Logo 01

Logo 02

Inicio*Revistas*Contacto  
 página anterior
 página siguiente


Los Pargos
Gonzalo Núñez Vásquez



Al regreso de mi faena, allá por la mitad del camino, oí que Alfredo gritaba pidiéndome que lo esperara. Venía corriendo, con el machete desenfundado y, pendiente del hombro izquierdo, el morral del itacate.

    ––¿A quién vas a matar? –le pregunté, cuando se aproximaba.

    ––Ven a ver lo que encontré –me dijo, señalándome el morral.

    Me acerqué y vi que se trataba de unos pargos.

    ––¿Y por esto haces tanto escándalo? –le pregunté.

   ––Es que los jallé en el monte, allá por la punta del Cerro de la Virgen. ¡Estaban vivos!

    ––¡Vete al diablo! –le dije–. En esa loma no hay agua ni para lavarse las manos!

    ––¡Estaban entre el pasto, te lo juro! Mira, andaba yo con Nacho buscando el becerro que parió la vaca sarda, porque la muy mañosa lo escondió entre los matorrales. Y fue en uno de esos ires y venires cuando escuché un ruidito parecido al que hacen las iguanas al correr entre la hojarasca. Me acerqué con cautela y, ¡sorpresa!, era un pargo que se esforzaba por respirar y de cuando en cuando daba saltos iguales a los que dan en la arena los recién sacados del mar. Se me escurrió de las manos en el primer intento, pero lo atrapé, en el segundo. Unos pasos adelante miré otro, y luego otro y otros más. Son seis. Tiéntalos, todavía no se entiesan.

    ––¿Lo vio Nacho? –le pregunté, como diciéndole: ¿tienes testigos?

    ––Claro. Y no sólo eso; también él encontró uno cuando caminaba hacia el lugar desde donde estuve llamándolo.

    Lo miré a los ojos y me di cuenta de que no bromeaba. Además, estaba enseñándome los pargos aún frescos, ¿por qué no creerle? No paraba de sonreír, aunque hubo un momento en el que se puso serio y, mirando el interior del morral, preguntó:

    ––¿Cómo diablos llegaron vivos al monte estos animales?

    ––Tal vez ni Dios lo sabe –fue todo lo que se me ocurrió contestarle.

    Después, caminamos en silencio. Yo, adelante, dándole vueltas a mis pensamientos para encontrar alguna explicación; él, detrás, supongo que ocupándose de lo mismo.

    Al despedirnos, donde se separa la vereda que va para su jacal, me dijo: “Llévate dos, para que te los guise Mari”. Los agarré de la cola con una sola mano y, balanceándolos al ritmo de mis pasos, seguí mi camino.

    Cuando llegué a casa, mi mujer estaba en la cocina.

    ––Ten, Mari, a ver qué preparas con esto –le dije.

    ––¿Dónde los compraste? –me preguntó.

    ––Me los regaló Alfredo. Los encontró en el monte.

    ––Si son los de ayer, de seguro ya están descompuestos. ¿O es que Alfredo jalla peces vivos cada vez que va al monte? –me cuestionó, acercándose los animales a la nariz.

    —¿Qué? –le pregunté, asombrado; y ella, con la mayor naturalidad del mundo, me explicó.

    ––Hoy en la mañana, cuando regresábamos del molino de nixtamal, Artemia me dijo: “Ayer, mi hermano Alfredo encontró seis pescados en el Cerro de la Virgen. Dizque estaban muriéndose y se retorcían entre el zacate”. “Tú y Alfredo están locos”, quise decirle, pero nomás lo pensé; la tiré a lucas con su cuento y me puse a contarle que vas a sembrar tomate en la parcela que tienes junto al río…

    ––Espérate. Vamos por partes. Lo de los pargos sucedió hoy en la tarde, ¿cómo es que Artemia ya lo sabía desde el amanecer? ¿O no fue entonces cuando regresaron del molino?

    ––A lo mejor Artemia es adivina –me contestó.

    ––O yo estoy fuera de mis cabales –le dije–, porque, por otra parte, eso de la siembra del tomate lo decidí hace un rato, después de que Alfredo me regaló los pargos y venía yo para la casa, ¿cómo lo supiste tú con tanta anticipación?

