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La ribera


Nadia Villafuerte


Padre, voy a hacerle mi confesión. Ay padre, padrecito. No sólo estoy así, es que en la noche a mis pies les salen escamas que luego se convierten en bombas, llagas y luego se revientan y... qué bueno que ha venido a darme la bendición... échele agua bendita a mis pies, a mi cuerpo, para ver si así se me olvida el ardor.
     Yo me casé medio enamorada. No sé si usted sabe pero soy de la costa. A mi marido lo conocí una vez que llegó a comprar queso y camarón salado para traer aquí, a la ribera. Soy de un pueblo de pescadores... tuve muchos novios. Es que la verdad el calor de por allá le revienta a uno el cuerpo. Cómo recuerdo el malecón, mucho más bonito que éste. Las tardes anaranjadas, el muelle desnudo, las lanchas ya vacías por ahí de las seis. Y los hombres rojos de tanto sol, morenos y brillosos por la sal, igualitos que yo cuando me paseaba con mi vestido blanco, uno que me costuró mi tía Flor, con olán de encaje y escotado de los hombros... me veía bonita... Ah, pues ése tenía puesto cuando llegó Caralampio Nangularí. Cómo me reí cuando me dijo su apellido.
      Fue un viernes. Me chuleó mis ojos, me dijo que eran como camarones frescos. Ni siquiera me preguntó si quería darle un beso, nomás se juntó muy cerquita y me encendió los labios. Ahí va mi primer pecado, padre. Me hice su mujer antes de la cuenta. Fue en una lancha que olía a pescado... la tarde ya estaba pasadita de las seis. Estaba oscuro, negros eran sus ojos. Yo tenía quince años... él, como 32. Pero le juro que no se le notaba. Su piel olía a queso, a camarón fresco, su boca estaba salada. Al otro día... ¿no le importa que le cuente los detalles? Es que como no he tenido con quien platicar... Bueno, pues al otro día se presentó a mi casa, le dijo a mi papá que era hombre de fiar, que tenía una marisquería en la ribera de Cupasmí y que quería casarse conmigo.
      A mi padre, que Dios lo tenga en la gloria, ya le habían dicho que estaba floreando mi cuerpo. Así que, con una dote de camarones, quesos, crema y un ventilador de aspas enceradas, él dijo ¡que se haga la fiesta! Y duró tres días y cinco noches. Dos más para nosotros porque nos fuimos de luna de miel al puerto grande, ahí, donde el sol nos había puesto los cuerpos a hervir, en la playa de olas blancas. Regresamos a despedirnos de los pescadores... ahí estaba José, que me miró con unos ojos que me dieron miedo. Es que era mi novio... ay, padre, perdone, pero, ahorita que me acuerdo, yo ya había pecado porque con el José ya habíamos hecho algo en el malecón, me desnudó con sus ojos, metió su lengua como nunca nadie lo había hecho... nos mecimos al ritmo de su lancha y del mar muerto. Yo lo quería pero... dígame, ¿qué iba yo a hacer con un muchachito igual que yo, que no tenía más futuro que el mar grande, grande, pero que seguía siendo el mismo mar? Pues no. Como que por eso Caralampio me conquistó lueguito. Porque ya estaba más vivido, era un hombre. Además, me quería hasta que... ¿Qué hora es, padre? Cuando lleguen las siete de la tarde me avisa...
      Me enseñó la ribera y el malecón, muy arreglado, con bancas hechas de piedra caliza; la marisquería a la que cambió de nombre y le puso "Mi costeña", por mí, claro. Y luego, nuestra casa, amplia, de un color rosa tierno, con una banqueta alta afuera, dos ventanas grandes que tenían ladrillos colorados en la orilla. Atrás estaba el fregadero, un jardín con flores, palmas, bugambilias rojas y cocoteros. También ¡ay! para mi fortuna y desgracia, un altito como mirador abierto al río... río de agua dulce. El río que por las noches nos adormecía y por donde él se apareció por primera vez. Él, el mismísimo demonio.
