Un
pájaro sin luz
Horacio de las Carreras
Después,
qué importa ya el
después
toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado.
Homero A. Expósito
El teléfono ha vuelto a llamar: la voz de
Verónica se despliega desde la cinta del contestador hacia
las paredes y el cielo raso, esquiva el desorden de los frascos de
pintura y se detiene frente a mí, inmóvil,
cercana:
—Pablo
... contestame Pavel ...
¿estás ahí?
El resto del
mensaje revela ansiedad y
desesperación. Enciendo un cigarrillo y me dejo atrapar por
la nube espesa que crece a mi alrededor junto a esa pesadumbre de
palabras. Algo debo hacer para liberar la opresión que se ha
instalado en mi pecho al aspirar el aire viciado o al mantener un
diálogo imaginario. Coloco el pincel sobre la repisa del
caballete y abro las ventanas; el aire fresco de la primavera me
reanima. Aprovecho para caminar unos minutos y vuelvo a concentrarme en
el retrato inconcluso de la señora Maciel. De pie frente al
caballete, con una espátula y un trapo húmedo de
trementina, remuevo un rasgo desmesurado en la expresión de
la mujer; a fin de cuentas, a la señora Maciel
sólo le preocupa mi firma al pie de la pintura antes del
viernes y que los colores -azul de cobalto para su capelina, una
gradación de grises en las solapas de su vestido- no
desentonen con los sillones de su departamento.
Un nuevo
llamado me interrumpe: la
insistencia de Verónica es incómoda, inquisidora;
le alcanza un gesto para acosar a su presa, apenas unas palabras para
amenazar mi voluntad. A Mate lo han internado en el Hospital de
Clínicas. Coma irreversible. La voz de Verónica
asecha y otra vez en esta noche un claro temor despierta en
mí el deseo de escapar.
A principios de mayo; recuerdo la fecha y el lugar:
Galería
Krets, en Palermo Viejo. Me sorprendió verlos.
Después del incidente del verano anterior en el departamento
pensé que ellos evitarían cualquier encuentro;
tal vez por eso decidí no invitarlos a la
presentación. Verónica se adelantó a
mi pregunta: dijo que se habían enterado leyendo la noticia
en los diarios y me felicitó sin mucho entusiasmo. A ella
nunca le gustaron mis pinturas: demasiado grandes para ser colgadas,
demasiado heroicas -utiliza esa clase de adjetivos para esconder una
forma sutil de desprecio- y demasiado crueles. La imagen de una
Verónica joven posando sin ropa no era muy diferente a la
mujer de esa tarde en Krets. Todavía conservaba la
expresión firme y en suspenso que inspiró los
primeros bocetos en mi época de estudiante y el
espíritu altivo que encierra un enigma difícil de
resolver. Mate, en cambio, tenía entonces la piel
descolorida por la enfermedad, el aliento ambarino y los labios
desbordados por una saliva espesa. Caminaba apoyándose en un
bastón -una elegante pieza de ébano con una
empuñadura de plata en forma de águila- con pasos
lentos y armoniosos, preservando la fragilidad de sus huesos
descalcificados; nadie podía imaginar que apenas alcanzaba
los cuarenta años.
Actuamos
como si nada hubiera sucedido entre
nosotros. La conversación navegó por rumbos
inciertos evitando mencionar la enfermedad de Mate, hasta que alguien
nos interrumpió para presentarme a la señora
Maciel, una coleccionista interesada en mis trabajos.
—Te matará Pavel, te pudrirá por
dentro, ¿no ves?, ¿no te das cuenta? Mi piel ya
huele a carne podrida; el olor de la muerte. Y ella –dice
señalando a Verónica- también tiene
ese olor. Por eso adora los perfumes.
Mate se ha
despertado. Me pregunto
cómo pudo levantarse de la cama sin ayuda. Apenas alcanza a
mantenerse en pie apoyado en el marco de la puerta, así, con
un temblor de fiebre y envuelto desordenadamente en una
sábana. Arrastra la mirada hacia nosotros con la misma
lentitud con la que pretende agitar sus brazos, pero no logra dar
énfasis a su cólera. Miro el reloj: han pasado
las tres de la mañana.
