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La
casa de Agua
Víctor
Rejón
Cuando era renacuajo mi cola se
movía con rapidez, impulsándome al centro de las
aguas en aquel mundo pequeño. Todo el silencio me
pertenecía. La noche y el día no estaban en mi
rutina. Empleaba el tiempo en holgar en la tibieza de mi cuarto o en
jugar a las zambullidas sin tener que aguantar la
respiración para no ahogarme. Entonces ignoraba que era
parte de alguien. Vivía en el limbo, sin hambre,
frío ni calor.
De repente
me brotaron unas aletas cortas,
con ellas me daba vuelo haciendo piruetas igual que los delfines y las
ballenas. El roce del agua en mi cuerpo me estimulaba para seguir
nadando. A veces intuía el peligro al notar que el
líquido escaseaba y la casa
empequeñecía: mi corazón rudimentario
bajaba el ritmo, yo la actividad.
Reptar por
las paredes membranosas del
cuarto en busca de puertas, ventanas, algún túnel
o hendidura por dónde huir en caso de amenaza, ocupaba parte
de mi tiempo: nunca encontré nada.
Por aquellos
días algo
extraño sucedió en la casa: los muros se
cimbraron y mi cuarto temblaba; tuve la sensación de
ausencia de peso o de muerte inminente; me mantuve quieto, al acecho,
esperando el golpe. Al notar que el tiempo pasaba y nada
ocurría, decidí hacer una revisión: en
el fondo toqué con mi aleta, a través de las
membranas de la estancia, algo duro y liso, sin movimiento, con varios
orificios en el extremo; semejaba una serpiente al acecho que viniera
del exterior; en ese instante las paredes musculosas de la casa se
redujeron de tamaño como protesta por la invasión
extraña; después persistieron en su estira y
encoge en forma brusca, amenazando con estrujarme, con destruir los
muros débiles de mi alcoba; de continuar así,
podrían hacer una brecha y escapar por ahí el
líquido y con él me iría perdido en el
torrente a la cloaca más cercana. Las paredes del claustro
se contrajeron con más fuerza tratando de envolver al
invasor, me acerqué de nuevo al extraño y con las
aletas y la cola, que cada día era más
pequeña, empujé con furia logrando -creo yo-
arrojar “eso” de mi hogar; enseguida la casa fue
recobrando el aplomo, la forma y la estatura; quedé exhausto
en el fondo de mi alcoba, extendido como una larva a punto de morir.
Me gustaba
dormir con las aletas abiertas en
cruz. Al despertar un día, sentí algo sobre mi
cara, más bien eran cinco algos, ¡eran mis dedos,
ya tenía dedos! Con la otra mano los toqué uno
por uno, hice con ellos figuras que aún no veía,
revolví el agua; una mano se unió a la otra en un
abrazo mojado; deslicé las puntas de los dedos sobre
mí, en busca de todo y de nada; agarré una soga
gelatinosa que me salía del abdomen, la seguí
hasta que desapareció en la parte alta del cuarto,
convirtiéndose en una arborescencia acolchonada, suave, que
me proporcionaba vida. Al bajar, mis manos jugaron con la boca y los
ojos que todavía estaban cerrados, por lo que
seguí en mi exploración, hasta que me
encontré el sexo: reposaba lánguido en el agua.
Aquél, fue día de fiesta en mi cuerpo.
Percibí la oscuridad por mi piel,
por eso estoy seguro que fue de noche; el silencio se
acentuó volviéndose doloroso, premonitorio. Mi
cuerpo se crispó y el latido se hizo más
violento, preparándome para la lucha o la huida,
¿huir?, adónde, cómo, por
cuál camino. Al vibrar la casa me puse alerta con las manos
empuñadas con fuerza, entonces pude tocar con mi pie algo
frío, metálico, en forma de cucharilla cortante y
hueca, retiré la pierna violentamente, me hice para
atrás, retrocedí buscando refugio en mi propio
lago; nadé en todas direcciones sin encontrar un lugar
seguro; pataleaba en medio del agua sin orden ni sosiego.
