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El día de San José
Gonzalo Núñez Vásquez



La víspera del Día de san José, Heliodoro Quintero se pasó la noche ideando la manera de salir airoso del laberinto conyugal en el que se encontraba. A cada intento hallaba los senderos cortados y sólo conseguía reafirmar la sospecha de que su vida estaba a punto de dar un vuelco doloroso.

       El problema no era nuevo. Lo vislumbró tres o cuatro meses después de su boda, al advertir que Minerva, su esposa, no se embarazaba. Sus ilusiones se consumían más y más cada día. “Siento que pronto mis esperanzas se convertirán en polvo”, se decía, en ocasiones. Cuidaba, sin embargo, de no externar queja alguna. Amaba de verdad a Minerva y no se había atrevido a lastimarla. Pero esa noche llegó el momento en el que no resistió más y, sin ningún recato, le lanzó el reproche tantas veces contenido.

      ––Un año de espera inútil es una eternidad; hay algo en ti que no funciona como Dios manda –le gritó, al terminar la cena.

Minerva, con una tierna pasividad que desvirtuó el áspero señalamiento de Heliodoro, le contestó:

         ––Tal vez, pero sea lo que sea está más allá de mi voluntad.

        Permanecieron un largo rato sin hablarse. Él, examinando el mango de una cuchara que sostenía en una de sus manos; ella, con la mirada fija en él, intentando leerle los pensamientos. En el comedor, se escuchaba el zumbido del ventilador eléctrico que giraba incesante colgado del techo y, muy esporádicamente, el estallido lejano de los cohetes que alguien estaba quemando en la plaza principal.

       ––De alguna manera hay que ponerle fin a esto –fue todo lo que dijo Heliodoro al incorporarse; aventó la cuchara sobre la mesa y se retiró, sin ver siquiera de reojo a Minerva.

      Horas antes del amanecer, las campanas del templo y la banda de música despertaron la algarabía del pueblo. En cuestión de minutos, todo se llenó de ruidos y voces. Los señores corrían detrás de la manada para apartar los toros que llevarían al jaripeo; los jóvenes se aprestaban a cepillar los caballos para lucirlos en el desfile charro; las jovencitas, a colocar los festones de papel en la fachada de las casas; los chiquillos, a regar y barrer la calle de tierra suelta frente a sus solares; y las señoras, vestidas de limpio y con una chalina para cubrirse la cabeza, a tratar de llegar a tiempo a la primera misa.

         Minerva, acostada con la cara hacia la pared, fingió no darse cuenta de que Heliodoro salió de la recámara, silencioso, con pisadas de plantígrado. Supo, no obstante, a dónde se dirigía: siempre que estaba triste o preocupado, iba a recargarse en uno de los travesaños de la caballeriza y allí, mirando sin mirar, permanecía hasta que ella se le acercaba y, a fuerza de mimos, lo hacía sonreír y olvidarse del abatimiento.

      En esta ocasión prefirió no hacerlo. En sus oídos resonaban aún las palabras de Heliodoro: “hay algo en ti que no funciona como Dios manda”, “de alguna manera hay que ponerle fin a esto”, y se limitó sólo a imaginar qué alternativas estarían pasando por la mente de Heliodoro.

       Heliodoro permanecía inmóvil, con los brazos apoyados sobre el morillo superior del corral, sin darse cuenta de que un potrillo recién nacido trastabillaba y se iba de bruces al querer alcanzar a su madre para buscarle las tetas, ni de que el caballo zaino, cuyo color castaño se insinuaba en la piel todavía mojada del pequeño, venía cada rato hacia él, le frotaba los brazos con los belfos y, después, se retiraba retorciendo el pescuezo y manoteando con orgullo sobre los restos de zacate dispersos en el piso. En otras ocasiones, siempre había sido Heliodoro el protagonista del regocijo: ayudaba a los críos a equilibrarse y les empujaba la trompa hacia el rincón exacto de la ubre; corría entonces a llamar a Minerva para que se maravillara con él ante el espectáculo, la abrazaba y la hacía partícipe de sus ilusiones.

