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Crepúsculo

Humberto Macedo

Para Andrea, dondequiera que se encuentre


El sonido del timbre me sustrae del sueño. No consigo recordar las imágenes, tan sólo permanece la angustia en mi pecho que lentamente se desliza hacia el estómago. Al mirar mi rostro reflejado en el cristal de la ventana descubro que estoy hecha un desastre. ¡Sólo a él se le ocurre llamar a medianoche para preguntarme si puede venir! Ya sabe que siempre lo recibiré. Quién me viera, tan dócil. Y enamorada. Si Lula lo supiera, se burlaría. Supongo que un día de éstos le diré. Por cierto, debo llamarla, o creerá que sólo me acuerdo de ella para que pague la renta. Mañana lo haré; quizá aproveche y le cuente. Carajo, sigo asustada.
     Al acercarme a la puerta recuerdo su voz alterada por el apremio, el mismo con que ahora hunde sin cesar el dedo en el timbre, como si su vida, no sólo la presente, sino también la pretérita y la futura, dependiera de que le abra o no. Me angustió mucho su llamada, creí que la hacía desde la Cruz Roja o la cárcel. De seguro por su culpa tuve la pesadilla.
       Espero un poco antes de abrirle, me gusta observarlo a través del ojo de la puerta, sin que se dé cuenta. Al verlo encender un nuevo cigarrillo, mirar hacia todos lados y de nuevo apretar el timbre, regresa mi angustia. Hay algo raro en él, luce nervioso, grave. Es la primera vez que lo veo así. Mejor le abro.
      Entra sin decir nada y corre hacia el baño. Su mochila cae pesada al pie de la puerta. Luego de echar los cerrojos y guardar su mochila en el armario, me coloco frente al baño. Tarda demasiado allí dentro, ¿estará enfermo? Comienzo a temer. De pronto abre. Su semblante me asusta: el agua le escurre por las sienes y los labios, su mirada brilla como si me odiara. Me besa buscando frenéticamente mi lengua y sus manos se aferran a mis nalgas. Me separo, pero de nuevo me acorrala; sus manos envuelven mis senos, me tiemblan las piernas al sentir su miembro crecido. Me vuelvo violentamente y al afrontar sus ojos confirmo que algo no anda bien. Intento contrarrestar esa idea respondiendo con la misma agresividad que él: entierro las uñas en su nuca, lamo su cuello empapado de sudor que sabe a angustia, estrecho nuestros cuerpos…Las respiraciones se agitan a cada lengüetazo, a cada mordida, a cada roce, como si los jadeos fueran a desvanecer nuestras ropas. Me levanta la falda: no hay ropa interior debajo. Sus uñas juegan con los vellos de mi pubis, mientras le acaricio la piel de la espalda. Su olor a cerveza, mariguana y días de no bañarse me excita casi hasta la locura; apenas puedo hilar mis pensamientos. Al sentir que me allana con sus dedos, mi cadera se tensa en actitud defensiva, ante el súbito recuerdo de la pesadilla y el vacío en mi estómago que se acentúa. Trato de ignorar este miedo ambiguo, inasequible, concentrándome en las manos que me recorren, en la lujuria que las alienta. Me dejo llevar hasta la duela y separo las piernas tanto como quisiera que esta pasión que nos une no fuera producto de la desesperación.
     Hacemos el amor de una manera casi animal, sobre el piso, con las persianas abiertas, el radio sonando muy lejano, el perro de los vecinos de arriba ladrando. De mis entrañas se liberan sordos espasmos que retumban en mi corazón como petardos. Un asfixiante calor entre mis piernas me hace creer que algo muy íntimo se ha inmolado a cambio del placer que me embarga. Su aliento, también lleno de sudor, llena mis oídos; pronuncia mi nombre una y otra vez. Yo ni siquiera soy capaz de gemir.
       Al llegar el orgasmo, siento que me vacío. Su cuerpo me sofoca, el goce me hunde aún más en ese terror que inexplicablemente permanece en mí. Su grito es grave, doloroso. Ya no soporto las náuseas. Lo rechazo cuando quiere abrazarme; me incorporo y trastabillando voy hasta el baño: necesito vomitar.