Qué hacer, la cucharilla entraba cada vez más a
mi hogar; pensé hundirme en la pared musculosa de la casa,
ocultarme en la matidez de los muros. Apoyado en los talones fui
subiendo de espaldas, me sujeté a la soga que llegaba al
techo, quizá en esa fronda encontraría
protección; sentí en mi pie el metal y lo
pateé lleno de coraje, le desvié la
dirección, oí que desgarraba la pared, raspaba
con fuerza, producía el desmoronamiento de las capas
superficiales de los muros; la casa y yo temblábamos. El
arma viró, venía de nuevo: después de
oír el desprendimiento de porciones de paredes, la fuerza
del agua me empujó más arriba. Al no saber
qué hacer, comprimí con mi espalda el techo
acojinado para que ya no me llegara sangre, eso era preferible a morir
destrozado, reducido a un montón de huesos rotos y carne
cortada. No sé lo que pasó, pero el arma fue
saliendo, arrastraba la sangre y el cascajo de las paredes de mi casa.
Tuvieron que pasar muchos días para que las heridas
cicatrizaran y los muros quedaran resanados como antes.
La idea de
que hubiera algo o alguien dentro
de la casa me mantenía en vigilia casi constante. Aunque no
veía, unos ruidos denotaban su presencia. En una
ocasión mi mano chocó con algo que estaba fuera
del cuarto: pequeño, alargado; se movió al sentir
mis dedos, traté de localizarlo sin éxito; estaba
seguro de que era algo diferente a todo lo anterior.
Una tarde no
pude dormir, el mar embravecido
traducía tormenta de afuera. Por ser domingo la
dueña de mi casa decidió ir a la feria. Enfundada
en el pantalón vaquero, la blusa fresca y el ombligo al aire
-aún yo no le estorbaba- hizo su aparición en el
parque. Montó a pelo al alazán de madera, ojos
saltones y melena pintada de canela; luego, de un salto bajó
del carrusel en marcha y en segundos ya estaba en las sillas voladoras
imaginando ser una astronauta. Después abordó un
carro chocador, e imprimiéndole la máxima
velocidad, embestía a cuanto vehículo encontraba
a su paso. Hubo un momento de reposo mientras giraba en la rueda de la
fortuna y se divertía con el cintilar de las
luciérnagas eléctricas de la ciudad. Ya en su
departamento, la náusea y el vómito no la
abandonaron hasta pasada la media noche, no sin antes haber recurrido a
la ingestión de tés y demás mejunjes
como lo hizo en las semanas anteriores.
A esas
alturas ya me había
acostumbrado al ruido de las cosas que se desplazaban dentro de tubos,
alrededor de mi casa, y al tun- tac acompasado del corazón
de mamá que me mandaba el alimento necesario, claro, el
sonido de él era rítmico, como marea que incita
al sueño.
Los gritos
que venían de afuera
los daba mamá en plena discusión con su madre.
Aquélla se negaba a salir a la calle porque no
sabría qué decirles a sus amistades y conocidos
si la vieran así. Se quejaba de la deformación de
su cuerpo por mi culpa, de la invasión a su intimidad, de mi
crecimiento dentro de ella robándole su libertad, belleza,
así como la sangre que yo usaba para vivir:
¡mamá no me quería!
De manera
casual empecé a ver.
Abrí los ojos sobresaltado por el llanto y los quejidos del
exterior. Ella puso sus manos sobre mí y yo di un salto de
contento, jamás me acariciaba por intermedio de su vientre,
pero no, no eran caricias sino golpecitos a los que yo
reaccioné dando respingos; mis párpados se
separaron más, entonces vi penumbra, claridad en algunas
partes, sombras. Ella le reclamaba a su madre la falta de apoyo; la
señora dijo que no era su culpa, ni de nadie, lo que le
había pasado, y que algunas cosas ocurrían sin
querer. Mamá se dolió de la rutina de su vida.
