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Gordo
Sabio
Ignacio Trejo Fuentes
Para
Jorge López Páez
La parte linda
Puedes jurar que cuando la viste por vez primera no llamó tu
atención su belleza, pues semestre tras semestre los salones
en que dabas clases en la Universidad estaban llenos de jovencitas
lindas. Y seguramente hubiera sido una más de no ser por el
interés que ponía en la clase, manifestado varias
veces al sugerir continuar con el tema en la cafetería.
Tú,
tan hosco en general,
acostumbrado a poner barreras entre el Profesor y los alumnos, y que no
era sino una barrera -reconócelo- para ocultar tu ingrata
timidez, accedías con todo entusiasmo a ir con Araceli y
algunos que al principio se agregaban, porque querían
oírte de cerca. Pronto, las reuniones eran sólo
entre ella y tú.
Tu timidez,
que era un complejo al que
habías renunciado combatir desde hacía muchos
años, se debía a tu enorme gordura. Desde
niño padeciste las burlas de tus compañeritos de
la escuela e incluso los feroces sarcasmos de tu propia familia, padres
y hermanos incluidos. Mientras crecías -en todos los
sentidos: tu estatura se hacía tan escandalosa como tu
obesidad- trataste de imponerte al desorden, te sometías a
dietas de miedo, caíste, aunque no sabías
qué era eso, en un proceso anoréxico que
llegó a mortificar a tus padres. Pero fue inútil,
ni dietas rigurosas ni médicos ni nada pudo contener el
crecimiento de tu anatomía, y al entrar a la preparatoria te
resignaste a ser el Gordo, el Tonel, a llevar como Dios te dio a
entender los chistes, las bromas crueles; sobre todo las burlas. Como
te descubriste inútil para hacer cualquier deporte, porque
tu torpeza generaba más y más episodios y
comentarios ridículos, terminaste por refugiarte en la
música, y sobre todo en la lectura. Detrás de los
libros veías pasar el desfile de chicas hermosas, convencido
de que eran paraísos lejanos, inalcanzables. Tu ingreso a la
Universidad para estudiar Letras acentuó tu inseguridad y
las medidas extremas de parapetarte en la música y la
lectura, sólo que algo como una coraza te impedía
sufrir más de la cuenta: “Qué le vamos
a hacer”, te decías, y tus palabras eran como
bálsamo. Sustituiste tu lejanía de los deportes y
las mujeres con conocimientos que sobrepasaban los
estándares, y te convertiste inopinadamente en un gordo
sabio. El Gordo Sabio, te decían, y advertiste que a esas
alturas ya no había burlas, imponías respeto a
quienes te rodeaban, y de ahí a hacerte profesor una vez
terminadas la licenciatura y la maestría fue cosa
automática.
Tu
relación con las mujeres fue
distante y fría, pese a su abundancia en los salones y en
los corredores de la Facultad, en el campus universitario. Lo
más cercano a ti eran los personajes de novelas o
películas, y debes admitir que envidiabas con rabia no ya a
quien podía poseerlas, sino tan sólo inventarlas.
Tu mente se fue volviendo así un torbellino tempestuoso de
mujeres. Y no sufrías, la verdad es que no
sufrías: aprendiste a acorazarte, y tus únicos
contactos sexuales, incluso el inicial, fueron con prostitutas, las que
buscabas con frecuencia en todos los rumbos de la ciudad, y con quienes
aprendiste las delicias del sexo, aunque pagado. Hacías
comparaciones con los amantes de las historias que leías, o
de los que surgían de las conversaciones de tus
compañeros (no tenías amigos,
reconócelo) y siempre salías ganando: te
considerabas un conocedor de todas la mecánica amatoria, y
te reías de ti mismo cuando al ver a una linda mujer te
decías: “Si tú supieras todo lo que
podría hacerte, enseñarte”. Cerrabas de
tajo tu imaginería y volvías a la rutina:
oír música, leer, dar clases.