    ––Tú me lo platicaste en la madrugada, acuérdate. Y me dijiste también que Alfredo iba a asociarse contigo.

    ––Eso de que Alfredo vaya a ser mi socio todavía ni lo pienso. Anoche ni siquiera soñé, ¿de qué he de acordarme?

    ––Entonces, ¿yo también soy adivina?

    Me alcé de hombros y no le contesté. “De cualquier manera, algo anda de cabeza”, pensé.

    Bebí unos tragos del café que me sirvió Mari y fui a tenderme en la hamaca que está en el corredor. Desde ahí me quedé mirando el cielo plomizo a través del follaje de las palmeras. El viento venido del mar empujaba las nubes hacia la sierra. Mari seguía en la cocina, haciendo quién sabe qué. Aprovechando el silencio, quise estudiar lo sucedido en la tarde, pero un enjambre de preguntas me aturdió y no pude llegar a nada. “Necesito más datos para encontrar la punta de la madeja”, pensé, y, sin avisarle a Mari, salí a la calle. Fui directo a la casa de Nacho. Toqué la puerta con brusquedad y, cuando apenas estaba abriéndola, le pregunté:

    ––¿Es cierto que hoy por la tarde tú y Alfredo jallaron unos pargos vivos en el Cerro de la Virgen?

    ––Hoy ni siquiera vi a Alfredo. Anduve todo el día por El Aguatal, con mi hermano Jacinto. Lo de los pargos fue ayer. Y eso tú lo sabes mejor que yo, pues, según me dijo, andabas con él, ayudándolo a buscar el becerro de la vaca sarda. Es más, me contó que tú también levantaste uno cuando ibas hacia donde te llamaba. A mí me los mostró, me hizo tentarlos, y terminó regalándome dos para la cena.

    Sacudí la cabeza y cerré los ojos, preguntándome qué era lo que estaba pasando.

    ––Y ¿qué tal estuvo la cena? –le pregunté, nomás por preguntar.

    ––Buena, pero no fue de pescado. Mi vieja tiró los que me dio Alfredo, porque desde antier ya había oído esa historia en el molino. “Ya deben de estar descompuestos”, fue todo lo que comentó.

    —¿Yo, ayer, ayudando a Alfredo a buscar el becerro de la vaca sarda? No. Claro que no. Hace más de una semana que estoy ocupado en el chaponeo de mi encierro, sin distraerme para nada.

    Vi a Nacho muy cansado; al menos así lo creí porque hacía gestos queriendo bostezar. Yo estaba cada vez más aturdido. La noche era oscura. El viento zumbaba entre las ramas de la bugambilia que descansa sobre el portón, y el golpeteo seco de unas gotas gordas de agua nos anunció un aguacero. No quise cometer más impertinencias, y me limité a pedirle:

    ––Hazme un favor, Nacho. Acompáñame mañana a ver a Alfredo para que nos aclare este asunto. Lo mismo que te contó de mí, a mí me lo contó de ti, y en el molino lo cuentan mencionando detalles distintos. Esto es un perfecto disparate.

    La lluvia se vino de repente y estaba empapándonos, pero Nacho se dio su tiempo para contestarme:

    ––Claro que sí, hombre. Te acompaño si el caso te interesa, porque a mí me da lo mismo: lo mejor es dejar a cada loco con su locura y al mundo que siga girando a su regalado gusto. Te espero tempranito, y con tu caballo –agregó–, acuérdate que Alfredo vive hasta el fondo del infierno.

    Oí sus zancadas al cruzar el patio de su casa. Yo regresé a la mía, sin hacer caso de las charcas que empezaban a formarse en el camino.

    Esa noche casi no pude dormir. Primero, por el ruido del agua que caía sobre las láminas del techo; después, por la respiración de Mari que se me metía hasta por los poros y, más que nada, por la imagen de Alfredo: una y otra vez me pareció verlo correr hacia mí con el machete en la mano y su morralilla repleta de pargos, colgándole del hombro.