      A los dos años tuvimos a Asunción, mi niña linda. Después nació mi Bernardo. Casi no veía a Caralampio porque se la pasaba de viaje en viaje a la costa grande, trabaja y trabaja pa'que la marisquería estuviera llena. Yo atendía hasta las cinco de la tarde. Doña Esther, mi vecina, cuidaba a los niños hasta que yo llegaba. Ya era una rutina de todas las tardes regresar por el malecón para ver cómo el agua, después de verde caliente se iba poniendo azul mientras el sol se dejaba escurrir por los cerros.
       Mi Asunción cumplió en marzo 13 años. Tenía los ojos remilgados de su papá. En cambio Bernardo los tenía grandes, igual que los míos, como camarones frescos. Y fue en marzo cuando ocurrió mi desgracia. Lo recuerdo por el calor que había y porque en ese mes la Asunción, al cumplir los trece, se fue con un muchacho del embarcadero. Cómo lloré, mi muchachita, tan niña todavía, pero mi marido me quitó el llanto cuando me recordó que yo también me había casado joven. Y ni modo, qué va uno a hacer cuando la calentura se nos llega tan rápido.
       Las cosas cambiaron, padre. Caralampio se la pasaba en la marisquería, tomando cerveza con sus clientes. Mi Bernardo, que para ese entonces ya tenía quince años, me acompañaba en las tardes, pero en una de esas se quedó, quién sabe dónde, y sucedió lo que no había hecho más que empezar...
      Estaba cansada, manchado mi vestido, rasposos mis dedos de tanto pelar camarón salado. Sentí ganas de ir a ver el río en el mirador, atrasito de la casa. No olvido ese paisaje. Decían las malas lenguas y la mía que no es tan buena que, en la ribera de enfrente, había un brujo. No se miraban las casas, sino un ramerío verde, platanares, pequeñas milpas tragando agua. Desde ahí vi clarito una sombra, un hombre que se arrojó al río y lo cruzó con sus brazos. Cuando llegó a la orilla, muy cerquita de donde yo estaba, lo vi salir del agua así como Dios lo trajo al mundo, desnudo, con el agua dulce corriéndole por el pecho, por sus músculos, por su vientre y... ¡ay! padre, discúlpeme, pero cada que me acuerdo se me enciende la cara y siento que el fuego me recorre la lengua. Cuando lo vi me puse como animal en celo. A esa hora tocaron la puerta y no tuve más que ir a abrir. Era mi marido que había regresado. Me encontró pálida, cuando volví al miradorcito ya estaba oscuro, nada había.
      No pude dormir. Estaba muy inquieta. El Caralampio que venía borracho, me quitó la sábana del cuerpo, pero estuve distraída, piensa y piensa en el hombre ese que se apareció en el río. Al otro día Caralampio me dijo que se iría a Costa Grande y no iba a regresar en una semana. Entonces le dije a Bernardo que atendiera la marisquería pues estaba cansada y no deseaba ir a destapar cervezas.
           Eran las seis. Porque el sol ya se empezaba a achiquitar, a exprimirse en el cerro casi verde, casi azul, casi negro. A los treinta padre, con ese cuerpo mío que no parecía que tuviera dos hijos ya grandes, uno tiene su calor escondido, sobre todo cuando el marido -y ¡ay!, ahora sí se le notaban a mi Caralampio los 47 años-, ya no la toca a uno... y sólo se la pasa borracho. Pues me acerqué inquieta al mirador, que ya no era tan bonito como cuando recién llegamos. Volví a ver lo que mis ojos tanto deseaban. El ramerío verde con su humedad, el río clareando su color mojado, la sombra que se convertía en hombre, el hombre que se arrojaba para cruzarlo como que si con sus brillosos brazos cortara de tajo a la corriente, él saliendo del agua dulce, con el dulce olor del río resbalándose por su desnudo cuerpo.
          Se sonrió conmigo. Eran las seis de la tarde todavía. No sé cómo bajé entre los cocoteros pero cuando vine a ver estaba ahí... junto con sus ojos raros y su piel chorreando agua. Me tomó de las manos, yo temblaba toda. Fuimos del otro lado del malecón, donde casi no llega gente y una roca oscurece rápido el agua del río. El sol ya no se veía y la noche se nos fue metiendo por los ojos, por la boca, hasta que de repente me sentí... desnuda.