Araceli se
acercaba a ti con una naturalidad
pasmosa, como si se conocieran desde siempre, de modo que no te
sorprendiste la vez que te invitó a su casa a comer y
escuchar música. Sabías que vivía
sola, en la colonia Roma, en una casa de aires porfirianos que le
había heredado la familia. Estabas enterado que su
relación con su padre era firme, amorosa, aunque distante,
porque él se movía en un mundo agobiante e
impreciso de negocios (poseía una fábrica de
artículos deportivos, era dueño de un equipo de
futbol y accionista mayoritario de una empresa cementera), y
sólo por milagro podían charlar. Aprendiste a no
tratar de saber más de ella y de su familia desde que tu
torpeza hizo que preguntaras por su madre y respondió, con
gesto imprecisable: “Es una puta, no hablemos de
ella”.
Ese
conocimiento te hizo imaginar tramas
descabelladas en torno a los padres de Araceli, suponías que
se habían separado por infidelidades, traiciones, serios
desequilibrios, y aunque tratabas de cerrar los ojos de tu
imaginación las conjeturas volvían una vez y
otra, en el fondo como una manera de explicarte el carácter
singular de tu alumna.
Reía
siempre, ninguna sombra de
pesar parecía circundarla, y su sentido de libertad y
suficiencia era más que evidente. Esa primera vez en su
casa, en la Roma, fue desconcertante para ti:
¿qué hacía esa chica viviendo en ese
espacio amplísimo más apropiado para habitat de
fantasmas? Porque la casa era enorme, en partes sombría, a
pesar de los cuidados materiales que Araceli y dos sirvientas le
prodigaban. La fisonomía del lugar pareció
cambiar de repente mientras comían y escuchaban
música, y más cuando en la tarde ella
apagó el tocadiscos y se sentó al piano y
empezó a ejecutar piezas bellísimas, suaves,
dulces. Creíste reconocer a Vivaldi, a Schuman, mas de
repente parecía que estabas ante Mozart, o Liszt, o
Beethoven. Te explicó que, en efecto, hacía
mezcolanzas, y rara vez ejecutaba algo unitario. Tu experiencia de
melómano te hizo admitir que tocaba el piano
espléndidamente, y fue sorpresa que dejara a los
clásicos y empezara a acompañarse para cantar
viejas baladas en español y en inglés.
Qué sorpresa magnífica fue su voz: era un arrullo
embelesante. Eso: te embelezó su voz, y cada vez que
terminaba una canción te deshacías en aplausos,
en elogios: estabas de verdad impresionado.
“No es
para tanto”,
dijo, “esto no es más que la aplicación
de un aprendizaje largo y minucioso”. Y como no queriendo te
hizo saber que en casa, siendo niña, cuando vivía
con sus padres, además de ir a la escuela tomaba clases de
música, de idiomas (el inglés lo mamó:
su madre era inglesa). De manera, te hizo saber, que tocar el piano o
cantar no tenía mayor mérito que andar en
bicicleta o nadar. Era noche cuando saliste de su casa, y te llevaste,
para soñar con ella, su voz acariciante. Sentiste, al
despertar al otro día y durante el fin de semana que no la
viste, que algo dentro de ti se había desordenado.
Y sí,
algo confuso
nació en ti, y llegaste a pensar que en ambos, porque desde
la semana posterior las invitaciones a comer en su casa abundaron, y
sin darte cuenta empezaron a salir como si no fueran una simple pareja
de maestro y alumna. Volvió a deslumbrarte la noche que te
llevó a un bar, en Polanco, donde fue recibida con caravanas
de reina por los meseros, por los músicos y por una nutrida
masa de parroquianos que se acercaban a saludarla, felices de verla. Te
presentaba y luego trataba de deshacerse de aquéllos para
darte noticias de la gente que iba a ese lugar: “Me conocen
porque cuando me aloco subo a cantar, y los pobres creen que
están escuchando maravillas”.