    A altas horas de la noche salí al corredor y me tendí en la hamaca, para tranquilizarme; pero de nada me valió: los irritantes piquetes y el terco zumbido de los zancudos no me dejaron en paz, y regresé a mi cama.

    ––¿Qué quiere Alfredo? –me preguntó Mari.

    ––¿Alfredo?

    ––Sí. Oí que hablaba contigo. Su voz es muy débil, ¿está enfermo?

    ––Lo soñaste, Mari. Yo vengo del corredor; estuve allí tratando de dormir un rato en la hamaca, y no hablé con nadie.

    Quise contarle que Nacho y yo platicaríamos con Alfredo para aclarar eso de los peces que encuentra en el monte, pero Mari volvió a dormirse casi al instante.

    Después del aguacero, sólo se oía el canto afilado, tenue y monótono de los grillos, y, para entonces, el asunto de los pargos se me había convertido en una obsesión.

    Antes del amanecer fui nuevamente a la casa de Nacho. Apenas iba yo a chiflarle cuando apareció en la puerta. “Regreso a almorzar”, le gritó a su mujer; giró la cabeza hacia mí y me dijo: “Alcánzame si puedes”, al tiempo que le daba un violento reatazo a su potro, y no tuve más remedio que seguirlo.

    Se detuvo antes de tomar la vereda que va para el jacal de Alfredo. Vio que mi caballo y yo estábamos salpicados del lodo levantado por las pezuñas de su potro, y se echó a reír. Jugaba, como siempre. Recordé, entonces, lo que me dijo la noche anterior, y también me reí.

    En partes, la vereda se estrechaba tanto que parecía un camino de ratones.

    ––¿Qué esperas que te diga Alfredo del cuento ese de los pargos? –me preguntó.

    ––No tengo la menor idea –le contesté.

    Estábamos llegando. En un claro de la arboleda, al otro lado del arroyo, la casa de varas y techo de palma parecía un juguete abandonado entre la niebla. El Tizón, un perrito negro que acompañaba siempre a Alfredo corrió a recibirnos, lloriqueando y moviendo la cola.

    ––Buenos días –saludé en voz alta.

    ––Buenos días –respondió una mujer que salió del jacal casi al mismo tiempo que sus palabras.

    Era doña Petra, la mamá de Alfredo. La reconocí de inmediato. Ella, sin embargo, no acertaba a saber quiénes éramos nosotros y caminó hacia donde nos apeábamos de las bestias.

    ––Ah, son ustedes –dijo, cuando nos tuvo cerca–, creí que era el doctor Armando. Quedó en regresar ayer por la tarde y ésta es la hora en que no se aparece.

    ––¿Quién está enfermo? –le pregunté.

    Doña Petra me vio con ojos de sorpresa y me contestó con otra pregunta:

    ––Qué, ¿no lo saben?

    Nacho y yo nos miramos, sin comprender.

    ––Se trata de Alfredo –nos explicó–, la vaca sarda lo pateó cuando trataba de ayudarla a parir. Le dejó marcadas las pezuñas en el pecho. Esto fue hace cuatro días y aún sigue de una sola pieza; no habla ni responde a nada. El doctor dice que hay que esperar.

    Eso no es posible, me dije, y le reproché:

    ––Antier y ayer, Nacho y yo lo vimos y hablamos con él cuando regresaba de su encierro cargando una morralilla llena de pescados…

    ––Eso de los pescados es un invento de alguien. También Artemia estuvo repitiendo que Alfredo jalló unos pargos en el Cerro de la Virgen, pero, ¿de qué manera, si lleva cuatro días tirado aquí como tronco seco?

    ––¿Dónde está ella? ¿Se fue al molino? –le pregunté, pensando que Artemia era la clave para saber lo que pasaba.

    ––¡Qué molino ni qué nada –me contestó doña Petra–, no se separa ni un instante de Alfredo! Entren y véanla. No hay poder humano que la haga moverse de ese sitio.

    Nacho, con un jaloncito en el brazo, me indicó que avanzáramos. Nos detuvimos en la puerta. A pesar de lo débil del sol, nuestra sombra se proyectó hasta el fondo del jacal. A un lado, sobre una cama de varas, Alfredo estaba boca arriba, con los ojos abiertos, fijos en el techo. Artemia no nos vio o no quiso vernos. Frotaba y frotaba con vehemencia el brazo izquierdo de Alfredo, diciéndole cosas que ni Nacho ni yo pudimos entender.