      Mientras escucho el sonido del agua corriendo por el excusado siento que no estoy allí, que la pesadilla continúa; pero un líquido tibio, viscoso, deslizándose por mi muslo, me inserta en la realidad. Me reprocho nuestra falta de precaución; no comprendo por qué lo permití…Antes de que la primera lágrima se derrame recupero el aplomo y no hago más que restregarme un pedazo de papel entre las piernas.
       Cuando regreso a la sala no puedo contener la risa: sentado en el suelo, con los pantalones a la altura de los tobillos, la melena convertida en maraña y un cigarrillo consumiéndose entre sus labios, luce hermosamente ridículo. Me tumbo junto a él y le arranco el cigarrillo; fumo despacio, como si en la bocanada pudiera atrapar este instante. Hasta el humo me sabe a él. Qué mierda.
       —Es nuestra última noche juntos.
     Apenas discierno su voz. Esas palabras no entran a mi cerebro, se quedan en los oídos. No escucho, no entiendo, no quiero saber.
       —¿Qué?
       —No sé cómo se jodió la cosa. Se suponía que la transacción ya estaba acordada, sólo era cuestión de llegar, darle la mercancía e irnos; pero de pronto hubo insultos, empujones, luego el primer balazo. Entonces vi caer al Cañas, echando sangre por la boca. Al agacharme y agarrarle la cabeza ya estaba muerto. Ni siquiera dudé en tomar su fusca y soltarle un plomazo al otro cabrón. Se murió, bruja… Le volé la cara.
      Sigo sin escuchar: no quiero hacerlo. A la memoria me vienen nuestros días extintos; veintisiete para ser exactos. De nuevo estoy en el auditorio de la facultad, con mi destino ajeno al suyo, apenas separado por tres asientos vacíos. A pesar de la oscuridad sus facciones se definían perfectamente, robándome la atención de los parlamentos, cada vez más sosos. Al encenderse las luces en el intermedio, lo primero que escuché fue su voz. Me agradó su insolencia al confesarme que había entrado a la obra solamente por seguir mis pasos. No vimos el final: nos fuimos a uno de esos cafés cuyo nombre nadie conoce, pero adonde siempre se sabe llegar. Si pudiera recordar lo que dijimos durante esa primera conversación, sabría cómo consiguió acompañarme hasta la puerta de mi departamento. Parecía una colegiala, hurgando mi bolso en busca de las llaves, mordiéndome los labios mientras pensaba en que sólo quería que él se fuera y me dejara en paz, que no siguiera derrumbando con tanta facilidad esas murallas que me protegían de mis anhelos. Intentaba convencerme de que eso no estaba sucediendo, de que alguien tan perfecto no existía. Pero el hueco en el estómago, mi sexo humedecido, la imposibilidad de negarme cuando pidió que lo dejara pasar eran pruebas ineluctables de mi derrota. Apenas me di cuenta cuando me tomó por la cintura y besó mi cuello. Creo que intenté decir que no; sólo salió un gemido que apuntaló la rendición. Me desnudó con habilidad de prestidigitador y de igual manera, me reveló esa parte inimaginada de mi ser. «No», cuando quiso penetrarme; en realidad lo deseaba más que nada, pero no podía permitir tantas complacencias en una sola noche. Su mirada perdió al instante la lujuria y se tornó confusa, condescendiente. «¿Me puedo quedar? No insistiré en cogerte, tan sólo me gustaría despertar a tu lado, dormir en paz». La sonrisa que dibujó en su rostro fue como un insulto para mí: supe de antemano que él ya había sometido mi voluntad. Lo demás fue ridículo: el cosquilleo entre las piernas no me permitía dormir, me quemaba el deseo. Y él fingía no darse cuenta. No quedó allí su perversidad: me obligó a despertarlo a la mitad de la madrugada, para violarlo y gozar de mi primer orgasmo verdadero... Nunca antes había disfrutado una humillación.
      —Ya me han de estar buscando sus valedores. Si no me pelo, nos va a cargar la chingada. Dios, ¿por qué tengo tan pinche suerte?
    —No, no es cierto. Dime que estás mintiendo, que sólo quieres asustarme.