Verónica intenta calmarlo:
—Por
favor no se te ocurra gritar.
No es lo que pensás.
La
observación de
Verónica brota fuera de contexto, una línea
insípida de un melodrama. Hay un rencor contenido en la
respuesta de Mate:
—Una
mierda. Ni sabés
en qué estoy pensando.
La
sábana se desarma y cae al
piso. Vemos a Mate desnudo, el sexo apagado le cuelga sin pudor. Su
cuerpo parece dudar mientras se sienta frente a nosotros, amarillo y
frágil, con la cabeza volcada hacia la izquierda y las
piernas cruzadas. “Me han vestido de
ángel” -murmura. La transpiración ha
recorrido su frente y sus mejillas, y las gotas de sudor resbalan desde
el mentón hacia la alfombra. Una débil mancha
circular comienza a formarse a sus pies. Abstraído de su
condición, nos interroga:
—¿En mi casa,
Pavel?… Diez años sin vernos, sin tener noticias
tuyas, ...y te presentás así, sin anunciarte,
...ahora ...en mi propia casa... Diez años ¿me
han estado engañando todo ese tiempo?...
Engañar... ¿creen acaso que eso importa?
Se esfuerza
en soltar una carcajada pero
sólo logra producir un sonido artificial. Con la punta de
sus dedos recorre el contorno de la humedad sobre la alfombra.
—Es
cierto
–continúa- no tiene importancia alguna. Hoy por la
tarde fuiste muy amable conmigo, Pavel. Te lo agradezco.
Extrañamente se ha calmado. O
simula haberlo hecho. O, quizás, ni siquiera sabe que ha
despertado: la línea de sus párpados se ha vuelto
tenue y ausente.
—…
y ahora acabo de ver
cómo Verónica se insinuaba. La vi
acercándose, desabrocharse el camisón y dejarlo a
un costado ... la vi sentarse arriba tuyo, Pablo, arriba,
ofreciéndose ... todavía es una mujer hermosa
¿no te parece?
Prefiero no
responder, cualquier
contradicción podría irritarlo.
Verónica, sentada en el sofá, se cubre la cara
con vergüenza.
—Decime, Pavel, ...¿la
encontrás cambiada?... el corte de pelo…
sí, …pero no te vi rechazarla, al contrario, tus
dedos respondían a sus pedidos, le recorrían las
caderas, los muslos. Hermosa; los muslos como tenazas. Siempre fue
así.
Algo lo
detiene, tal vez una
reacción de dolor o incomodidad. O el cuarteto de cuerdas de
Hindemith y su scherzo abrumador. Cuando recupera el aliento ese
reflejo se extiende a sus palabras:
—Te
matará, Pavel, te
clavará un cuchillo en ese lugar invisible del alma.
Siento
lástima por Mate. Se ha
perdido en los desiertos de su alucinación. Sospecho que
Verónica le suministra a escondidas raciones adicionales de
morfina.
—¿Alguna vez has
concebido el vacío como algo tangible, instalado
acá -Mate se toca el pecho- por varios días? ....
Ya lo sentirás, Pablo, pronto lo sentirás... el
vértigo comienza a acelerarse y no se detiene... nunca, no
se detiene… profundo y certero, invisible… aunque
de nada sirve prevenirte.
Señala a Verónica con
la misma mano que antes se ha llevado al pecho:
—Ella
se ocupa de esas cosas. Es
infalible. Puede arrancar el corazón de un animal con
sólo proponérselo... ¿para eso
volviste Pavel?… ¿no podrías haber
escapado?