   ––Apúrate, el tiempo es más que oro –le dijo en una ocasión, presionándole con suavidad el vientre vacío.

       –– Apurémonos –contestó ésta, y se echaron a reír, alegremente.

       –– ¿Ya pensaste cómo habrá de llamarse? –le preguntó Minerva.

       –– Heliodoro, sin duda: el primer hijo debe llamarse igual que su padre.

       –– ¿Y si no es varoncito?

       –– Eso no puede ser, Dios hizo primero a Adán y después a Eva.

       –– ¡Uy! ¡De eso ya hace muchos siglos! Las cosas cambian.

       –– El tiempo de mi espera es lo único que cuenta, y en él no veo ningún cambio.

      Minerva sabía que en esta ocasión Heliodoro no iba a llamarla. ¿Y por qué he de ser yo la que “no funciona como Dios manda”?, se preguntaba.

      Heliodoro por su parte, como si hubiera escuchado la pregunta pensada por Minerva, le decía, mentalmente: La realidad es lo único cierto. Más de tres de los niños que juegan en las calles del pueblo son sangre directa de mi sangre. Mis amigos conocen la historia de cada uno. Soy respetado y me admiran por ello. Eres tú, Minerva, la que está socavando mi prestigio.

       El sol ya estaba alto y el calor era cada minuto más sofocante.

    Heliodoro no acertaba. Sólo el pensar en separarse de Minerva le resultaba doloroso, pero seguir esperando le parecía denigrante. ¿Qué comentarios ya habrían hecho de él sus amigos desde que dejó de reunirse con ellos, noche a noche, para contarse sus aventuras? “El fin primordial del matrimonio es la procreación”, les dijo el obispo antes de declararlos marido y mujer. Y Minerva estaba quebrantando tal precepto. Porque era ella. Ni sus amigos ni él podían dudarlo. De pronto, dio un violento puñetazo al travesaño superior del corral y entró en la recámara donde estaba Minerva.

       ––Arréglate –le dijo–, saldremos ahora mismo.

    Minerva se incorporó y, cuando apenas buscaba la ropa apropiada, escuchó el rugido del viejo Valiant, ya cerca del portón. Vio que Heliodoro estaba impaciente, y el no saber a dónde la llevaría y para qué le causó un extraño estremecimiento.

       ––¿Se puede saber a dónde vamos? –preguntó, tan pronto como estuvo a bordo.

       Heliodoro presionó el acelerador. Pasaron cerca de la feria sin detenerse siquiera para rememorar que hacía exactamente un año, a esa hora, fueron recibidos en la puerta de la iglesia por el ministro de Dios que los unió en matrimonio. Sueños de agua que no pudo llegar al mar, pensó Heliodoro. Minerva, en cambio, aún soñaba; la felicidad del día de su boda no podía extinguirse sólo con el rostro adusto y pálido de Heliodoro.

       Las ruedas del Valiant chirriaban en las curvas cerradas de la carretera.

     Antes de una hora, la vibración del carro sobre el empedrado de una de las estrechas calles de Jamiltepec sacó a Minerva de su abstracción. No se atrevió a romper el silencio. Vio el perfil de piedra de Heliodoro, y la pregunta de qué iban a buscar a aquella población se le anudó en la garganta. No hallaba indicios para imaginarlo con claridad, pero no quiso manifestar su inquietud. Heliodoro sólo tenía ojos para librar los baches y manos para girar el volante al salir de un callejón y entrar en otro, impulsado por una premura inexplicable para Minerva.

      Entraron por fin en una vieja casona de adobe, parcialmente encalada, y atravesaron un amplio patio desolado, bordeando una pequeña fuente de cantera, sin agua. Al fondo del patio, desde la penumbra de una puerta entreabierta, surgió una voz pausada y amable:

       –– ¿Buscan a alguien, jóvenes?

       –– ¿Doctor Herminio? –preguntó Heliodoro.

       –– El mismo. Pasen y siéntense, por favor.