Maldijo esa vida. Insultó a la escuela, sobre todo, a la
noche en que regresaba de ella a su casa; al muchacho que la
abordó en la calle oscura conduciéndola al
terreno baldío, donde otros tres la sujetaron por la
espalda. Maldijo también al paliacate que le fue amarrado a
la boca, a la luna que no llegó esa noche, a las nubes que
lo cubrieron todo y a la lluvia de aquel momento; su rencor era contra
el lodo que la ensució mientras cada uno se montaba sobre
ella. Los odiaba a los cuatro, a su sangre derramada en el sexo del
primer atacante, también al barro mezclado con el semen
dentro de su propio sexo. Aborrecía las patadas en los
testículos de sus violadores y los manazos en el aire
frío antes de ser sometida; detestaba el fango donde fue
abandonada después que huyeron los individuos, a los que
nunca les vio el rostro para poder identificarlos más tarde.
La odiaba a ella, a su madre, porque la trajo a este mundo sin su
consentimiento y por no haberla concebido hombre; pero el mayor
desprecio hacia su madre se debía a que la obligó
a ir a la policía esa misma noche.
Mamá
lloró sin freno,
con rebeldía. Al final cruzó las manos sobre su
vientre abultado y poco a poco se fue quedando dormida.
Mi vista mejoró y pude observar
lo que se movía en el rincón. El cuarto y yo
habíamos crecido juntos y así fuimos
acercándonos a ese sitio. Abandoné la
posición de cabeza enderezando el cuerpo, hasta que vi otro
cuarto semejante al mío, lleno de agua cristalina y con
alguien adentro: era un cuerpo delgado, rosa brillante, más
pequeño que yo; me acerqué todo lo posible y
logré observar dos enormes ojos que me miraban sin
pestañear, su boca semiabierta estaba en actitud de querer
decirme algo; toqué sus manos sin importarme que estuvieran
interpuestas las membranas de nuestros cuartos y me despedí
para tomar mi posición habitual, al inclinar mi cabeza vi su
sexo, ¡era una mujer!, ¡era mi hermana!,
grité en silencio; me zambullí cien veces, hice
giros, nadé como loco, ¡ya no estaba solo! Mi
hallazgo me quitó el sueño y pasaron horas y
seguramente hubieran transcurrido días para que yo durmiera,
de no haber sido por el murmullo del corazón de
mamá que me indujo a hacerlo.
Noche de
insomnio, de pesadilla tras
pesadilla, de no desear salir de mi cuarto para conocer a
mamá; ausencia de amor. Por otra parte alegría y
encanto al descubrir la existencia de mi hermana sentada en su trono de
agua, con los ojos brillantes como la luz que a veces se filtraba por
las paredes de aquella casa, nuestra casa.
Las tardes
transcurrían lentas,
adornadas con los ruidos pausados del corazón de mi madre y
por los pequeños empujones sobre la casa, de los tubos y
cuerdas que la rodeaban. Cuando ella dormía, los zurridos,
gruñidos y explosiones de gases eran interminables. Yo
aprovechaba para moverme en mi espacio que cada minuto
sentía más estrecho: estiraba los brazos y las
piernas hasta donde era posible, o bien, iba a jugar con mi hermana:
nos tocábamos las manos; si me zambullía, ella
hacía lo mismo; si nadaba sólo con los pies, me
imitaba.
Un
día, estando yo triste, no me
aguanté, le grité con señas la verdad:
¡mamá no nos quiere! Mi hermana agrandó
más sus ojos, hizo un mohín e inclinó
la cabeza; luego nos despedimos.