Una sonrisa
insípida se ha
dibujado en su boca. Verónica se acerca y lo cubre con la
sábana. “Es una pesadilla, Mate” -le
dice mientras lo rodea con sus brazos. Casi sin darme cuenta, me separo
de ellos y apago el volumen de la música de Hindemith. A mis
espaldas la persuasiva ternura de Verónica
continúa ocupándose de Mate: “un mal
sueño” –insiste. Mate se recuesta sobre
su mujer y comienza a gemir; es un sonido leve, sin fuerzas,
interrumpido por balbuceos y movimientos reflejos. Cuando su
respiración se torna más profunda -un suave
ronquido que sólo podemos percibir por el silencio que nos
rodea- Verónica me pide ayuda para llevarlo a la cama. No
tengo dificultad para levantarlo; Mate permanece quieto, en
posición recogida. El peso de su cuerpo no guarda
relación con su tamaño. Antes de llegar a su
cuarto, la amortiguada voz de Mate rebota hacia mi pecho:
—Todavía
estás a tiempo, Pavel, ... escapar …
¿llamamos un taxi?
Poco antes
de que Mate irrumpiera en la sala
yo me recostaba a lo largo del sofá, con las piernas
extendidas y la cabeza sobre uno de los almohadones. Intentaba sin
éxito poner en orden mis ideas después de la
velocidad de un largo día, revisaba los acontecimientos en
sentido inverso, un inútil desandar de los caminos
recorridos. Había respondido al pedido de
Verónica a pesar de los años sin vernos, me
había compadecido de su situación sin dar
importancia a mis rencores, a mi decisión de apartarme,
había, como ellos, aceptado la nostalgia del reencuentro.
Pero desconocía la razón de mi comportamiento
distante y cuidadoso, de una rara forma de temor que fue creciendo con
la sucesión de las horas sin causa aparente. Hubiese
preferido no quedarme a dormir, pero no hubo manera de rechazar la
invitación. Esa noche me venció la fragilidad de
Verónica, su obstinada forma de pedir ayuda sin provocar
lástima. En eso pensaba cuando ella apareció con
la excusa de no poder dormir. Vio que yo tampoco dormía sino
que fumaba a oscuras y me pidió un cigarrillo. El sabor del
tabaco le produjo rechazo.
—Todavía
fumás esta porquería -dijo.
—Todavía.
—¿Te
acordás? Aquella vez en Las Artes, frente a la Facultad.
Prometiste cambiar de marca; en Brasil te habías
acostumbrado a los cigarrillos negros.
Su
comentario no merecía
respuesta. Era una de esas preguntas que sólo pertenece a la
intimidad del pasado y que agitan la memoria para iniciar una
conversación que debería evitarse. Nos quedamos
un rato en silencio. Después, ella propuso a Hindemith; a
los tres nos fascinaba su cuarteto de cuerdas. “La
poética de la desolación”
–recordó Verónica. Era nuestra
definición de Hindemith. A través del ventanal,
el escenario de la noche nos devolvió la quietud.
—Me
equivoqué, Pablo.
Los tres nos equivocamos. Nos hemos estado lastimando sin saberlo
durante todos estos años.
Entonces fue
que Mate entró y
desencadenó su delirio: Verónica se
había sentado junto a mí en el sofá,
tuve que acomodar mis piernas para darle lugar.
Cuando Verónica regresó de recoger a
su hija en
la Academia ya eran las nueve de la noche y creí prudente
despedirme. Matías me detuvo con un gesto
distraído y no dio importancia a mis excusas;
continuó con su anécdota del agregado comercial
de Rumania enamorado de una prostituta. Parecía cansado,
pero su ánimo se mantenía ágil. Desde
la cocina surgió la pequeña Lucía
llevando un recipiente con cubos de hielo y, detrás de ella,
Verónica con una bandeja casi tan ancha como sus brazos
extendidos. La niña besó a su padre, me
entregó las servilletas de papel sin mirarme y
salió corriendo avergonzada. Mate seguía con su
historia inverosímil:
—... y
entonces descubrieron que
era menor de edad ¿te das cuenta?
—¿Quién?
—La
putita de la embajada.
