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Los juniors en la
época colonial
María del Carmen
Ruiz Castañeda
Pocas generaciones de
mexicanos han legado una documentación tan rica sobre su mundo y
una pintura tan exacta y sincera de sí mismos, como la formada
por los primeros criollos novohispanos. Los autores de las enormes y
profusas relaciones y crónicas, informes y epístolas,
poemas heroicos y satíricos, y otras piezas más o menos
relacionadas con la literatura colonial, son por lo común
descendientes directos de los conquistadores.
Poco importa, dada la evidente eficacia
de sus testimonios, que éstos se hayan inspirado en motivos
utilitarios. La verdad es que permiten la reconstrucción de la
vida social en el primer siglo de la Nueva España.
El cronista criollo Baltasar Dorantes de
Carranza –quien pudo afirmar con razón “que (si los
servicios de) los conquistadores fueron grandes, los de mi padre fueron
milagrosos”- hace a principios del siglo XVII una minuciosa
relación de los pobladores de la Nueva España, que en
parte se destina a destacar los heroicos hechos de los soldados de
Cortés y a apoyar las pretensiones de sus bulliciosos
retoños novohispanos, y en parte también a regatear
méritos a los advenedizos colonizadores españoles e
incluso a sus descendientes americanos.
Juan Suárez de Peralta, hijo de un
soldado español y sobrino político de Cortés,
simpatiza obviamente con los hijos de éste y con el grupo de
criollos que pretendió alzarse con las tierras recién
conquistadas como reacción contra las leyes que limitaron y a la
postre extinguieron las encomiendas. Francisco de Terrazas y Antonio de
Saavedra Guzmán, poetas novohispanos descendientes asimismo de
conquistadores, escriben sendas epopeyas de la Conquista que en el
fondo no son sino alegatos que refuerzan las gestiones de los criollos
para obtener prebendas y gajes a cuenta de los servicios de sus
antepasados.
Así tenemos que según sus
remembranzas:
“Las casas y familias que he podido
descubrir, que en este año de 1604 hay de gente capaz para
oficios y provisiones de Su Majestad, son 196 conquistadores, en que
hay 109 hijos, y yernos 65, y nietos 479, y de biznietos 85, que todos
son 934 personas. Y a mí me maravilla mucho, que de 1,326
conquistadores, poco más o menos, que fueron el tronco y
principio destas generaciones y familias, no haya más
número…; y otros se desaparecieron por agravios que
algunos de los que por aquellos tiempos gobernaron les hacían; y
como a río revuelto ganancia de pescadores, quitando de los unos
que merecían más gracia por los nuevos y mayores
servicios, y dando a los otros que de nuevo venían con sus manos
lavadas a comer de los sudores y frutos ajenos…; y así
dejaron las cosas… con la sola lástima que ahora sienten
los que ganaron estas tierras y sus hijos, pues los que vinieron a la
postre, después de llano y ganado se llevaron lo
mejor…” (Baltasar Dorantes de Carranza. Sumaria
relación de las cosas de la Nueva España).
Podríamos decir que había
criollos de primera y criollos de segunda, entendiendo por
aquéllos a los descendientes de los conquistadores (los
verdaderos juniors de la Conquista), los cuales trataron de explotar en
su provecho los servicios que sus padres prestaron a la corona
española; en ello no les fueron a la zaga los criollos de
segunda, hijos de pobladores, funcionarios y letrados que arribaron
después y engrosaron el tronco primordial de la nueva colonia. A
ellos se sumarían rápidamente los mestizos que reclamaron
su parte de la herencia y alardearon de privilegios de sangre, tanto
como los criollos. Por razones obvias indígenas y castas
quedaron fuera de la competencia, salvo las contadas ocasiones en que
la sangre real indígena se mezcló con la española.
Así pues, según testimonios
de los interesados, los auténticos juniors de la conquista ven
entorpecidas sus gestiones ante la corona por criollos segundones y
mestizos de polendas. Recuérdese, a este respecto, la
sátira del español Mateo Rosas de Oquendo, quien en su
“Romance del mestizo” ridiculiza el pueril orgullo de un
supuesto Juan de Diego el noble:
…que aunque remendado,
soy hidalgo y noble, y
mis padres, hijos
de conquistadores…
Francisco de Terrazas, hijo del
conquistador del mismo nombre, siendo el primer poeta nacido en la
Nueva España, introduce el asunto a la poesía y cuando
escribe su poema “Nuevo Mundo y Conquista”, apenas reconoce
como legítimos herederos de las tierras conquistadas a
trescientos… y algunos menos.