     —Ojalá…no sabes lo que yo daría para que fuera así…Puta suerte, ¡nunca me voy a quitar su mirada de muerto de la cabeza!
      ¿De verdad sucede esto? ¿Por qué? Supongo que es mi destino: no tengo derecho a ser feliz. Las palabras de Lula vienen a mi mente: el amor no vale, sufrimiento y pérdida de tiempo es lo único que se puede esperar de otra persona. Mucho tiempo lo creí, y juré que nadie me dañaría. Siempre fui yo quien jugaba con el otro. Hasta que él me volteó las reglas, sin que pudiera preverlo. Nuestro primer despertar juntos estuvo impregnado de furia. Me metí al baño y desde allí le grité que si quería desayunara y luego se fuera. A diferencia de otras veces, con otras personas, la estrategia no funcionó. El resto del día lo pasé de mal humor, sin hacer nada, envuelta en recuerdos de sensaciones que me enfurecían. Por la noche sonó el timbre; apenas pude creer que era él. Esa noche me la pasé en vela, observando su rostro encubierto por la penumbra, tratando de asimilar lo que sentía. Ya no era furia ni miedo, sólo una intensa ternura. Casi me suelto a llorar…odio derramar lágrimas, me parece un signo de cobardía…la verdad es que las aborrezco. Me recuerdan a Lula, mi madre, y su actitud de mártir. Y eso mismo se repitió cada noche que pasamos juntos, recostados en la cama, exhaustos, hartos de pasión. Supuse que era un precio justo por tenerlo a mi lado y vivir esas victorias jamás esperadas.
      —No me mires así, bruja. No fue mi culpa.
     —¡Eres un hijo de puta! ¿Cuántas veces te dije que dejaras eso? ¡Me lo habías prometido!
      —¡No me salgas con mierdas de reclamos! Era la última vez, la última. Se lo había dicho al Cañas…me pidió que lo acompañara, como compas que éramos. No pensé que los quisiera tranzar. ¡Qué pendejo fui! ¡Qué pendejo!
      Lo odio, deseo hacerlo, no puedo. Lo miro y me parece inverosímil que no habrá más noches sin dormir, manteniendo la vigilia a base de pláticas acerca de viejas canciones, chistes malos y recuerdos dolorosos de la niñez. No puedo hacerme a la idea de que ya lo perdí, que me quedaré más sola que antes, porque ahora sabré que lo estoy. No voy a llorar.
      —No me abandones, bruja. No ahora… ¿Tienes idea de lo que es cargar con un muerto en el alma? Y además saber que ya valió madre lo nuestro…
     Sus ojos húmedos, sus labios temblorosos, el rostro compungido lo hacen verse más hermoso que nunca. Una ternura que duele, como si me arrancara la vida, me obliga a alejarme. Me levanto, doy un par de vueltas alrededor de la estancia; me siento perdida, como si no viera nada más allá de mis pestañas. Necesito un guía. Extiendo la mano y lo ayudo a incorporarse, muy lentamente. Su boca sabe amarga. Lo conduzco a la cama, abro las piernas, lo recibo. Mientras se mueve sobre mí, pienso en el embarazo, en que sería una parte de él conmigo, por siempre. El temor se sustituye con anhelo; no es suficiente para engañarme. Lo odio, quiero matarlo, le entierro las uñas hasta hacerlo gritar…Apresuro el final, como una pueril venganza.
     —Ven conmigo: no podré estar separado de ti.
     Aspiro rencorosamente del cigarrillo. Pienso. Concluyo.
     —¿Adónde?
     —No sé; a cualquier lado. Estaríamos juntos: es lo que importa.
   —¿En serio?—Mis palabras nos duelen—¿Por cuánto tiempo? ¿Cómo sobreviviríamos? No me digas que con tu negocio de porquería. No quiero que me maten.
     Me mira con furia, mas no la siente hacia mí. Sabe que tengo razón, que tengo derecho a la crueldad.