Volví
a distraerme al ver a
Verónica preparar gilmet: hielo, gin, lima, un toque de
azúcar y una rodaja de limón. Fuerte y
refrescante, ideal para el calor del verano en Buenos Aires. En otro
tiempo esa mezcla había formado parte de un rito entre
nosotros.
—A los
funcionarios de la embajada
les fue imposible tramitar la nacionalización. El agregado
comercial, un tal Mevor o Trevor, fue trasladado a Bucarest sin mayores
explicaciones.
Ofrecí a Mate una falsa sonrisa
de complicidad para simular que había entendido.
Verónica intuyó mi desconcierto y se
apuró a entregarnos los vasos proponiendo un brindis:
—Por
la próxima
–dijo con solemnidad.
Luego
comenzó a reír y
su risa nos contagió.
—¿Tus cosas?
-preguntó Mate.
Hacía
cuatro meses que no
tenía un trabajo fijo, mis alumnos escaseaban y ocupaba mi
tiempo en la preparación de la muestra en Krets para
mediados de otoño, probablemente en mayo, nada importante,
en épocas de crisis a nadie le interesa comprar pinturas y
yo no era optimista, así que preferí responder
que muy bien, todo en orden. Los tres nos quedamos sin mucho
más que decir. Los años no habían
transcurrido entre nosotros, o lo habían hecho con tal
rapidez que aún cuando nos encontrábamos en otro
lugar, con nuevo decorado y nuevas ropas -ahora vestíamos
con la formalidad de las personas maduras- nada nos resultaba
extraño.
—Estoy
como la mierda, Pavel
–confesó Mate.
No supe
cómo responder.
Dejé que hablara de su enfermedad y sus dolores, y de la
rara experiencia de haber estado ciego y recuperar la visión
en pocos días. Recordé entonces el
diagnóstico que esa tarde nos diera el Dr. Iparraguirre:
tumor cerebral irreversible. Lo he percibido en otras situaciones y no
deja de sorprenderme: en los enfermos terminales conviven la conciencia
cercana de la muerte con la secreta esperanza de sobrevivir. Tal vez
por eso adquieren un carácter irritable ante la menor
dificultad. En el caso de Mate, la idea del cáncer se
había convertido una molestia que debía aprender
a sobrellevar.
Verónica trajo una tortilla,
ensalada de apios cortados en rodajas finas y queso francés.
Comimos de la misma fuente, sin utilizar los platos ni los cubiertos,
repitiendo una ceremonia olvidada. Cerca de la medianoche Mate
sugirió que me quedara a dormir. Mi primera
reacción fue negativa, pero un ruego escondido en su forma
de pedirlo me hizo cambiar de idea. O fue Verónica, el
silencio de Verónica. Acompañé a Mate
hasta su dormitorio y lo ayudé a desvestirse.
Dormía desnudo; el roce del pijama le impedía
conciliar el sueño. Mientras lo acomodaba no dejaba de
pensar en el hombre que alguna vez cubrió a nado ocho
kilómetros en mar abierto con el único
afán de ganar una apuesta. Verónica se
acercó a una mesa junto a la cama y de un cofre
estañado extrajo dos jeringas descartables y una ampolla de
vidrio.
—Hasta
siempre, mis amigos
–bromeó Mate.
Verónica le aplicó la
inyección y en pocos minutos su marido se
sumergió en un sopor de ojos abiertos y la mirada sostenida
en un punto incierto de la habitación.
Al regresar del consultorio, poco antes de las seis,
acompañé a Verónica hasta su
departamento. Antes de entrar al edificio se detuvo para disculparse
por sus lágrimas: “parece una pelea de
novios” -dijo mientras sacaba un pañuelo de su
cartera. Me retuvo del brazo cuando intenté despedirme con
un beso formal:
—Podrías subir. A
Matías le gustará saludarte.
Nada
respondí, pero ella
intuyó mi duda.
—Al
menos conocerás a
mi hija.