Me
sumé al coro de los creyentes
de que eran maravillas cuando impelida por el público
subió al minúsculo espacio donde estaban los
músicos, y con simples miradas, con el lenguaje sutil de
quienes se conocen la acompañaron para cantar Killing me
softly whit his song... y más tarde Those were the days e
Imagine y Yesterday... Y tras cada pieza se desbordaba la apoteosis,
corrían cataratas de aplausos, gritos perentorios: Otra,
otra, otra... Hasta que, sin dejar de sonreír
(sonreía siempre mientras cantaba, y eso sin duda realzaba
el poder de su figura en el escenario, fuera del cual nada
parecía existir, todo se concentraba en ella),
cantó una suave canción en español y
sin más agradeció a los músicos y
regresó a la mesa hundida en aplausos y halagos.
“No te fijes, pasa siempre que vengo”. Bebimos una
última copa y dejamos el lugar: no hubo necesidad de pagar
la cuenta, todo corría por parte de la casa.
Te
pareció extraordinario que no
sólo refulgía y era la reina en ese sitio de
Polanco, sino que sus andanzas incluían bares y antros,
inimaginables para ti, de todos los puntos cardinales de la ciudad. Te
llevó a peñas donde se daban cita adoradores de
la música afroantillana, a lugares donde la salsa era la
madre reina, a metederos de tipos y tipas viejos que vivían
enclaustrados en la música de los años sesenta,
del rock en español. Como si leyera tu pensamiento dijo que
sabía esas canciones porque eran las que escuchaban sus
padres y los amigos de éstos.
Su
relación maestro-alumna
seguía incólume, aunque andar siempre juntos en
la Universidad y fuera de ella desató suspicacias.
“¿Ya vieron qué mujer sensacional tiene
el Gordo Sabio?”, decían unos al mirarlos.
“¿Qué le verá a ese
cerdo?”, conjeturaban otros.
“¿Cómo podrán acomodarse en
la cama?” Cuando escuchaste, de refilón, lo
último, sentiste desasosiego, porque la diferencia de
volúmenes era más que notable. Tu uno noventa de
estatura y tus cerca de doscientos kilos eclipsaban su figura esbelta,
y a pesar de que no era pequeña (te llegaba a la barbilla)
parecía frágil muñeca junto a ti. Y
ella parecía no darse cuenta de las miradas que provocaban a
su alrededor, como si sólo ustedes existieran.
Ese ir y
venir juntos a todas partes te
llenó de inquietud. Lo que ella veía con
naturalidad extrema, te parecía un tanto fuera de lugar y
hasta incómodo. Muchas veces pensaste, cuando estabas lejos
de ella, cómo podrías hacerle el amor si esa cosa
descabellada llegara a ser posible. Y sacudías la cabeza
como tratando de borrarte los delirios.
Hablaban de
literatura, de música
y de cualquier cosa. Se reían de todo, en cualquier parte
hallaban motivos para saber que la vida era buena y dulce.
No
dejó de sorprenderte cuando un
viernes te preguntó si tenías planes para esa
tarde. “¿Qué planes puedo tener si mi
vida la planifica ella, si se ordena en su alrededor?”, te
dijiste. Se trataba de ir a comer a Taxco. Fueron en el auto de ella,
modernísimo, lindo. Y la comida fue exquisita, en un
restaurante situado frente a Santa Prisca. Luego, caminaron por la
ciudad embudo, recorrieron ¡tomados de la mano! (era la
primera vez que eso sucedía) por calles caprichosas, hechas
por locos para locos, por lo que cuando empezó a hacerse de
noche se declaró cansada, incapaz de dar un paso
más. “No te preocupes”, le dijiste,
“yo manejo de regreso y tú te duermes”.
“¿Estás pensando en regresar ahora
mismo?”, interrogó, “¿no que
no tenías planes?”
“¿Qué hacemos entonces?”,
dijiste lleno de nervios (tu timidez que parecía borrarse
cuando estabas con ella volvió a renacer).
“¡Vámonos a un hotel!” Y
fuimos al Monte Taxco, hotel de cinco estrellas desde donde era posible
contemplar la ciudad como constelación de
luciérnagas, y arriba las estrellas que ya ni recordabas
cómo eran por tu costumbre insana de encerrarte en tu casa,
en tu ciudad. Con la autosuficiencia que no podías suponer a
sus veintitrés años pidió
habitación con camas dobles y pagó dos
días adelantados con tarjeta de crédito.
