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Costal de Palabras
Víctor Rejón
para Julio Ramírez
Sí, lo he intentado: era de noche, por alguna razón la
puerta estaba mal cerrada. Esperé que los ruidos nocturnos se
aplacaran y salí corriendo. Las calles se hicieron largas para
mis pies y el viento fue mi adversario. El velador me vio y su silbato
pidió ayuda; también me lanzaba insultos que golpeaban mi
espalda. Los perros se le unieron y los ladridos reforzaron su reclamo.
La bulla despertó a los vecinos que, sin pensarlo, se unieron a
la persecución. Avanzaba con dificultad por mis guaraches y por
la ropa larga. Con el grito de ¡agárrenlo, es un
ladrón, es un travesti!, todos iban tras de mí.
Resbalé en el pavimento húmedo y la banqueta
sirvió de freno a mi caída. La gente me acorraló
en un rincón; hice una bola con mi cuerpo y me dispuse a recibir
los golpes. La muchedumbre, casi encima de mí, se detuvo al
escuchar una voz: ¡No es un ladrón ni un travesti, es el
cuentero!, alguien me había reconocido. Luego volvieron a
encerrarme.
Llegué de mi pueblo hace años, cuando
la canícula reverberaba en las copas de los árboles y el
sudor se convertía en sal en las camisas. Sólo vi que el
camión decía México, y subí en él.
Muchas horas después me bajé muy lejos de aquí y
estuve caminando por calles y colonias hasta que las corvas se me
doblaron. La gente me veía con extrañeza y luego se
marchaba. Después llegó Úrsula; ella fue la que me
dijo: ¿Andas perdido?, soltó la pregunta en mi cara;
sentí calor, era la primera persona que no me miraba con
desconfianza. Las palabras se me atoraron en la garganta
¿Perdido?, dije con voz que no podía salir fuerte, como
yo quería. Bueno, sí, es que no encuentro el camino a la
Villa, alguien me dio mal el nombre de la calle y aquí me tiene
perdido como un niño. Úrsula me respondió con un
poco de burla: ¿La Villa? Estás muy norteado, ésa
queda lejísimos. Me miraba, mientras sus pies no estaban quietos
dando vueltas a mi alrededor; su vista saltaba del zarape a los
guaraches sucios y de ahí a mis ojos azules. ¿Y por
qué te metiste en este mercado?, dijo como si no le importara
seguir su camino o el tiempo no contara para ella. Es que busco un ramo
de flores, uno bonito, el más parecido al que traía de mi
pueblo y que se secó en el camino; tengo que llevárselo a
la virgen de Guadalupe, dije ya libre de nervios. ¿De
dónde vienes?, me preguntó con interés, al mismo
tiempo que mostraba sus dientes formando una línea blanca muy
parejita. De tierra caliente, dije. ¿Y en tu pueblo en
qué trabajabas? Lo que hacía era leer, contesté
indeciso. Entonces vi que sus ojos se agrandaron más y enseguida
se fueron cerrando poco a poco hasta dejar únicamente dos
rendijas por las que se asomaban dos pedazos de carbón
encendido. ¿Qué, me quieres ver la cara de guaje?, dijo
poniendo los brazos en jarras. Es que leo cuentos, aclaré.
Úrsula volvió a dar vueltas alrededor de mí, luego
se me enfrentó: ¿Sabes leer y escribir? No, dije un poco
temeroso, sólo sé leer. Mi padre me dijo que no
necesitaba aprender a escribir, ya que sabiendo descifrar el
significado de las palabras podría llegar donde quisiera. Al ver
que Úrsula no respondía seguí con mi
plática: Desde que comencé a hablar también
empecé a leer; él me dibujaba las letras del abecedario
sobre pedazos de papel amate, adornándolas con figuras de
plantas y animales cuyos nombres empezaran con la letra de que se
trataba el dibujo. Cuando me enseñó la A, ésta era
azul; dos grandes almendros formaban sus patas; ramos de
alhelíes se enroscaban en ellas mientras abejas inquietas
sorbían el néctar de las flores; en lo alto de la letra,
en la parte picuda, coronando a la A, se posaba un águila con
las alas en actitud de levantar el vuelo. Así seguimos hasta
terminar el alfabeto.