    Bastaron unos instantes para comprender que de nada servía ahí nuestra presencia, y retrocedimos hasta toparnos con doña Petra.

    ––Regresen y díganle algo –nos pidió–, tal vez a ustedes sí les haga caso.

    ––Es mejor ir a buscar al doctor Armando –le contesté.

    Nacho y yo caminamos hacia los caballos.

    ––La nueva vereda está por aquí –nos indicó doña Petra, señalándonos un rumbo distinto al que habíamos tomado para llegar.

    Caminamos entre una fila de almendros y tulipanes y fuimos a dar directo al corral. Estaba ahí la vaca sarda, toda trasijada y embadurnada de estiércol.

    ––Pobre animal, a leguas se ve que lleva días sin comer –comentó Nacho, acariciándole la frente.

    –– Fíjate en su panza –le dije–, ¿se le nota que apenas haya parido?

    Nacho la observó unos segundos y me contestó:

    ––¡Qué va! ¡Le faltan por lo menos dos semanas!

    Destrabé un morillo de la tranca. La sarda salió, empujándose como pudo, y, jalando a su paso uno que otro cogollo de hierba, se metió corriendo entre la palizada, a buscar agua, tal vez.

    El regreso lo hicimos por una vereda despejada y más corta.

    ––¡Qué te parece todo este enredo? –le pregunté a Nacho.

    ––Mejor apúrate, porque es la hora del almuerzo y mi estómago ya está rugiendo –me dijo.

    No hablamos más. Yo estaba cada vez más confundido y él lo veía todo con indiferencia. Se reía de mí, que era lo peor.

    A pesar de ello, cuando íbamos llegando a su casa, le pregunté:

    ––¿Me acompañas a buscar al doctor Armando?

    Me miró, creo que compadeciéndome. Imaginé que me decía: Cada tramo de la madeja ya está lleno de nudos ciegos, ¿crees que podrás desatarlos?

    ––Mira –me dijo, de pronto–, no es necesario buscarlo.

    Levanté la cabeza y vi que el doctor Armando caminaba en dirección a nosotros, con una maleta de cuero en una mano y una mochila de lona verde en la espalda.

    Avancé a su encuentro y le dije:

    ––Doña Petra está esperándolo. Dice que quedó usted en regresar a su casa ayer por la tarde. Alfredo sigue en estado de coma.

    ––¿Doña Petra? ¿Alfredo? ¿Que yo quedé en regresar? No entiendo. Vengo llegando de Acapulco y no sé de qué me hablas.

    Era evidente que se trataba de otro nudo ciego en la madeja. Me sentí humillado, avergonzado, impotente… Vi de reojo la sonrisa maliciosa de Nacho. Bajé la cabeza y empecé a caminar lentamente rumbo a mi casa, pensando que, salvo el doctor Armando, todos habíamos estado bajo los efectos de alguna alucinación, o ¿seré sólo yo quien ha estado soñando todo este enredo y ahora mismo acabo de despertar? –me pregunté.

    Empujé la puerta con cuidado para no hacer ruido y entré casi contando mis pasos. Quería evitar cualquier pregunta o circunstancia que me recordara lo ocurrido; pero, a eso de la mitad del patio, un olor penetrante me jaló hacia la cocina; me dejé llevar y me encontré con que Mari estaba friendo los pargos para el almuerzo.

 


Gonzalo Núñez Vásquez nació en Huitzo, Oax., en 1936. Narrador, periodista, catedrático universitario y exprofesor de latín del Seminario Pontificio de Oaxaca. Ha colaborado en El Heraldo de México, El Universal y en diversos diarios oaxaqueños. Ha publicado cuentos en algunos suplementos culturales del país y en las revistas Cantera Verde, Tierra Adentro, Gaceta UABJO y otras, así como en la antología Oficio de Cantera (1991). Es integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca.

   regresar al inicio del texto

Elaboración y diseño: Soluciones Telaraña     2005

Hosted by www.Geocities.ws

1