Tímido como muy pocas veces la seguiste hasta el cuarto, que
era sobrecogedor de tan hermoso: jamás habías
estado en un lugar como ése.
Te volviste
niño de un momento a
otro, no sabías qué hacer, te limitaste por eso a
seguirla. Entró al baño y salió linda
y fresca vistiendo un traje de baño azul que te hizo sentir
alucinado. Viste su figura bellísima, como hecha por dioses
delirantes y te supiste al borde de la locura.
“¿Qué me ves?”, dijo,
“¿nunca habías visto a una mujer en
traje de baño?” “Ya sé que
tú no traes, pero ahorita compramos uno”,
añadió, y esa posibilidad te puso a temblar como
un ratón: sabías que no hallarían algo
a tu medida. Eso pasó: los trajes que la afanada dependiente
te mostró parecían de niño para tu
tamaño, y rogabas al cielo que no encontraran algo
apropiado, porque te llenaría de vergüenza
mostrarte ante ella con tus carnes desparramadas, y más que
nada la hora inmisericorde en que deberías confesar que no
sabías nadar. Araceli no pudo contener la risa cuando se lo
hiciste saber (esa risa inocente, sin malicia, te pareció
puñalada trapera), y sólo dijo: “Ni
modo, de lo que te pierdes”, y se tiró a la
alberca.
La viste
surcar las aguas como si fuera una
saeta: ¡Qué agilidad tan sorprendente! Iba y
venía como sirena, como diosa, y tú de nuevo
embelesado con su figura, y se acercaba a la orilla donde estabas y te
hablaba de lo magnífico del agua.
“¿Dónde aprendiste a nadar?”,
preguntaste a modo de paliativo de tu intranquilidad, de tu
ridículo. “En casa de mis padres. Había
alberca y tenía instructor”.
Salió
de la piscina y propuso ir
a cenar. Dijo estar muriéndose de hambre. La cena fue
espléndida: pastas, filete, vino. Y música: un
grupo tocaba canciones, que interpretaba una mujer. Te
pareció descubrir en la mirada de Araceli algo como burla
por los desfiguros involuntarios de la cantante, pero rechazaste la
idea: no era capaz de eso. Le dijiste: “¿Te animas
a cantar?” “No, ni loca; me estoy cayendo de
sueño. Vamos a dormir”.
Durmieron un
sueño de hermanitos,
cada quien en su cama (Araceli se metió entre las
sábanas con el traje de baño ya seco). Al menos
ella, porque la tortura del insomnio se apoderó de ti, no
dejabas de pensar que muy cerca yacía un prodigio encarnado,
y sacudías la cabeza para espantarte los demonios de la
concupiscencia. Cuando al fin pudiste dormir, sobresaltado, inquieto,
soñaste sin remedio el sueño que en los
últimos meses se había convertido en rutina
esplendorosa, en obsesión: te veías recorriendo a
Araceli palmo a palmo, poro a poro, yendo de arriba abajo por su piel
hasta perderte en sus rincones más profundos y
mágicos, te veías penetrándola,
llenándose los dos de dicha, y al despertar descubriste que
en tus ojos había lágrimas, y que ella
dormía como duermen los ángeles.
La
otra parte
Siguieron encontrándose sin falta, se
veían un
día y otro y otro, a cualquier hora, en la Universidad, su
casa o en tu departamento. Comían, leían,
escuchaban discos, y se fue haciendo costumbre que te quedaras a dormir
en la Roma y, a veces, ella lo hacía en el sillón
de tu sala, aunque eran las menos. Fueron notables las escapadas a
ciudades cercanas los fines de semana: Cuernavaca, Cuautla, Puebla,
Real del Monte... te parecían refugios maravillosos, y
dejaron de atenazarte los nervios de mostrarte ante ella en bermudas,
de meterte a la parte baja de la alberca para acompañarla en
su danza acuática; no padecías insomnios al
compartir habitación con ella. Pero ese no declarado
matrimonio de hermanos te inquietaba más cada
día. “¿Qué estoy haciendo
aquí?”, te decías,
“¿hasta dónde puede llegar todo
esto?” Ella, por su parte, parecía indiferente a
pesares como ese, se le veía feliz, como si la
situación fuera lo más normal del mundo.