El
departamento era amplio, luminoso, un
décimo piso en Palermo, frente a los jardines del Rosedal,
de una elegancia nueva y despojada, pintado con colores
pálidos y decorado con objetos traídos de viajes
a lugares exóticos de nombres impronunciables, entre ellos,
una reproducción artística del garrote vil, el
instrumento de tortura que propagó la inquisición
española, y un juego de té con incrustaciones de
nácar que, según Verónica,
había pertenecido al último Virrey de la India.
Frente a la chimenea, una mesa de acero pulido que aparentaba
sostenerse en el aire, rodeada de tres sillones idénticos
tapizados en cuero crudo. Verónica me guió por un
largo corredor que desembocaba en una sala íntima en donde
convergían las habitaciones.
—Desde
que Mate enfermó
duermo con Lucía -me explicó al mostrarme el
cuarto de su hija con una cama adicional que no correspondía
a la decoración.
Fue para
ella pensar en Lucía y
recordar que su hija la esperaba a la salida del curso de
inglés en la Academia. Con una nerviosa disculpa
Verónica me dejó a solas por unos minutos.
“No te preocupes, vuelvo enseguida. No es lejos.”
El sol desprendía el calor sostenido de los veranos en
Buenos Aires y una tibia brisa se filtraba por los ventanales del
departamento. Me distraje revisando los libros de la biblioteca, en
donde encontré un álbum de fotos y un dibujo a
mano alzada de Verónica y regresé, sin quererlo,
a un balcón del cuarto que en nuestra juventud
alquilábamos en Congreso, a los pómulos
diagonales de Verónica y la línea irregular de
unos labios abiertos, marcados por un gesto inconcluso. El reflejo de
la luz del atardecer descomponiéndose sobre la arboleda de
Palermo me mantuvo encandilado, con la memoria
desordenándose en ese fulgor, hacia atrás o hacia
nosotros. Me pareció ver la figura de un pájaro
recortada en la soledad del parque.
—Nunca
alcanzará su
destino –dije en voz alta.
Recién en ese momento me vi como
un intruso. Debía evitar sorprender a Mate con mi presencia;
no tenía una explicación razonable para estar
allí, en su casa a solas, después de tantos
años. Había decidido dejar una nota de despedida
cuando Mate abrió la puerta y se alegró de verme.
Éramos tres: Verónica, Mate y yo.
Siempre juntos.
Para los demás no estaba claro si éramos amigos,
hermanos o compañeros de estudio; para nosotros ninguna de
esas hipótesis era la correcta pero nada tenía
importancia entonces. Verónica era nuestra novia:
hacíamos bromas con eso. A veces caminábamos los
tres abrazados por la calle, incluso llegamos a besarnos para
escandalizar a algún curioso. Nos acostumbramos a dormir
juntos, y si por alguna razón alguno faltaba, los otros dos
nos sentíamos solos.
A fines de
los ochenta obtuve una beca para
estudiar en la Universidad de San Pablo, en Brasil. Era mi primer
trabajo importante y festejamos con una borrachera que nos
duró todo un fin de semana. Todavía me quedan
rastros de esa fiesta: no he vuelto a probar el ajenjo desde entonces.
Dos años más tarde recibí una carta de
Verónica que me anunciaba su embarazo y su
próximo casamiento con Matías.
El taxi se detuvo frente a un edificio de dos
plantas y puertas
vidriadas con herrajes de bronce, a pocas cuadras de la
Abadía de los Benedictinos. Durante el trayecto desde las
Artes, Verónica había permanecido en silencio,
con la frente reclinada en el vidrio de la ventanilla y sus manos
entrelazadas con las mías. Una recepcionista de uniforme nos
invitó a pasar a una sala de espera refrigerada en exceso:
diplomas colgados en marcos dorados, premios de la Sociedad de
Oncología, revistas con las portadas gastadas y sillones
incómodos. El Dr. Iparraguirre salió de su
consultorio y nos hizo señas inconfundibles. Al pasar a su
lado percibí un fuerte olor a lavanda. Un hombre parco, de
rasgos impersonales, nos explicó con pocas palabras y como
si se refiriera a un desconocido que por las características
del tumor de Mate y los resultados de los últimos
análisis, no resultaba aconsejable la cirugía y
que el tratamiento de rayos tampoco era efectivo en estos casos.