Me
despertó la música
estridente. Mamá, joven aún, conservaba el gusto
por las canciones modernas. Asistió a ese baile debido a la
insistencia de su madre: “Tienes que ir a reuniones, a
fiestas, para que puedas sobrellevar tus temporadas de
depresión.” Al principio estuvo cohibida pero
después se animó, contagiada del entusiasmo de
sus amigos y compañeros de la escuela que la recibieron con
algarabía; pronto mi hermana y yo caímos en el
olvido. Mamá, sin abrigo y sin zapatillas, y con
música de fondo, empezó a bailar como antes,
bueno, con dificultad por el vientre tan voluminoso; se
desplazó por el salón al ritmo de la
música disco; los pasos le salían sin haberlos
practicado; eran inventados por sus pies y seguidos por el cuerpo
redondo. Con una mano se levantaba el abdomen, y con la otra
dirigía la orquesta de jóvenes de melena larga y
pantalón acampanado. Estoy seguro de que era feliz en ese
momento, tan feliz que no se dio cuenta de nuestra protesta: patadas en
su abdomen. Con las manos sobre las orejas, el pecho agitado y gotas
saliendo de nuestros ojos, esperamos el final del baile. Muy tarde,
cuando regresó a su casa, mi corazón
aún bombeaba fuerte. Mi hermana, tan menuda,
yacía en reposo apoyando su cuerpo en la pared de mi alcoba.
Varios
días antes de que
ocurriera lo peor, se estuvieron sintiendo ligeros temblores en la
casa. A veces los muros se encogían y el agua de mi cuarto
me apretaba con suavidad; lo mismo ocurría en el aposento de
mi hermana; a mamá le dijeron que era un aviso y que el
momento más difícil se acercaba. Por reflejo o
porque yo pesaba más que mi hermana me aproximé a
la salida, yo debía ser el primero: me puse de tal manera
que mi cabeza descansaba en el piso de la casa. No sé
cuánto tiempo estuve así, con el deseo de que
todo hubiera ya pasado.
Creo que fue
de madrugada: una ola me
empujó contra la pared, repuesto, vi que mi hermana se
había hecho más pequeña,
quizá para sentir menos el golpe. Afuera mamá
veía el techo de su cuarto, hizo el intento de gritar pero
solo emitió un quejido; puso una mano en la espalda y con la
otra se aferró a la sábana, paralizada, contaba
los segundos, los siglos de duración del dolor hasta que
cedió, convirtiéndola en un fardo en medio de la
inmensidad de la cama. Cuando la contracción hubo pasado,
sorbí un poco de mi mar para darme fuerza y vi a mi hermana
hacer lo mismo. Después mamá caminó
lentamente al baño. El agua fría de la regadera
le devolvió el tono a su cuerpo. Vestida como si fuera a una
fiesta, minutos más tarde, su madre y ella salieron rumbo al
hospital más cercano.
Los
latigazos, que al principio le laceraban
la espalda, fueron descendiendo y le rodearon el abdomen para luego
transformarse en calambres que comprimían su vientre; con
cada dolor una sacudida le recorría todo el cuerpo, y no
hacía otra cosa que morderse los labios y las
lágrimas para no gritar, ocultando de esa forma el
sufrimiento y la vergüenza.
El
corazón de mamá,
con su tun-tac acelerado avisaba el arribo de la
contracción, mi pecho respondía
desbocándose y el latido me horadaba las sienes, luego: el
apretujón. Mi cabeza era punta de ariete que empujaba
portones para inaugurar el camino.
Por momentos
sentía endurecer su
vientre y el ánimo se le resquebrajaba, en consecuencia, los
pujidos eran ineficaces, quedándome varado a mitad del
túnel. Al pasar el dolor se relajaba y su
respiración se hacía profunda, pausada, tratando
de recuperar energía.
Otra vez el aviso: peligro. ¡Puja
con fuerza, sosteniéndolo, yo te apoyo, hago la parte que me
corresponde, no desfallezcas!, era mi pensamiento. El sendero caliente,
húmedo, pulsátil, a veces se hacía
más angosto y oscuro. Las paredes del túnel,
adosadas a mi cuerpo, me apretaban hasta casi romperme;
después: muros relajados, mi fortaleza desmoronada; yo: una
masa escuálida en el tubo de salida.