“¿Me ve como si fuera su papá, el
hermano que no tiene?”, te interrogabas, y echabas al cesto
de la basura las conjeturas, porque a fin de cuentas la diferencia de
edades no era tan extrema, tan sólo trece años.
Al final te dejabas arrastrar por el modo en que tu relación
con Araceli transcurría, sintiéndote
extrañamente feliz, hundido en un estado de euforia
permanente que no conocías.
Te
sentías arrastrado por ella,
por su influjo delirante cada que la mirabas enfundada en sus
minifaldas de mezclilla y sus blusas también
minúsculas, esas que en las semanas iniciales te perturbaban
aunque te negaras a reconocerlo, porque de ellas nacía el
anuncio de una carne firme y tersa y deliciosa, y a duras penas
podías evitar que tu mirada se perdiera en la
contemplación de sus muslos jóvenes y perfectos,
de sus senos breves y contundentes, lo que se hizo nada por la
frecuencia con que luego podías verla en traje de
baño, o a veces cuando mientras ella dormía te
levantabas en la noche y en la semipenumbra veías que las
sábanas apenas la cubrían, y entonces te
convencías de la existencia de la gloria y de que estaba a
un palmo de tu mano.
A esas
alturas su amasiato era cosa sabida
en la Facultad, aunque los testigos se cuidaban de no hacer comentarios
al respecto delante de ustedes, alumnos y profesores se mostraban
afectuosos, cómplices, aunque creíste adivinar
cierta dosis de envidia en las miradas de los hombres; tu ego se
hinchaba, mas al calibrar la realidad de las cosas se desinflaba y
volvía a los cauces cada días más
amargos de la normalidad: se trataba, en efecto, de un simple
matrimonio de hermanos, y eso sólo Araceli y tú
lo sabían, aun cuando jamás hablaban de eso.
Eran
quizás los días
de mayor embeleso, cuando sentías al fin que eso era la
vida, la prueba irrefutable de la felicidad, cuando sin el menor aviso
Araceli dejó de ir a la Universidad y de llamarte por
teléfono. Cuatro, cinco, seis días sin ella, sin
su halo todopoderoso se te hicieron eternos, pero ante todo
inexplicables. Marcaste su número telefónico y
nadie contestó. “¿Habrá
salido intempestivamente de la ciudad, del país, sin poder
avisarte? ¿Por qué no contestan las
sirvientas?”, te preguntabas en medio de una incertidumbre
lacerante que fue volviéndose, poco a poco,
pánico ante la certeza de la fatalidad.
Dos semanas,
tres, sin verla, sin la menor
noticia de ella, se hicieron, literalmente, infernales. Imaginabas
cualquier cosa, pero querías convencerte que se
había ausentado en uno de esos arrebatos como los que
adoptaba cuando te secuestraba para llevarte a otras ciudades. Fuiste a
su casa de la colonia Roma y nadie abrió, incluso hiciste
guardia varias veces, tratando de encontrarte con ella, o al menos con
alguna de las sirvientas para que te dijera dónde estaba,
con quién. Inútil. Así que
valiéndote de tu condición de profesor
averiguaste el número telefónico de su padre, y
al marcar la primera vez recibiste una seca, rotunda respuesta:
“Aquí no vive ninguna Araceli”. Era la
voz de una mujer, la misma que te contestó cuantas veces
volviste a llamar con la esperanza de que el número
estuviera equivocado. Tanta insistencia irritó a la mujer
que contestaba, y te exigió no volver a importunarla y
amenazó con prevenir a la policía.
Valiéndote del número
del teléfono (te habías cerciorado en la Facultad
de que era el correcto) diste con el domicilio del padre de Araceli y
fuiste allá, a Tecamachalco, a preguntar por ella.