Como quiera que sea, la primera
generación encabeza, como ya lo ha hecho notar Fernando
Benítez en La vida criolla en el siglo XVI, las innumerables
generaciones de mexicanos que han consumido parte de sus vidas en las
antesalas de los poderosos que preludian un ejercicio muy mexicano:
“Pretender oficios” se transforma en una profesión
más o menos lucrativa según la mayor o menor eficacia de
las influencias. El mismo Rosas de Oquendo testifica que en la
América hispana:
Madrastra nos has sido rigurosa,
y dulce madre pía a los extraños,
con ellos de tus bienes generosa,
con nosotros repartes de tus daños.
Ingrata Patria, adiós, vive dichosa
con hijos adoptivos largos años,
que con tu disfavor fiero, importuno,
consumiendo nos vamos uno a uno.
Que de mil y trescientos españoles
que al cerco de tus muros se hallaron,
y matizando claros arreboles
tus oscuras tinieblas alumbraron,
cuando con resplandor de claros soles
del poder de Satán te liberaron,
contados hijos, nietos y parientes,
no quedan hoy trescientos descendientes.
Los más por despoblados escondidos
tan pobrísimos, solos y apurados,
que pueden ser de rotos y abatidos
de entre la demás gente entresacados:
cual pequeñuelos pollos esparcidos
diezmados del milano y acosados,
sin madre, sin socorro y sin abrigo,
tales quedan los míseros que digo…
(Nuevo Mundo y Conquista)
Por su parte Antonio de Saavedra, hijo de
conquistador y bisnieto de don Juan Arias de Saavedra, conde de
Castelar, plasma su inconformidad en el poema El peregrino indiano,
escrito durante su viaje a España, después de haber sido
corregidor de Zacatecas y visitador de Texcoco, puestos evidentemente
mezquinos para sus polendas. El poema se editó en Madrid en 1599
y fue destazado por la crítica del XVII y siguientes siglos.
Para Menéndez y Pelayo su único valor es “su
extrema rareza y por ser el primer libro impreso en Europa de poeta
nacido en la Nueva España.” Enseguida las expresiones del
poeta novohispano:
No se hallará quien
más que yo merezca
allá, como la fama lo pregona,
haberlo mis pasados conquistado,
descubierto, regido y gobernado…
Y si mis obras no han desmerecido
será justo, que lleva la medida
en darme lo que tanto me es debido…
Y digo bien, que soy quien más padece,
pues de mi sucesión me han despojado,
y el que menos lo siente, porque crece,
más que el mío, el dolor del pueblo amado…
que estoy arrinconado viendo el fruto
que a otros da mi sangre por tributo.
Pero en fin, ¿cómo eran los
criollos americanos y en qué diferían de sus padres, de
cuyo nombre y blasones estaban tan orgullosos, pero a los cuales
contrariaban con sus acciones?
Son incontables los testimonios,
especialmente de cronistas españoles, sobre la viveza y precoz
talento de los jóvenes criollos:
“A los once o doce años los
muchachos escriben, cuentan, saben latín y hacen versos como los
hombres famosos de Italia”, pondera un religioso de la orden de
San Agustín.
Eugenio Salazar de Alarcón, en su
epístola al Divino Herrera, elogia “la ingeniosa puericia
nueva” de la sociedad colonial, “su gusto del bien
hablar”, su lenguaje pulido y bien sonante que “en el bien
escribir también se prueba”. Hiperboliza que la juventud
que puebla la recién inaugurada Universidad es de habilidad tan
rara y peregrina que parecen Maestros los oyentes.
