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La luz de las Luciérnagas es
Efímera
Olaf Ramírez Robles
Libre y despreocupado como un zopilote, así
quiero vivir, le digo.
—¡Qué bonito hablas! –es
lo primero que dice desde que anocheció.
Y sí, tal vez hable muy bonito, pero con
frases robadas.
Es apenas de noche, y el reflejo de la luna sobre el
camino conduce la idea de que Nancy nunca será mía. No
sé a qué huele su boca; de sus labios sólo he
recibido besos desecados, sin mayor cuestión que el saludo.
Camino restituyendo mi enfado, mi enojo hacia su barrera de austeridad.
Riño contra mi actitud incapaz de conquistarla.
Tomo una luciérnaga suspendida en el aire mientras
ella observa otra que se va. La estrujo hasta deshacerla. Luego, con
una disimulada caricia, limpio mi mano en su blusa blanca. Se apacigua
mi enfado.
La valla de eucaliptos constituye una defensa contra el
viento. Terminada esta valla, inicia un platanar donde recobra fuerza
el aire. La valla del recato de Nancy me mantiene con ella. De haberla
tenido, de saber de su sexo, mi enamoramiento estaría repuesto
de su menosprecio. Su blusa sería solamente blanca; mi esmerada
imaginación tendría reposo. Es que, dice García
Márquez, el encanto del enamoramiento no encuentra reposo sino
en la cama.
Abandono el camino para bajar al platanar. Se
inquieta. La reconforto diciendo que es nuestro el terreno.
No encuentro un solo plátano maduro.
Era de esperarse.
La botella vacía, hambre, sed. Regreso con ella.
Toma mi brazo, continuamos hacia el pueblo.
-Caminamos como en tiempos de don Porfirio.
Parecemos novios –dice alegremente.
¡Parecemos novios! Una mujer que no ha sido
mía -que nunca lo será- parece mi novia. ¡Parecemos
novios...!
Alguien ha orinado sobre la carretera en forma de
culebra. La orinada en forma de culebra nos entretiene. Le encuentra
cabeza.
—Ponle cola -señala.
Me mantengo indiferente. Nada digo. Es el pago a
los besos que no he tenido. Después de este verano
continúa el invierno y su corazón será más
frío conmigo. Tengo veinticuatro años, ¿qué
será de mí a los treinta? Ni una prima mía
pensará siquiera caminar conmigo para ver pasar
luciérnagas. Ella -inconsciente- desperdicia mi aliento fresco,
desperdicia mi tiempo.
—Tienes qué entender -adivina
mis pensamientos-: soy tu prima.
Qué me importa si es mi prima. Ni su belleza
interesa ahora. Necesito contarle a mi amigo José (él me
contó de Eva, Tania, Alma...) de la textura de su lengua, de la
encrucijada de su vello, creo que muy bello púbico.
¡Pero qué demonios...!
Nuevamente dice ¡no! Y no tengo valor
para obligarla.
Distraigo mi obsesión con otra
luciérnaga. Regálamela, me pide. Soy un dios obsequiando
vida, pero no puedo siquiera besarla. Desprende la luz, la embarra
contra mi ropa. Avienta el resto. Ha de pensar la ingenua que
volverá a iluminar su camino en otra ocasión.
La luz que me perteneció es tan
efímera como la idea de que ella es inhumana. Tan humana es que,
bajo las sombras proyectadas por la luna sobre este árbol,
distingo el principio del pecho de una mujer que no he tenido.
—No quiero mañana levantarme temprano.
Cuando el sol esté alto, entonces me levantaré. Hoy nada
de café que nos quite el sueño. ¿Dormiremos en
camas separadas de nuevo? -así le digo-. A Raquel le gustaba
despertar tarde. Amanecía cansada, llena de fruta de la media
noche, cansada de escuchar a Chalino Sánchez. Y me dejó
por uno que ganaba tres mil pesos al mes.
—Tres mil es muy poco.
—Yo no gano nada.
—Mi beca es mucho más que eso, y apenas me
alcanza para libros -presume.
¿De qué libros habla? No se mantiene
leyendo más que con libros de mi librero y con los regalos de
otros tantos imbéciles que como yo quieren quedar bien con ella.
Un fulano que en cada visita le llevaba casetes de trova y best
sellers, aun siendo desagradable, insistió tanto que
terminó por chuparle los labios, tocarle los senos y manosearla
hasta cogérsela. Textualmente. Lo leí en su
diario-cuaderno cuando me prestó apuntes de una materia que
reprobé. Nunca supo más de él, o es lo que me
contó cuando la obligué a relatarme los hechos de
cómo un extraño, sin más derechos que yo, pudo
doblegarla. ¡Ay!, solamente dice, es que yo te quiero como primo.
