acusar con la policía mi jefe? ¡Yo le pago poco a poco todo!”

      “−¡Pagarme usted! ¡No tiene vergüenza! ¡No podría pagarme ni en años! ¡No tiene ni en qué caerse muerto! ¡Y ni modo que con su trabajo... su vil ayuda cualquier hijo de vecino la puede realizar, y mejor; además sería sólo exponerme a quién sabe qué otras mañas!”

      Leía y leía el viejillo experimentado en la salomónica razón de “El hacer muchos libros no tiene fin, y el aplicarse mucho a ellos es fatigoso”, pero no encontrando cosa mejor qué hacer, impenitente consolaba su desequilibrio con la máxima alfonsina del rey de Aragón, a quien no perdía oportunidad de citar: “Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor o la esperanza les impiden decirme lo que debo de hacer”.

      Así, una mañana se embebía con la trama de cierto relato: Un velador había descubierto en sus andadas por la empresa a cuidar, un insospechado acceso a uno de los talleres. De modo que, noches después de la primera ocasión en que osó compenetrar al sitio para únicamente salir nervioso a seguir con su ronda, se animó a incursionar de nuevo, ahora más tranquilo y tomándose su tiempo. Había visto los materiales de trabajo, los equipos de protección industrial y las herramientas. Cuando se llevó las pinzas de mecánico y a la siguiente noche se presentó a trabajar sin ser reclamado de nada, se sintió absurdamente dueño de una astucia enorme, una ventura sin igual y un futuro emocionante así como poco más remunerado luego de realizar con alguien lo que sustrajera, cosa que efectivamente hizo. Pero con lo que no contaba, por obvio que hubiera sido calcularlo, era con que el encargado del taller había pasado un reporte desde la ocasión primera en que notó faltaba herramienta, y así diario hasta que, convencidos los jefes de que el ladrón debía ser alguien de fuera del taller, quizás el velador, quien negó saber absolutamente nada cuando se le cuestionó al respecto, tendieron una coartada.

      En la narración el lector supo exactamente de qué forma se descubrió al ladrón, cómo lo esculcaron y trataron con dureza merecida; de las inútiles súplicas para no ser entregado a la policía y dizque pagar poco a poco todo lo robado. E inevitablemente el lector también pensaba inquieto en sus propios empleados, aunque eran pocos, principalmente en el aseador que todas las mañanas recorría los rincones de la librería para cumplir con su deber. Era un joven universitario que se iba después de unas cuantas horas de labor, pues tenía que atender lo escolar. ¿Y si era ladrón?

      De hecho cualquiera puede ser. Pero allá arriba nadie cuida y prácticamente sólo el chamaco sube. Sí, me ha de estar llevando al baile con los libros... Fácil puede vender lo que se lleve allá donde las librerías de los usados aunque le malpaguen mis carísimas piezas.

      Una calentura atizada por los pensamientos invadió desde adentro al viejito que no soltaba aún el texto leído pese a que ya ni lo miraba tras sus poderosos lentes.

      Uno se compadece cuando vienen a pedir el trabajo y pagan traicionando la confianza.

      Se levantó de su asiento cerrando de golpe el libro y vio el reloj.

      Ahorita todavía debe estar aquí el desdichado. ¡Pero va a ver!

      Salió firme de su oficina con rumbo al escritorio de una energúmena y menopáusica mujer -aunque zalamera con el dueño- quien dirigía la empresa en ausencia de aquél.

      −Dónde se encuentra el... este jovenzuelo que limpia.

      −Arriba, señor. Ya ve que primero hace aquí los baños y luego allá arriba antes de irse -explicó la subjefa, extrañada.

      −¡Lo sabía! -exclamó el mandamás con el brazo derecho extendido, y señalando hasta el suelo con el dedo índice repetidamente mientras añadía-: Háblele en este mismo instante a ese ratero.

      El diálogo, que no pasó desapercibido por los atendedores de mostrador ni por los pocos clientes allí reunidos, provocó en unos miedo y en otros expectación. Nadie sabía a causa de qué el patrón de pronto había salido de su casi perpetuo lugar, solicitando al simpático y hacendoso muchacho de limpieza, que además de trabajar estudiaba. Todos, menos la vieja que se levantó de su lugar en pos del requerido, fingieron no haber escuchado nada, y, antes bien, apuraron cada uno lo que hacían; ¡no fuera a ser la de malas!