Abrió la puerta de la mansión una de las
sirvientas que conociste en la colonia Roma, que al reconocerte se puso
pálida y empezó a llorar y a decirte que la
niña había sufrido un accidente horrible, y que
estaba entre la vida y la muerte en un hospital y que tal vez iba a
morir y que sus padres no admitían visitas. Con trabajos
hiciste que te dijera de que hospital se trataba y fuiste, ahora como
loco. Y sí, había órdenes tajantes de
no admitir visitas. Te aferraste e hiciste guardia permanente, y viste
que, aparte de los médicos y las enfermeras, sólo
podía entrar a la sala de terapia intensiva una mujer muy
joven aunque aseñorada, quien se negó a hablar
contigo cuando intentaste abordarla. No claudicaste, aunque tus
preguntas a los médicos y a las enfermeras no arrojaron nada
acerca del estado de Araceli.
Al tercer
día de estar en el
hospital viste entrar a un tipo que no dudaste en reconocer como el
padre de Araceli. Alto, guapo, distinguido, tenía los mismos
ojos color miel que ella, el mismo tono cobrizo del cabello aunque
surcado ya por tenues líneas blancas; y viste que era
amable, porque te saludó al llegar, como hizo con todos los
que estaban ahí. De manera que aguardaste su salida y lo
seguiste hasta el estacionamiento donde lo esperaba el chofer. Le
dijiste que eras maestro de Araceli, su amigo, su director de tesis, y
que te habías enterado del suceso y no sabías
gran cosa: querías verla, sabías que ella te
esperaba... Quien era en efecto padre de Araceli te hizo subir a su
auto y como quien explica cualquier cosa te dijo que había
sido arrollada por un autobús de pasajeros y
había perdido las dos piernas, un brazo y el habla.
Conmocionado, escuchaste en medio de una como nube imprecisable y
negra, que estaba consciente y había salvado la vida. Al
verte llorar, el padre de Araceli, conmovido pese a su apariencia
serena, te hizo la promesa de que podrías visitarla en
cuanto los médicos lo autorizaran.
Esa
oportunidad llegó muy pronto,
aunque supiste que hubiera sido muchísimo mejor que no
hubiera llegado nunca. Tu reencuentro con Araceli, lo que quedaba de
ella, fue un hachazo en tu alma, un golpe demoledor y lastimero.
Recibiendo
esos hachazos y golpes te moviste
en el hospital los largos días que tu alumna
debió permanecer ahí. Qué doloroso ver
cómo te miraba, tratando de decirte quién sabe
cuántas cosas con una mezcla de agradecimiento y de rabia.
Sus miradas y el constante roce de tus manos con la única
suya y con su rostro eran su forma de comunicación. Eras un
alma en pena, y sin darte cuenta sustituiste a la mujer, su madre, que
te había rechazado al principio; el padre iba todos los
días aunque fueran sólo unos momentos. Apenas
ibas a la Universidad a dar apresuradas, incoherentes clases y te
reintegrabas a ese mundo inquietante y amargo.
Los
médicos determinaron por fin
que era tiempo de llevarla a casa e iniciar la
¿rehabilitación? Ya no te separaste de ella, te
convertiste en lastimero ángel guardián. Con el
papá dispusieron hacer remodelaciones en la casona de la
colonia Roma para que por medio de rampas por todos lados ella pudiera
moverse en su silla de ruedas motorizada, y un equipo de enfermeras se
puso a su disposición. Era increíble la voluntad
de Araceli para asirse de ese nuevo, extraño mundo; tomaba
sus medicinas puntualmente, y te hablaba con los ojos siempre llenos de
agradecimiento, de ternura y a veces de lágrimas, y
aprendió a escribir con la mano izquierda. Fue
así como mostró interés por ser
llevada a Inglaterra para que por medio de amistades poderosas de su
madre, que vivía allá, le hicieran
prótesis de sus dos piernas y su brazo. Luego de tres meses
se instalaron -tú y ella y una de las sirvientas- en
Londres, en un departamento, previo acuerdo tácito de no
hacerlo en casa de la madre, quien vivía con su esposo y dos
hijos; se agregó un par de enfermeras locales, y las idas y
venidas al hospital se volvieron un hábito despiadado que,
no obstante, era soportable por la esperanza inocultable en los ojos
brillantes de Araceli.