Verónica lo interrumpió con una pregunta, la
única cuya respuesta podía interesarle.
—Cuatro meses, seis si reacciona
bien a la quimioterapia. No es posible establecerlo con seguridad. Se
trata de un tumor agresivo, yo diría incontrolable.
Caminamos
hasta la Plaza de las Barrancas.
Fue la primera vez que vi llorar a Verónica. Las
lágrimas desbordaban sus ojos sin que por eso dejara de
hablar. Los síntomas de la enfermedad -una ceguera
temporaria y dolores intestinales que le provocaron vómitos-
se habían manifestado durante una crisis matrimonial en la
que habían discutido la posibilidad del divorcio. Ese
recuerdo la terminó de quebrar: cuando la abracé
dijo que nunca esperaba que fuera a suceder tan rápido y que
sólo deseaba para Matías una muerte inmediata,
ese mismo día si fuera posible. Entonces no
comprendí si sus sentimientos eran de culpa o de dolor.
Supe de la enfermedad de Mate por un llamado
inesperado que
interrumpió diez años de silencio. A
Verónica le sorprendió que reconociera su voz; a
mí, en cambio, la ausencia de rencor en mis respuestas. Nos
encontramos esa misma tarde en Las Artes, frente a la Facultad de
Derecho. La elección del lugar no fue casual:
allí nos citamos a mi regreso de Brasil y mantuvimos una
larga conversación a la que habíamos considerado
una despedida.
Dos cosas
siempre me cautivaron de
Verónica: la desarmonía natural de sus
movimientos y el lenguaje directo y despojado cuando explicaba un
problema que era incapaz de resolver. Ninguna de esas cosas
habían cambiado en ella. Matías Rovira
tenía cáncer. Tumor cerebral. Lo dijo mientras
dejaba de revolver su café y se abandonaba a la inevitable
de tristeza: los puños cerrados y tensos y una sonrisa de
resignación dibujada en los labios.
Con pocas
palabras resumió su
matrimonio: el nacimiento de Lucía, el éxito de
Matías -de promotor de inversiones a ejecutivo de finanzas
de una agencia bursátil- los nuevos amigos, las vacaciones
en Europa, la apariencia de una vida feliz. Verónica siempre
habló con una dulzura embriagadora aún en
situaciones difíciles. Esta vez no hubo diferencia: a pesar
de las noticias de la enfermedad de su marido, confesaba sin pudor que
en algún lugar el matrimonio se había endurecido
hasta asumir la condición de enemigos que se buscan sin
pasión.
—La
distancia entre nosotros
comenzó a crecer, no soy original si te digo que se
convirtió en un abismo con dos desconocidos en cada extremo
haciendo señas para entenderse. Probamos de todo: viajes,
terapia. También pensamos en llamarte pero nos
pareció un exceso de crueldad. Por entonces Mate me fue
infiel, lo sé, aunque no lo culpo por eso; ya ninguno
podía rescatar al otro. Discutíamos la
posibilidad de separarnos cuando le diagnosticaron su enfermedad.
Verónica me pidió que
la acompañase al médico con la excusa de no tener
suficiente valor para enfrentar la situación.
Dejé un billete sobre la mesa del bar de Las Artes y tomamos
un taxi hasta Belgrano. Era un día de verano sin nada
particular: unos tipos vendían flores en la esquina y dos o
tres chiquilines mendigaban entre los automovilistas detenidos a la
espera de una señal del semáforo.
Horacio
de las Carreras nació en Buenos Aires, Argentina, en 1956.
Su novela Fanfarria Dei fue nominada en Argentina como finalista del
Premio Clarín – 1999 y, posteriormente, publicada
por Sudamericana. Esta novela, curiosamente, anticipa de forma
literaria la caída de las Torres Gemelas en Nueva York.
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