      Eran las ganas las que me estaban consumiendo, mis pechos se hincharon, sentía que entre mis piernas algo palpitaba. Con su lengua empapada de agua dulce me empezó a besar... Me senté en el borde de cemento y piedras que el presidente municipal mandó a remodelar dos años antes, se miraba bonito el malecón. Y así desnuda, no quería sino remojarme en el agua del río que a esas horas estaba tibia. El calor me estaba mordiendo los pechos y las caderas y las piernas. Mis pies danzaban en el agua limpia, clara porque mis dedos se miraban claros. Él, con las gotas escurriéndole en su cuerpo, se empezó a meter al agua, completito. Me miraba raro. Primero me lamió las piernas y su lengua empezó a bajar. Y el agua no podía ser más húmeda con mis pies dentro del río y su boca dentro del río y su lengua más mojada que toda el agua junta en el río de agua dulce, verde y hasta azul.
            Con su lengua metida en el agua empezó a lamerme las plantas de mis pies, que estaban blanditos de tanta humedad. Había puesto mis brazos hacia atrás, mi cuerpo descansaba al aire y la espalda se me fue arqueando toda. Cerré los ojos. Yo ardía, más que cuando me entregué a José en aquella barca junto con el sol y el mar muerto... De entre mis piernas brotaba agua... quería remojarme con él, zarandearme, moverme con el ritmo único del río apacible por fuera, arremolinado por dentro... pero el placer se convirtió de pronto en un dolor, en un dolor espantoso, feo. En un segundo sentí el ardor en mis pies... Me acomodé y me percaté de que algo, alguien... mordía mis pies. Era un ser extraño... mitad pescado, mitad hombre... Sí, sí, padrecito, un pescado enorme con escamas grises o plateadas, no sé, que en la cola, en vez de tener aletas, tenía piernas. Y su boca redonda y pegajosa me mordisqueaba los pies que ya estaban como encostrados, pelados, sangrando. Había alrededor del animal una cosa verde con lama que cubría la piel del horrible pescado... hombre o qué se yo que era. Empecé a gritar como pude, fuerte, muy fuerte porque el dolor me puso sorda y ya no sentía mi cuerpo... me jalaba el animal, el agua estaba caliente, hirviendo diría yo, mis manos se empezaron a resbalar... y de ahí nada recuerdo porque me desmayé de tanto dolor y no desperté sino en mi cama, con mucho frío y la sábana cubriéndome hasta los tobillos... vi mis pies, padre, lastimados, con bombas de agua que se ponían rojas y empezaban a reventar...
            Lo que se sabe es lo otro... Caralampio regresó cuando supo que a Bernardo lo habían encarcelado. Fue Bernardo quien lo mató. Mi hijo, con sus ojos como de camarón fresco y sus quince años. No se cómo llegó hasta ahí. Él dice que nos encontró desnudos, se le encendió la furia y que... lo mató por honrar a su padre. Bernardo me odia. Caralampio hizo y deshizo para sacarlo de la cárcel. Y los dos se fueron a quién sabe dónde. Sólo doña Esther se apiadó de mí y desde entonces me cura los pies lastimados, mis piernas entumidas que ya no se mueven. La gente me ve como apestada, dicen que por malamujer, Diosito me ha castigado. Ellos piensan que fue sólo el hombre desnudo, mi hijo limpiando con la muerte la deshonra de su madre, los dos abandonándome, yo enferma, sola y pobre en este cuartito que doña Esther me ha dejado para pasar mis últimos días. Pero no sólo es eso, han transcurrido cinco años y las escamas que le salen a mi piel desde aquella tarde se han encaramado hasta la cintura. Sí, padre, me han llegado hasta la mitad de mi cuerpo y crecen cada vez más rápido... por eso pienso que no me queda mucho tiempo viva. Este ardor en la piel ya no lo aguanto. Le he dicho a doña Esther que, aunque sea el último pecado me dé a beber leche agria, lo que sea, por el amor de Dios, para que ya no me duela tanto el cuerpo. Échele agua bendita a mis pies, que es de donde brotan las escamas y perdóneme, interceda por mí, deme su bendición, el día de mañana, quién sabe si despierte...

Nadia Villafuerte nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1978. Estudió Ciencias de la Comunicación y Música en la UNACH y UNICACH, ambas universidades de Chiapas; realizó el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Es becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.


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