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Después del departamento de Gina

Víctor Vásquez Quintas


Después del departamento de Gina, salió del edificio y caminó bajo la incesante lluvia nocturna hasta su coche. La hilera de árboles que adornaban la calle lo protegía; iba recordando la cara de ella al despedirse, sus carnosos labios rosas y sus ojos oscuros como la noche; sólo hacía dos semanas que llevaban juntos. Encendió el motor y las luces; la lluvia era tupida y fuerte, las gotas sonaban a grava contra el vidrio del parabrisas; adecuó la velocidad de los limpiadores y del aire acondicionado. Condujo hacia su casa, al otro lado de la ciudad; quería llegar pronto, tomar una taza de café bien caliente, tardarse media hora en la regadera y dormirse inmediatamente para soñar con Gina. Cruzar el centro de la ciudad significaba hacer veinte dilatados minutos por tantos semáforos, aunque podía tener suerte y le tocaran sólo verdes. Prefirió tomar la salida que llevaba por la carretera del cerro para acortar el tiempo del recorrido.

     Conforme subía por la carretera, las luces de la ciudad fueron haciéndose cada vez más pequeñas, llegando a parecer estrellas bajo la lluvia. Aceleró hasta que el velocímetro marcó sesenta. Estaba consciente de que esa noche era peligroso conducir más rápido. Encendió la radio, tocaban una canción romántica y al escucharla retornaron los recuerdos sobre Gina. Sin duda esa tarde en el cine, y luego el café en los portales, había sido lo mejor(aunque nada se comparaba al ceñir con sus manos la estrecha cintura de ella, sintiendo con los dedos meñiques cómo más abajo la forma se hacía voluptuosa, casi irresistible de tocar). Escudriñó con la vista la carretera y distinguió que se acercaba a una curva cerrada; apretó con fuerza el volante y quitó el pie del acelerador para volver a presionarlo al salir de la curva y retomar los sesenta kilómetros por hora. La lluvia hacía indistinguible la línea amarilla que dividía los carriles. La duda de ir invadiendo el carril contrario le hizo disminuir a cuarenta. Se alzó un poco del asiento para ver el pavimento, y de todas formas para cerciorarse, movió el volante un poco a la derecha. Siguieron varias curvas menos peligrosas y el pensamiento acerca de Gina regresó con mayor intensidad; tenía el olor de su perfume en las manos, alcanzaba a percibirlo. Le cruzó por la mente acercarse la palma de su mano a la nariz para olerlo. Pero consideró que eso ya era demasiado, era saltar al terreno de la obsesión.

      La lluvia arreció sincrónicamente al empezar otra tierna canción. Se hizo imposible ver más allá de un metro de distancia. Las nubes parecían haberse roto por completo: las gotas se convirtieron en chorros de agua. Entonces se percató que el pavimento iba esbozando el inicio de una curva ciega. Vio de reojo el barranco y las diminutas luces a amontonadas de la ciudad. Disminuyó la velocidad con lentitud. Faltaba poco para bajar del cerro y tomar la avenida toda de frente hasta llegar a casa. De pronto, surgieron de los chorros de agua dos luces en sentido contrario. Viró con rapidez el volante; la solidez del asfalto desapareció cambiando a la suavidad del vacío. Luego, el carro rodó; sintió la cabeza yendo de adelante hacia atrás con violencia; después vio a los matorrales asomarse por las ventanas antes de perder el sentido.

     Cuando abrió los ojos estaba sumergido en una piscina de agua rojiza y aceitosa. El líquido estaba por todos lados; no distinguía paredes; estaba inmóvil. Como sueño era curioso porque sentía los pulmones reteniendo el aire; empezó a exasperarse. Pensó que al momento de sentir el agua aceitosa llenando sus pulmones despertaría de esa pesadilla para encontrarse todo golpeado y sangrante; vería los vidrios del coche rotos y sentiría algunas astillas picándole la cara y los brazos, mientras la sangre lo bañaba calentándole el cuerpo; oiría el sonido de las sirenas, de las patrullas y ambulancias, las voces de los policías preguntando si estaba bien. Entonces el gritaría diciendo que sí. Posteriormente, distinguiría a los paramédicos con sus cascos llamativos; luego el sonido metálico de la puerta siendo destrabada, lo subirían a la camilla y olería el alcohol; probaría el sabor de su sangre antes de limpiarle la cara; escucharía las palabras tranquilizantes del paramédico diciéndole que no se preocupara, que sólo tenía algunas costillas rotas pero nada grave y, horas después en alguna camilla del hospital, al percibir el perfume dulce de Gina despertaría; la mano de ella estaría tocando su mejilla raspada y quedaría absorto en sus ojos negros, profundos, para observar cómo ella se acercaba tiernamente, enseñando sus dientes blancos con una sonrisa, dándole un beso. Todo eso pasaría, pensó.

     Pero al respirar, dispuesto a salir de esa pesadilla y a sentir el líquido ardiéndole en la nariz y ahogándole, cosa extraña, no sintió ningún ahogo. En cambio, continuó respirando tranquilamente. Se desconcertó. El pánico lo atiborró por completo. ¿Y si estaba en coma y quedaba atrapado en ese sueño hasta quién sabe cuándo?, ¿o para siempre? Sintió el corazón bombear violentamente al mismo tiempo que intentaba mover los brazos para deshacer la pesadilla; estaba a punto de llorar cuando apareció en el agua, frente a él, una abertura ovalada por donde entraba una fría luminosidad, semejante a aquel invierno que había pasado hace dos años en Finlandia con sus padres, cuando por curiosidad se metió a nadar en el agua helada. Algo le hizo virar y la abertura le quedó arriba, sobre su cabeza. La luz lo comenzó a jalar. Minutos después, empezó a entrar en ese hueco, abriéndose paso con dificultad. Era tan estrecho que le apretaba en demasía la cabeza. Su cuerpo entero fue absorbido. El frío aumentó a mil. Se sentía un enano en el espacio. La luz le cegó los y tuvo miedo. Una mano le sujetó de los pies mientras otra lo nalgueaba; lloró de angustia; escuchó voces extrañas, risas y felicitaciones. Una toalla enorme lo cubrió del frío haciéndolo sumergirse en un sueño placentero. Al despertar, no tenía idea de cuánto tiempo había dormido. Se encontró con unos ojos negros que lo miraban curiosos, tan parecidos a los de Gina. Entusiasmado de que fuera ella la miró para luego desconcertarse al ver unas facciones desconocidas pero insólitamente familiares, casi maternales. Cuando comprendió todo: que la muerte lleva a otra vida en el mismo mundo y tiempo, lloró de nostalgia por su otra vida, pero un seno entró en su boca y lo calló. Meses después todavía recordaba la vida pasada; tenía miles de preguntas que hacer pero tenía la lengua tan pesada que todo lo que hablaba eran balbuceos. Meses después, cuando por fin pudo pronunciar la primera palabra, Gina y los recuerdos de la otra vida inmediatamente se desvanecieron para dejarle la mente y el cuerpo en blanco, listos para comenzar otra vez el ciclo.

Víctor Vásquez Quintas nació en la ciudad de Oaxaca el 26 de enero de 1984. Estudia Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid.


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