Casi medio
año después
volvieron a México, donde se reanudó el
vía crucis: como un guardián inclaudicable, como
una madre amorosísima, te desvivías tratando de
que Araceli aprendiera a utilizar las prótesis, pero algo te
dijo, desde el principio, que todo sería inútil.
Se negaba a que se las pusieras, y prefería ir de arriba
abajo en su silla de ruedas que aprendió a manejar de
maravilla. Te reincorporaste a las clases en la Universidad (se
había vencido el permiso que obtuviste antes de ir a
Londres, y ese tiempo vivieron de la generosa cuenta bancaria que el
padre de ella abrió a tu nombre), pero aceptaste
sólo medio tiempo, pues te pesaba dejar a Araceli en manos
de las sirvientas.
Te fuiste
haciendo a la idea de que Araceli
permanecería en su silla hasta el fin de los tiempos, y no
dejó de sorprenderte su eterna sonrisa, que se
hacía júbilo cuando se acercaba al piano y
ejecutaba extrañísimas piezas con su mano y
aporreaba en forma patética el pedal con una de las falsas,
inútiles piernas. (Insistía en una
melodía, y al ver tu extrañeza te
ilustró: “Malgre Tout”, de Ponce.)
Pasaba horas interminables ante el piano, y era escalofriante
escucharla, verla cantar sin voz. Cuando se daba cuenta de que estabas
presente cesaba su pantomima estrujante y se derrumbaba, llorando,
sobre el teclado. La apartabas de ahí y la llevabas,
completamente inerte, a la cama. Se recomponía y buscaba la
manera de paliar tu desconsuelo fingiendo sonrisas,
acariciándote, y haciendo que le pusieras las
prótesis y persistieras en el intento fracasado de antemano
de hacerla caminar. Luego, en su silla, iba al estéreo y
ponía música disparatada, sin ton ni son.
Ese mundo
fue estrechándose,
ahogándote, ahogándolos, y casi mueres cuando una
tarde de domingo te pidió que le hicieras el amor. Trataste
de hacerte el desentendido, pero una nota apresurada te
repitió la petición, perentoria, letal. Vino a tu
enmarañada cabeza el tumulto de imágenes que te
habías hecho al empezar su relación como de
hermanos amorosos en las que te veías recorriendo trecho a
trecho su piel, sus poros, pero nunca pensaste que eso
tendría que concretarse ahora y en esas condiciones. Movido
por tempestuosos remolinos, la llevaste a su habitación, la
tendiste en la cama y empezaste a desnudarla. Fue impactante tenerla
frente a ti, incompleta y ansiosa, y te viste de pronto
besándole los senos, los muslos que desembocaban en
muñones rojizos, y te perdiste en su sexo,
lamiéndolo y sintiendo un vértigo inexplicable al
tener su mano acariciando tu cabello y sus muslos cerrándose
sobre ti hasta casi asfixiarte. Al penetrarla sucumbiste a un delirio
extraordinario, que culminó con los espasmos de ambos.
Tendido a su lado, viste cómo Araceli estaba una vez
más agradecida, amorosa...
La
práctica amatoria se
convirtió en algo cotidiano y frenético,
parecían no pensar en otra cosa que no fuera estar uno
encima, dentro del otro. Se amaban en todos los rincones de la casa, y
muchas veces debieron improvisar posturas inverosímiles para
dar rienda suelta a sus delirios. Dejaste de ir a la Universidad, y no
les importaban las miradas de las sirvientas, ni siquiera que una de
ellas determinara irse de la casa. Iban de la cama al piano o al
estéreo, y volvían a acurrucarse, plenos,
satisfechos. El mundo había dejado de existir para ustedes,
hasta que un ansia indominable por hacerlo renacer creció en
Araceli. Fue tal su empeño que aprendió a caminar
con sus prótesis, y parecía un robot grotesco
dando pasos metálicos y tambaleantes. Iban a los lugares de
antes, a los bares, y quienes se acercaban a saludarlos lo
hacían con gestos inevitables de desconcierto, primero, de
conmiseración después. Iban a conciertos, al
cine, al teatro, y en todas partes eran vistos como los bichos raros
que eran.