¿De quién diablos habrá surgido la ocurrencia de
darle a esta mujer una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes?
—¿Por qué tan ensimismado?
-pregunta.
—Estoy pensando muy mal de ti.
—Ay, cómo eres conmigo.
—¿Cómo soy contigo?
—Muy así.
—Cómo.
—Pues muy así.
El jurado del apoyo literario estaba dormido; o tal
vez pensaban en sus senos y piernas mientras leían sus textos.
Aunque también la premiaría sólo por ser bonita.
—A ella le cantaba la de Bonita.
Abandoné la escuela de leyes para estar con ella en el Distrito
Federal. El pretexto, la literatura.
—Muy buen pretexto. También fue bueno
para estar juntos más tiempo. Tú tienes qué
escribir mucho -dice, aún sujeta de mi brazo.
¿A quién le interesa escribir?, sólo
a ella que quiere ser otra Rosario Castellanos.
—Al tercer día de clases llegó
a casa para informarme de mi inmadurez. No tengo
dinero, no trabajo, no tengo departamento, no soy licenciado...
Comenzó a enumerar todo con lo que contaba su exnovio. En mi
ropero sólo quedó algo de su ropa interior, de
algodón. Regalé una a una cada prenda.
—¡Ah! -dice. No pudo decir nada mejor
esta vez.
Pero jamás me hubiera importado esta mujer
de no haber descubierto en su diario-cuaderno que me notaba
interesante, y hasta culto. Tenía el peso de la relación
con Raquel como para nuevo amor. Además, su amiga sería
la indicada para el clavo que saca otro clavo. Después fue su
resistencia lo que me mantuvo firme en la intención de tenerla.
¡Una sola vez!, llegué a rogarle.
El sonido de un automóvil nos obliga a
recorrernos a la orilla. Este auto avanza con las luces apagadas,
circula frente a nosotros que sólo miramos como baja la cuesta.
Nos abrazamos, ahora sí como enamorados. Acaricio la espalda por
sobre su ropa. No objeta; es lo permitido en nuestra relación.
—¡José! -dice. Y es tan
común que trate de aparentar descuido mientras la abrazo, que no
la tomo en cuenta. Continuamos el camino. Al no encontrar reclamo, su
justificación es más falsa que mi amor por ella-.
Perdóname, es que pienso tanto en él, que...
La arboleda no permite distinguir
todavía el pueblo. Por entre las ramas logra filtrarse la
música de un aparato de sonido. Nada más. Ni ladridos. De
animales nocturnos solamente luciérnagas, pero la luz de las
luciérnagas es efímera. Y el auto debió haber
llegado al río. Solamente ella y yo, solos, en medio de la
carretera por donde ya nadie transita. Ella indispuesta.
—¿Qué música es
esa?
—Sones y jarabes mixes -respondo.
—¿Por qué sones y
jarabes mixes en la Sierra Zapoteca?
—Nomás.
—¡Qué lindo es nuestro
pueblo! -dice.
Su vestido blanco, un escote que aprueba el
desnudo del principio de los senos. Así se describía,
así se me va.
—El instinto popular concretó que en
este lugar, la mujer de Juan tiró sus huaraches viejos y se puso
las zapatillas. Alguien encontró los huaraches, los
exhibió con los primeros a su alcance. Esa mujer quiso
engañar tratando de hacernos entender que había
atravesado la Sierra con zapatillas; nos trató de engañar
haciéndonos creer que ocupaba zapatillas blancas hasta para
cruzar la selva entera…
—Deberías escribir todo lo que
cuentas -me interrumpe antes de llegar al chiste. Se lo digo. No digo
más. ¿Acaso podría empezar el relato diciendo El
instinto popular…? ¿Y de dónde saca esta muchacha
que a la gente le pueda interesar esto? Mi deseo era sólo
contarle un chiste. Se lo perdió. Ahora no hacemos más
que caminar. Ella me mira, inquieta.
—Continúa, no te calles. Dime
qué más.
Únicamente caminamos,
acercándonos a pasos lentos al primer poste de luz.
Ella insiste: Continúa. No pienso
decir nada más. Se lo merece.
Olaf Ramírez Robles nació el 28 de febrero de
1979 en la Sierra Norte de Oaxaca. Cursó el diplomado en
creación literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM,
ciudad de México. Es integrante del taller literario de la
Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Ha publicado en Cantera
Verde.
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