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El ordenanza
Ángel Balzarino
Cuidadosamente
abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo
blanco dentro de la cafetera. Luego revolvió con una cuchara el
café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el
líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e
intenso. Como el de todos los días. No se darán cuenta
hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que
relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente,
desde hacía casi un año, sacó del armario seis
tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.
Ya está. Todo listo.
Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la
concreción de su plan. Aparentemente todo estaba como de
costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma
muy distinta a la de tantos otros días; hoy, por fin,
poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de
destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis
personas que en el curso de muchos meses habían estado
hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus
risas descaradas.
Pero ahora se
liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el
pertinaz asedio de los demás -no sólo de esas seis
personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las
que conoció desde su niñez- a causa del defecto
físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda
al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con
una torpe y cómica oscilación. Tenía cinco
años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre
verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás
usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la
certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser llamado así;
primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo
en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían
encontrado a través de su renguera un medio para bromear y
entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un
cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa
y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e
insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más
profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó
a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse.
Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese deseo lo obsesionó
durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado
instante siempre era postergado por su indecisión o temor o
falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente
sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el
capricho de todos.
Ya desde que abandonó
el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la
precaria situación económica en que quedaron él y
su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un
laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se
había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar
dificultoso provocó burlas procaces y despiadadas; y entonces,
para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra;
pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando
incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de almacén
o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez más en
una existencia sórdida y miserable.
Y durante años
vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando
cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno
un terrible y alevoso enemigo. No me tratarán siempre como a un
perro. Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su
deseo parecía siempre el inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin
tenía el valor y la ocasión de la revancha, que
descargaría sobre seis personas, brutalmente.
Ya no volverán a
burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un
rato absorto e inmóvil, observó su reloj: ya hacía
cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la
bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició
la marcha con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a
mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más
que otras, temió trastabillar -lo que era muy frecuente- y
caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o
postergada de nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí
llevo una bomba.
Mientras caminaba
pensó que realmente ningún empleo le había
resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa
empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la
actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los
seres más perversos que había conocido, los que hallaron
en él -como el juguete nuevo en poder de un chico- la fuente que
los proveía de una diversión incesante, y todos los
días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en
el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar
inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos
irregulares, o lo que era peor y él más temía,
causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja
con la cafetera y las tazas.
Quiso también
abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se
negó a continuar su fuga constante y disparatada.
Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la
horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo
cómo obtenerlo.
Fue el día anterior,
cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para
resguardarlas de los insectos que había en el jardín.
Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz. Por eso
había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un
aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el
corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo,
frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto
tardarán en morir? Era la primera vez que se formulaba esa
pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo
que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o
quizá días-, sino más bien que coronase totalmente
su propósito.
Por un momento no supo en
cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo
seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente.
Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la
puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.
Quedó algo
desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas
las mañanas, cuando servía el café, sino
también los empleados. Todos: los seis. Y apenas entró
dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una
repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa
fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía
hasta entonces.
No obstante, se
esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis
rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún
gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían
serios, graves, como si ocurriera algo muy importante. Pero,
¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan,
porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora,
confería un carácter desusado a la monotonía de
las otras mañanas.
—Puede servir el
café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que
no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió.
Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para
concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.
Depositó la bandeja
sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el
silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en
él-, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió
el café. No se darán cuenta. Casi rogó que fuese
así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y
temió que algo -su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el
color del café, un poco más claro que otras veces-
develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos
tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café.
Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus
rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya
está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el
súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente
que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y
sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los tantos seres
que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de
convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado
gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles
comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y
poderoso que todos.
Pero no expresó de
ninguna manera lo que experimentaba. Sólo le pareció que
sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al
imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a
causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados,
duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas
figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que
su madre rociaba las plantas con veneno. Aunque él no
podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la
agonía.
Despaciosamente se dio vuelta
y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz
del gerente lo detuvo:
—No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como
si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba
ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor
frío lo estremeció y sintió las piernas
débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis
personas se convertirían en indignados acusadores. Pero cuando
su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes,
amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en
sorpresa, que se acentuó más aún al oír la
voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e
increíble:
—Hoy hace un año
que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y
dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y
tomando un pequeño paquete que había sobre el escritorio,
se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de su agrado.
Ángel
Balzarino nació en 1943 en Villa Trinidad, Provincia de Sante
Fe, Argentina. Ha publicado siete libros de cuentos: El hombre que
tenía miedo, 1974; Albertina lo llama, señor Proust,
1979; La visita del general, 1981; Las otras manos, 1987; La casa y el
exilio, 1994; Hombres y hazañas, 1996; y Mariel entre nosotros,
1998; tres novelas: Cenizas del roble, 1985; Horizontes en el viento,
1989; y Territorio de sombras y esplendor, 1997. También en
libros colectivos y antologías de su país y en revistas
argentinas, mexicanas e inglesas. Entre las distinciones que ha
merecido destacan el Premio Mateo Booz, 1968; el Primer Premio Ciudad
de Santa Fe, 1970; Premio Nacional ALPI, 1971; Premio Jorge Luis
Borges, 1976; el Premio Fondo Editorial años 1986-1995-1996, de
la Municipalidad de Rafaela; y la Faja de Honor, 1996 y 1998, de la
Asociación Santafesina de Escritores.
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