    Minerva vislumbró el motivo del viaje. El enigma del resultado, sin embargo, la puso más tensa. Juntó las manos, apretándoselas, y se sentó, ocultando a toda costa su nerviosismo.

       –– Usted fue el médico de mis padres –dijo Heliodoro– y hoy venimos para que ayude profesionalmente a mi esposa: hace un año que estamos casados y hasta la fecha no puede concebir.

       El médico fijó su mirada en él, tratando de identificarlo.

       Heliodoro notó el titubeo del doctor Herminio, y explicó:

      –– Mi padre se llamó como yo: Heliodoro Quintero. Era el dueño del rancho…

       –– ¡Ya, ya –lo interrumpió el médico–. Tu padre murió hace unos diez años, y Anita, tu madre, lo siguió meses después, a causa de la tristeza, dicen algunos.

     Sobrevino un prolongado silencio. Minerva apretaba más el nudo ya sudoroso de sus manos. Heliodoro, seguro de sí mismo, mantenía la cabeza erguida, con la mirada fija en los ojos del médico. Éste, por su parte, intentaba encontrar las expresiones adecuadas, pero advirtió la impaciencia de Heliodoro y, antes de que éste abundara en el planteamiento, decidió hablarle sin rodeos:

     ––Mira, muchacho, hace veintitantos años, Anita, sin saber que ya estabas en su seno, ingirió medicamentos de efectos secundarios seriamente nocivos para las células germinales. Cuando se dio cuenta de su embarazo, vino con tu padre a consultarme, pero ya era demasiado tarde. Ahora, como entonces, nada puede hacerse: tu esterilidad es congénita y, en consecuencia, irreversible. Lo siento.

      Un resorte de ira lanzó de la silla a Heliodoro. Quiso gritar, protestar, decir que eso era un absurdo, pero no pudo: las palabras del médico habían abierto a sus pies un abismo en el que iba cayendo, como en una pesadilla. La mente se le oscureció, y terminó por quedarse clavado en su sitio.

        No supo cómo ni quién lo condujo de regreso a casa.

      Cuando recobró parte de la lucidez, estaba con los brazos apoyados en un travesaño de la caballeriza, con la mirada fija en el apretado grupo de potros que se sombreaban en un rincón de la galera. Un impulso interior lo hizo acercarse al zaino. Lo sujetó de la crin con la mano izquierda y le gritó “¡vamos!”, al tiempo que, de un salto, se montó en él. El potro salió a todo galope, por la puerta trasera.

     Al llegar al primer canal de riego, Heliodoro volvió a caer en un profundo, aunque momentáneo, abandono. El golpeteo rápido de los cascos del potro fue apagándose hasta hacerse uno con el rumor del apacible viento que soplaba sobre los largos y simétricos plantíos de limoneros y papayos por los que iban pasando.

       El zaino se detuvo en la margen izquierda de la presa del Río Verde y, con las orejas echadas hacia delante, se quedó quieto, mirando la ancha y espumosa cascada del vertedero.

     Transcurridos unos minutos, Heliodoro desmontó, le hizo una leve caricia al caballo y caminó hacia una de las grandes rocas que se encuentran río abajo.

      Estuvo ahí, sentado, el resto de la tarde. Una y otra vez reconstruía escenas rápidas, complicadas e inconexas, de un mar agitado cuyas olas reventaban siempre en una ira sorda e ineludible. A sus espaldas, unos vetustos árboles de tamarindo guardaban respetuoso silencio.

        Anochecía.

    El traquido de un revólver dispersó a los pichichis en vuelo, y las luciérnagas iniciaron su ronda amorosa de aquella noche.




Gonzalo Núñez Vásquez nació en Huitzo, Oax., en 1936. Narrador, periodista, catedrático universitario y exprofesor de latín del Seminario Pontificio de Oaxaca. Ha colaborado en El Heraldo de México, El Universal y en diversos diarios oaxaqueños. Ha publicado cuentos en algunos suplementos culturales del país y en las revistas Cantera Verde, Tierra Adentro, Gaceta UABJO y otras, así como en la antología Oficio de Cantera (1991). Es integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca.

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