Mi padre heredó numerosos libros de su madre,
ella vino a México de algún lugar de España donde
había guerra y sólo pudo traer eso: libros. Él
leía mucho y escribía aún más. En
épocas de siembra trabajaba la tierra e inventaba cuentos. Si se
le ocurría algo mientras araba, todo perdía importancia y
sobre cualquier objeto liso anotaba la idea para más tarde
desarrollarla. En nuestra casa los manuscritos eran habitantes de
rincones, sillas, mesas y camas, que yo me ocupaba de leer.
Una vez hubo un difunto en el pueblo, un angelito,
una niña de cinco años muerta de mal de ojo. Alguien tuvo
la idea de que fuera yo a leer algo al panteón mientras la
enterraban. Pensaron que con mi lectura el alma de la difunta
volaría en paz al cielo. A los pocos días aparecieron
flores blancas, muy pequeñitas, sobre la tumba de la
niña. Dijeron que el alma de ella viviría por siempre en
esas flores. Desde entonces, cada vez que alguien moría me
llamaban para leer algún cuento; ya fuera en las sombras
alargadas de los cipreses del camposanto o en las prolongadas noches
del velorio, aunque no aparecieran flores en las tumbas. Mi presencia
se hizo necesaria en cualquier evento importante del pueblo, hasta para
hacer que lloviera.
Una mañana papá fue encontrado muerto
en el fondo de una barranca. Dijeron que había fallecido de
congestión alcohólica. No lo creo, estoy seguro que
murió por no haber podido salir de ese pueblo, ya que él
siempre quiso hacerlo, pero nunca se decidió a dejarnos a
mamá y a mí.
Cuando llegué aquí, había
transcurrido más de un año desde la muerte de
mamá: una mañana la encontré con el rosario
enredado en los dedos, el rebozo puesto y acostada en la cama, como si
hubiera querido ir a alguna parte y a última hora se
arrepintiera. A ella le leí un cuento largo y triste que
sólo fue oído por las ánimas que rondaron su cama
toda la noche. Había estado muy enferma los días
anteriores y adivinando cuál sería su futuro, me
pidió que después de morir le llevara flores a la virgen
de Guadalupe, pero hasta la Villa. Fue así como llegué a
este lugar.
Úrsula hizo el intento de abrir la boca
cuando alguien se acercó para avisarle que su comadre acababa de
fallecer. Me preguntó si traía mis cuentos; le
enseñé mi costal lleno de ellos. Enseguida fuimos a casa
de Juanita, la difunta. Cuando terminé mi cuento, un aroma
extraño, agradable, emanó de la muerta. Esa noche
Úrsula ya no me dejó marchar; me acondicionó este
sitio y cada vez que se ofrece me lleva al lugar del difunto; y por
raro que pudiera parecer, siempre ocurre algo extraño
después de mi lectura, y eso se ha tomado como milagroso.
De madrugada, cuando las velas se han apagado, viene
a visitarme una mujer, siempre la misma, su olor a sudor es más
fuerte que el de las flores, me trastorna y el deseo pulsa mi miembro.
Antes que la luz entre por las ventanas del local ella se aleja.
Diez años han pasado desde que llegué
y aún no he podido cumplir con el encargo de mi madre; pero
volveré a intentarlo. Les prometeré lo que quieran con
tal de que abran estas rejas y me dejen ir a la Villa. Sé que
tengo que regresar, ¿cómo creen que pueda dejar a los
tres hijos de Úrsula?
Ya es tarde, necesito descansar. La gente de la
colonia acostumbra llegar a este mercado antes que amanezca y
traerán flores y veladoras a mi altar, como todos los
días.
Víctor Rejón
nació en Xcalak, Quintana Roo, en 1941. Reside en la ciudad de
Oaxaca. Ha publicado en suplementos y revistas nacionales. Autor del
libro de cuentos Itinerario al cielo (1993); de la novela Sólo
para varones (1997); coautor en las antologías Oficio de Cantera
(1993); De amores marginales; en México; y de Reverberaciones,
ediciones de Arnaldo Giraldo, Sao Paulo, Brasil, 2001; El naufragio del
sol, Garzón ediciones, Argentina, 2001. Es miembro del Consejo
Editorial de esta publicación y ganador de cinco premios
nacionales de Cuento, de 1990 a 1993.
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