      El buscado apareció lento y desconcertado, seguido de la enviada, en la esquina del pasillo que llevaba a la escalera. Traía una escoba vieja en las manos moviéndola cual péndulo en vista de sus nervios, pues sin enterarse de nada aún, sospechaba algo andaba mal.

      −¡Revíselo! -ordenó el jefe a la señora que incluso siendo como era de furiosa, ahora, experimentando cierta pena y hasta ternura por el joven, le pidió con suavidad:

      −Dame la escoba y quítate la chamarra, hijo.

      −Qué pasó señor, no va usted a creer que traigo algo que no… -dijo tímido el muchacho.

      −¡Cállese! ¡Haga lo que le dijeron!

      Los rostros cercanos ahora sí estaban sobre la escena, algunos reflejando indignación por la forma en que se estaba ventilando el asunto.

      El mozo se quitó lo pedido. La empleada, sin tener conocimiento de exactamente qué buscaba, exploró acá y allá la prenda encontrando sólo una portacredenciales de vinyl que enseñó al viejo, quien dijo ansioso:

      −¡Libros, libros! ¡Vea si no trae alguno escondido ahí!

      −En verdad que no traigo nada señor... -expresó el esculcado con las manos arriba.

      −No, no trae más que esto que ya vio usted, señor -añadió prudente ella.

      −¡Ahorita no, pero de seguro se ha estado llevando volúmenes de este lugar! ¡No crea que si estoy viejo estoy tonto! ¡Si no llamo a la policía es porque nomás no le encontré nada, pero está usted despedido! ¡Y ni crea que le voy a pagar los días de esta semana trabajados; va a ser como compensación por quién sabe cuántos libros que o ya vendió o tiene usted en su pocilga! -arengó el librero y, dirigiéndose ya de nuevo a su oficina completó, moviendo rápido una mano de arriba a abajo del extendido brazo, indicando que se fuera el aludido:

      −¡Desaparezca de este lugar por favor!

      La gente que antes del espectáculo preguntaba, compraba o veía, se apresuró a salir del lugar en cuanto el dueño quedó encerrado. En silencio la señora que lo esculcó le devolvió tímida la chaqueta al exempleado que, inmóvil y con el rostro pálidamente desencajado la recibió. Parecía que lloraría en cuanto se repuso la prenda, por lo que uno de los trabajadores del mostrador, en voz baja y en camarada le dijo:

      −No le hagas caso, hombre. ¡Ya parece que le vas a estar robando algo! ¡Tú nomás échale ganas!

      −¡Se pasa! -se dejó escuchar de otro empleado, también poniéndose del lado del corrido.

      −Sí -nada más pronunció el acusado terminando de subirse el cierre de la chaqueta y se despidió con un “Ai nos vemos”, agachada la cabeza. La señora dijo: “Que te vaya bien”, y todos, compadecidos, lo vieron alcanzar la calle perdiéndose entre la muchedumbre del Centro.

      Lo bueno es que todavía no me metía el libro en la chamarra, que si no, me va peor. Pero, ¿cómo se enteraría el viejo de que me clavaba sus libros? No creo que los dos de abajo se dieran cuenta alguna vez...

      Después de unos minutos, en la librería, el jefe se lamentaba de haber despedido al joven de la limpieza, de haber sido tan grosero. Siguió leyendo el libro que había abandonado y reanalizó que, después de todo, el personaje confesó e incluso sugirió cómo pagar lo saqueado. Su exempleado no, ni lo descubrieron; además era estudiante, lo que desde que lo contrató le pareció bueno; limpiaba bien.





Nació en la ciudad de México en 1972. Desde 1993 ha colaborado con textos periodísticos y literarios en diarios, revistas, televisión, radio e internet. Ha coordinado talleres de literatura, y es autor del poemario La danza del cuervo (Editoriales Keal y Editorial Ciudadana, prólogo de Roberto López Moreno), fue subdirector de la revista Xilote y director de RealidadEs.

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