     Su silencio me rompe las entrañas. Estoy a punto de decirle que iré con él hasta la Patagonia. De nuevo me obliga a negar mi deseo; no sé si seguiré soportándolo…Cuando me enteré a qué se dedicaba, supe que este día iba a llegar; sólo que no se me ocurrió que sería tan pronto. ¿Por qué me quedé a su lado?...para qué me hago idiota, si con él he conocido lo que es sentir la vida a flor de piel…No, debo convencerme de que no es así: es lo único que me queda.
   —Si algo bueno me pasó en la vida, eso fuiste tú, bruja. Jamás me perdonaré haberlo jodido.
     —Ojalá pudiera odiarte por esto, pero ¿cómo?, si eres amable en toda la extensión de la palabra. Me demostraste que la felicidad no me estaba negada. Nunca lo olvidaré. —Me sorprendo de las mentiras que digo; no comprendo por qué callar mi rencor, mi frustración. Al menos le duelen mis palabras.
    Recostados sobre el colchón hablamos de mil cosas. De cómo sería si decidiéramos escapar juntos. Me cuenta chistes que me obligan a reír dolorosamente. Planeamos, una vez más, el futuro. Me promete que volverá, cuando el asunto se enfríe. Le juro que lo estaré esperando. Ninguno de los dos mentimos, pero sabemos que nuestras palabras no son verdad. El cansancio nos abruma. Me resisto a dormir; quiero sentirlo un poco más, tatuarme su olor en el cerebro, perpetuar la sensación de su piel en mis manos, negar la realidad. Pero tampoco soy tan fuerte como para afrontar eso sola, es mejor soñar.
     Al despertar lo encuentro recorriendo mi vientre con sus dedos; sin embargo, sus ojos están perdidos: no sé a quién observa; quizá al amanecer que pronto llegará. En su rostro encuentro un dolor que se va a quedar conmigo, en lugar de sus caricias. Una lágrima casi escapa de mis ojos. Entonces él me cubre con su cuerpo, que hace arder al mío. Intenta llevarnos a ese lugar sin nombre por última vez. Casi sucumbo, pero me sobrepongo al deseo y lo detengo. No le permitiré darme el tiro de gracia. Abandona la cama y levanta su ropa del suelo metódicamente. Desde la primera vez que lo vi efectuar ese ritual, aunque existía la promesa de que regresaría, me embargaba un sentimiento que no sabía si era miedo o sufrimiento. Ahora que esa promesa es inexistente, no siento nada, lo que me parece peor. Prefiero darle la espalda, acariciar los cristales de la ventana, mientras me muerdo los labios.
      Su reflejo está frente a mí: el cabello enredado, los ojos enrojecidos, la camisa mal fajada. Espera. Tomo las llaves y salgo en silencio de la habitación, para luego dirigirme hasta la puerta. El ruido de los cerrojos es igual al de los truenos en la tempestad. Siento húmeda la vista.
      Intenta besarme, pero lo detengo con una sonrisa; me trago los «no te vayas», los «me voy contigo», los «sin ti me moriré», los «te odio». Sin embargo, él sabe que existen, y que, aunque quiere escucharlos, no le daré ese último placer. Acaricia mi rostro, clava su mirada en la mía. Al igual que yo, trata de guardar en su memoria cada facción, cada gesto. Sólo que no compartimos el mismo fin. Se le desfigura la cara. Hermoso.
      —Adiós, bruja. Te prometo que...
     Le pongo un dedo en los labios, que se calle. Siento deseos de besarlo; en lugar de eso, lo empujo y cierro la puerta. Espero unos instantes; aún creo en milagros. Sólo llega a mí el sonido de sus pasos al bajar la escalera, la puerta del edificio que se abre, luego se cierra. Siento frío, mucho frío. Las piernas me fallan. La madera inútilmente trata de consolar mi desnudez. Musito su nombre, lo grito. Y lloro, lloro sin poder evitarlo.


Humberto Macedo nació en la ciudad de México, en 1976. Estudia Psicología en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Narrador. Ha publicado Nictofobia y otras torturas nocturnas (Premio Nacional de Cuento Benemérito de América 2002, categoría estudiantil), UABJO, 2002; y en la revista Punto de partida. Recientemente ganó el Premio Nacional Juan Rulfo de Primera Novela 2003, con Ordalia, de próxima publicación.


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