Bernardo de Balbuena, español
acriollado, en su Grandeza Mexicana, escrita ya en los albores del
siglo XVII, parece referirse a los criollos –que antes ha llamado
“los gallardos ingenios de esta tierra”- al hablar de los
nobles ciudadanos principales,
de ánimo ilustre, en sangre generosa,
raros en seso, en hechos liberales,
de sutiles ingenios amorosos,
criados en hidalgo y dulce trato,
afable estilo y términos honrosos…
En fin, el propio Lope de Vega en el
“Canto de Calíope” de La Galatea, elogia la sociedad
colonial “que si riquezas hoy sustenta y cría /
también entendimientos sobrehumanos”.
A esta visión
halagüeña se opone la que nos otorga la sátira,
frecuentemente anónima, y las censuras de algunos cronistas que
dan otra imagen de criollos y mestizos, nada desdeñable en el
cuadro general de una sociedad que apenas fundada presenta ya elementos
de desorden y descomposición. Según esta otra imagen los
hijos de la tierra novohispana son imprevisores, soberbios, verbosos,
turbulentos, desordenados, insolentes y dados a la vida regalona y a la
molicie. Hasta el clima influye para conformar una casta de
señores ociosos que usufructúan las ventajas de una
sociedad que descansa en una multitud de indígenas y castas que
no parecen tener otra misión en la tierra que sustentar a sus
indolentes amos.
De la recia estirpe de guerreros y
conquistadores surge otra más refinada y dada al lujo y a los
goces de la existencia. “A la generación de la guerra
–como dice Mariano Picón-Salas- sucede la
generación del disfrute.”
Y sin embargo el mismo tronco
generó un Felipe de las Casas Martínez convertido en San
Felipe de Jesús y a un Fernando de Córdova y Bocanegra,
el “noble y santo mancebo” que a los 21 años y en lo
más florido renunció al mayorazgo de Marqués de
Villaseñor y Adelantado de la Nueva Galicia, se entró
franciscano descalzo y “murió en casa y cama ajena, y
aún con ajena camisa” con reputación de santo.
Si los orgullosos señores de la
Nueva España, españoles en su mayoría, hubieran
entrevisto que en el fondo del afán patrimonialista y la perenne
inconformidad de los criollos latía el humano propósito
de asegurar para ellos y sus descendientes un lugar digno en su propio
terruño, el saldo humano de la Colonia tal vez hubiera sido
distinto. Lejos de eso los criollos se vieron permanentemente
marginados en una atmósfera social que corrompía sus
mejores propósitos. Su conducta mezquina y ratonera para
asegurarse las migajas del festín colonial no fue sino la
respuesta a una política que desde el siglo XVI pareció
empeñarse en provocar el impulso de rebelión de las
colonias ante las actas de expulsión de los españoles.
Así se gestó el conato de
conjura de Martín Cortés, hijo de Hernán
Cortés que narra Juan Suárez de Peralta en su Tratado del
descubrimiento de las Indias y su Conquista, y que condujo al exilio a
los conspiradores.
María del Carmen Ruiz
Castañeda nació en Tampico, Tamaulipas. Es Maestra en
Letras especializada en Lenguas y Literatura Españolas (Cum
Laude) y estudios del Doctorado en la misma especialidad en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue Directora de la Hemeroteca
Nacional y del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la
Universidad Nacional Autónoma de México. Fue profesora de
Literatura Mexicana en la Escuela Nacional Preparatoria y de Periodismo
en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Forma parte del personal académico del Instituto de
Investigaciones Bibliográficas desde su fundación. Ha
publicado Periodismo político de la Reforma en la ciudad de
México 1854-1861 (1954); La prensa periódica en torno a
la Constitución de 1857 (1959). Coautora de El periodismo en
México. 450 años de su historia ( 1974 y múltiples
ediciones subsecuentes); del Catálogo de seudónimos,
anagramas e iniciales... usados por escritores mexicanos...(1985),
Adiciones y correcciones de la misma obra (1990) que culminó en
el Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias
(en colaboración); entre otros títulos. Fue distinguida
con la Condecoración Chevalier de l’Ordre du
Mérite, en 1987, por el gobierno francés; el
Reconocimiento de la Sociedad Mexicana de Geografía y
Estadística por su labor de investigación sobre Ignacio
Manuel Altamirano, en 1993; los reconocimientos de la UNAM por 25, 35 y
50 años de servicio; y el reconocimiento Juana Ramírez de
Asbaje (Sor Juana), de la UNAM (Marzo 2003).
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