Estaban tan
compenetrados que tardaste en
darte cuenta de la transformación que operó en
Araceli. Su antes perfecto cuerpo de bailarina empezó a
engordar por todos lados, excepto los muñones, y
llegó a ser tal su gordura que las falsas piernas fueron
insuficientes para sostenerla. “Qué
importa”, dijo alguna vez, “no salimos y
ya”.
Si eso
hubiera sido todo... Pero la
metamorfosis empezó a manifestarse en ti, aunque a la
inversa: empezaste a enflacar de manera alarmante: tú, el
Gordo Sabio, el Tonel, el Mastodonte impresionante, viste
cómo tu rostro, tu cuerpo entero empezaba a llenarse de
bolsas, tu piel se hizo flácida y ojeras
profundísimas rodearon tus ojos, la fatiga se apoderaba de
ti al menor esfuerzo.
Si eso
hubiera sido todo... Pero fueron de
tal alcance los estragos de esa incomprensible
transformación que empezó a parecerte fastidioso
hacer el amor con Araceli, te parecía increíble
que sus senos que antes cabían en tus manos se hubieran
convertido en adiposidades despreciables, y llegó a darte
asco acariciar su sexo con tu boca, porque si antes sus muslos eran
como una suerte de entrada al paraíso eran ahora
pesadísimas lápidas. La frescura que antes
existió se hizo nido de olores nauseabundos. En cambio,
Araceli se volvió más golosa, hacía
que eyacularas en su boca cuantas veces pudieras, te hacía
penetrarla una vez y otra y otra en medio de la música
escandalosa y sin sentido.
Si eso
hubiera sido todo... Mas la
constatación de que ese delirio había tocado
fondo, que la locura de Araceli te estaba contagiando en forma
inapelable, te hizo muchas veces pensar en dejarla, en huir.
¡Pero cómo! ¡Tú, el Gordo
Sabio, el bueno, el generoso, pensando esas infamias! Ya no
podías dormir, y sólo comías lo
necesario para no morirte de a de veras. En tanto, Araceli
dormía como bendita y comía como cerda, y se
volvía más exigente en la cama, se engolosinaba
pidiendo que le lamieras los muñones, que la penetraras por
todos lados con los instrumentos más descabellados,
vivías (¿vivías?) para complacer sus
caprichos que crecían en cascada. La turbiedad que
veías en sus ojos se fue anidando en tu alma.
Si eso
hubiera sido todo... Pero empezaste a
fraguar la estrategia para salirte de los calderos del infierno. Te
convenciste de que los barandales que rodeaban las rampas por donde
ella se movía con su silla de ruedas, sobre todo las de la
parte más alta de la casa, podían ser una salida
digna, justiciera, justificable...
Nació
en Pachuca, Hidalgo, en 1955. Licenciado en Periodismo y
Comunicación Colectiva por la UNAM y Maestro en Letras por
la New Mexico State University. Ha sido becario del Centro Mexicano de
Escritores y ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural
“Comitán de Domínguez”, 1988,
y del Premio Internacional de Ensayo Literario “Sergio
Galindo”. Colaborador permanente de la revista Siempre!.
Entre sus libros: Segunda voz (ensayos sobre novela mexicana); Faros y
sirenas (aspectos de la crítica literaria), De
acá de este lado: una aproximación a la novela
chicana y Tres tristes tópicos: la narrativa de Sergio
Galindo; de crónicas: Crónicas romanas, Amiga a
la que amo, Loquitas pintadas, Besos del diablo y La fiesta y la muerte
enmascarada, el Distrito Federal de noche; y la novela corta Hace un
mes que no baila el muñeco.
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