De nuevo el vientre duro: los brazos de ella
relajados. “¡Señora, respire profundo,
no saque el aire y puje hacia abajo, con fuerza, con mucha fuerza que
ya viene el niño!”, gritaba alguien afuera. Mi
cabeza no resistiría. Relajación de
mamá; yo languidecía en la estrechez del canal.
Los cabellos en la frente sudorosa de
mamá traducían vejez prematura. El dolor
llegó: las manos aferradas a las orillas de la mesa de
partos; enrojecimiento de la cara; sangre en las encías al
pujar sin expulsar el aire; las venas del cuello hinchadas; el
corazón a reventar. Lo atorado en su bajo vientre la
impulsaba a no detener el pujo, a sacar eso que le estorbaba. Yo me
movía en el descenso sin retorno. Las membranas de mi casa
se estiraron dando de sí hasta que la ruptura se produjo: el
líquido salió abruptamente salpicando mantas y
batas; el torrente era turbio, verdoso. Mi cuerpo lubricado se
deslizaba en los muros; al llegar al final del canal la cabeza se
detuvo, constreñida por un anillo resistente que
hacía crujir mis huesos; las extremidades, en cruz sobre mi
pecho, protegían mi corazón. No sé
cuánto tiempo permanecí en ese estado, sin
avanzar ni retroceder: hubo suspensión del flujo
sanguíneo, apagamiento de los sentidos, inconsciencia, hasta
que salí rompiendo paredes, músculos, esparciendo
sangre, mi piel tenía palidez amarillenta y mis
uñas estaban casi negras, frías. Alguien me
recibió en sus manos, la soga que me unía a
mamá fue cortada. “¡No llora! Es tan
pequeño, sólo tiene siete meses.
¿Está muerto?”, fue el murmullo en la
sala. “¡ No respira, el corazón no late,
dale masaje cardíaco!”, dijeron. Un tubo de hule
pasó a través de mi boca hasta la garganta
inundando de aire los pulmones, de oxígeno el cerebro: me
resucitaron. Quedé a cargo de alguna persona,
después, todos guardaron silencio en espera de que saliera
mi hermana.
Pequeña y frágil, hizo
su aparición sentada; lucía la cabeza sin pelo y
la piel transparente; dio un suspiro prolongado y luego
formó un globo gigante con su saliva.
La calma del
cubículo era interrumpida por el siseo del
respirador automático que me mantenía vivo.
Semanas
después –cuando
ya no necesitaba la máquina de respiración
artificial- mamá fue a despedirse de mí, sin
acercarse a mi cuna; no pude verla, sólo escuché
su voz clara, sin paredes intermedias como antes. Dijo que
emprendería un viaje largo y que no regresaría.
La abuela se quedó al
cuidado de
nosotros.
En las noches como la de hoy,
bajo la lluvia, mi hermana canta, baila,
deja que el agua se quede pegada en su cuerpo y luego se pone en
cuclillas frente a mí. Veo sus grandes ojos, brillantes como
cocuyos; toma mis manos y jugamos como entonces, cuando ella era la
reina de la casa de agua.
Víctor
Rejón nació en Xcalak, Quintana Roo, en 1941.
Reside en la ciudad de Oaxaca. Ha publicado en suplementos y revistas
nacionales. Autor del libro de cuentos Itinerario al cielo (1993); de
la novela Sólo para varones (1997); coautor en las
antologías Oficio de Cantera (1993); De amores marginales;
en México; y de Reverberaciones, ediciones de Arnaldo
Giraldo, Sao Paulo, Brasil, 2001; El naufragio del sol,
Garzón ediciones, Argentina, 2001. Es miembro del Consejo
Editorial de esta publicación y ganador de cinco premios
nacionales de Cuento, de 1990 a 1993.
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