Logo 01

Logo 02

Inicio*Revistas*Contacto  
 página anterior
 página siguiente


Faena Taurina
Lucía Bayardo



Amenazó con dejar a Fernando, con quien había compartido veinte de sus cuarenta y dos años, cuando se enteró que tenía una hija con otra mujer. La niña era menor que Rebeca, su propia hija, pero ambas llevaban el mismo nombre; dedujo que era una estrategia de su esposo para evitar confusiones. Atando cabos, dio por sentado que su hija sabía algo al respecto, ya que había optado por estudiar en el extranjero asegurando que su papá no la iba a extrañar. Pensó que jamás se repondría.
    Flora María no era precisamente sumisa o abnegada, pero había sido una mujer prudente y discreta. Ahora, sin reparar en las consecuencias, pidió una semana libre en el trabajo, hizo maletas y salió hacia la ciudad de México para pasar unos días con su hermana. Fernando se las tendría que arreglar sin ella.

    Estaba acostumbrada a viajar en pullman. Justo antes de llegar a su destino, dedicaba los minutos a la imaginación mirando a través de la ventana. La franja amplia y horizontal le ofrecía un formato fílmico. Ella iba construyendo el argumento a lo largo del trayecto, dividido en tomas por los postes de luz. De alguna manera, dentro de su mente creativa, éstas se convertían en escenas de paneo continuo que se detallaban conforme se acercaba a la estación. Para entonces tenía el principio, trama y final, de una historia que hacía las veces de metáfora personal, con la cual podía comparar su viaje.
    Esta vez, se quedó como buitre dibujando círculos en torno al tema de la infidelidad porque no tenía idea de cómo podía terminar la historia, la suya, la de tantas mujeres; su historia poco original. Imaginó al traidor (que le pareció un total desconocido) revolcándose en la cama con la otra; otra cara, otro cuerpo, otro gesto, otros ruidos falsos que alimentaban el ego sobre el colchón. ¿Pensaba en ella mientras le hacía el amor a la otra mujer?, ¿le veía la pupila izquierda, como hacía con ella, para evocar los rostros de otras vidas?, ¿cómo podía estar con una y otra en un mismo día, sin que ella lo notara? Quizá siempre lo supo pero el velo de la negación era más denso que los olores ajenos. Y la otra: ¿conocía las zonas erógenas de su marido? Los pensamientos la hicieron entrar en el vórtice pegajoso de la autocompasión tan frecuentado, tan necesario de evadir. Se odió por sufrir de aquella manera mientras veía la miseria en los vagones oxidados, habitados por familias que tenían el tema de la infidelidad en lista de espera, ya que apremiaban problemas mayores como la falta de alimento.
    Pero a ella le había faltado otro tipo de alimento, con el que sobrevivía el alma. No, estaba exagerando, pero sí la dignidad. Ese alimento que entre hombres se compartía sin escatimar; no así entre mujeres, no así en pareja. El alimento que se había pronunciado raras veces en sus conversaciones cotidianas porque no lo creyeron necesario, nutriente básico de toda relación frágil: la lealtad.
    No es que Flora María fuera de criterio estrecho. Años atrás se habían puesto de acuerdo en que, de llegarle a Fernando el antojo de otra mujer, ella sería la primera en saberlo y se buscaría una solución razonable. Lo mismo aplicaba en relación a Flora María. Pero el pacto no se cumplió. Tuvieron que pasar doce años, edad que tenía la niña, para enterarse de la traición. No sólo había perdido la confianza en él, sino que podía imaginar las habladurías en la ciudad, que finalmente seguía siendo provincia. Le carcomía las vísceras pensar que sus enemigas gozaran en charlas de café su situación, pero le causaba peor desasosiego suponer que era objeto de lástima. De sólo pensar que hablaban de ella, como todas lo habían hecho respecto a otras amigas, le venían ganas de mentir, diciéndoles que sabía de los amoríos y de la niña, que había sido ella quien había sugerido el nombre y que el pacto de compartir cuerpos de manera extramarital era recíproco. Pero la conocían demasiado bien.
    Y los familiares, ¿acaso estaban enterados de todo? Su hermana no pareció muy sorprendida cuando se lo dijo por teléfono. Recordó comentarios como “te digo Pedro para que escuches Juan” que había entendido de manera literal. ¡Qué ingenuidad! Quizá eso era lo que más le pesaba: había forjado una imagen de mujer con dos filos: independiente y alivianada. El hombre, que conocía los secretos de su guerra, había hecho de traidor. La batalla estaba perdida.
    El camino no le dio para más. Los silbatos sonaron y pudo ver a su hermana a través de la ventana. Se apeó tan pronto como pudo y, a pesar de que quiso ocultar la fragilidad que la embargaba, los ojos la delataron. Había estado llorando sin darse cuenta; no de tristeza ni de dolor, sino de rabia.
    Se abrazaron y Laura, que ya había pasado por la misma situación que Flora María, la miró a los ojos y le sonrió, no de compasión, mucho menos de lástima, sino con una mirada aprobatoria, como diciendo “ya eres de las nuestras”, lo que destapó furia en Flora María.

    —¡Eso, Flora, eso es bueno! –le aplaudió Laura camino a casa.

    —Pero, ¿cómo no me di cuenta, Laura?

    —Los hombres prometen ser hechos y derechos, Flora. Que de aquí al resto de tu vida te van a querer y tanta bola de sandeces. Ahí tienes las consecuencias. ¡Qué ingenuas somos! O más bien testarudas; ya sabemos que el hombre es así pero nos empeñamos en cambiarlos o tenemos la candidez de pensar que a nosotras no nos pasará. ¡Error no decírselo a las hijas! Mira, yo mejor con ellos de a ratos. Te voy a presentar a unos amigos bohemios, que le saben a eso del arte taurino –y soltó la carcajada.

    —¿De qué te ríes, tonta? Para empezar, no me gustan los toros. Además, no es tan fácil encontrar a un hombre que quiera pasar el rato con una mujer de mi edad.

    —¡Ubícate, niña! El mundo está lleno de hombres que lo que menos quieren son compromisos. Es más, ahí está el Malhecho, que además es torero. Capaz que te pasa la capota –dijo, y volvió a reír.

    —¿De qué hablas, Laura?

    —¡Pues de qué va a ser, linda! Tú y el Malhecho se divierten y cuenta saldada.

    —¿Cuál cuenta?

    —¡Cuerno por cuerno, mi reina!, para que la relación con Fernando vuelva a quedar en equilibrio.

    —Estás loca, Laura. Eso no va conmigo –y cambió de conversación.

    Acabó la semana y pidió una prórroga en el trabajo; Fernando, su esposo, le imploró que regresara. Es cierto que extrañaba su casa, los hábitos, por más monótonos que fueran, y las discusiones que la ayudaban a sacar la rabia contenida. Pero le hacía bien no pensar en el desplante. Le aseguró que estaría de regreso a principios del mes siguiente y a Fernando no le quedó otra que aceptar.

    —¡Todavía estoy que ardo de rabia! No se la va a acabar por el resto de su vida –sentenció Flora una vez que hubo colgado el teléfono.

    —No seas bruta, Flora María. La que no se la va acabar con las arrugas de amargada vas a ser tú. ¡Éntrale al toro por los cuernos! Ahí está el Malhecho que se muere por ti. Diviértete sin compromiso, y lo visitas cuando te entren rachas de venganza.

    —¿Y si se da cuenta Fernando?

    —¡Qué más da, Flora! Es más, ojalá se entere para que sepa lo que duele. Y claro, tú lo niegas para que no se ande con culpas.

    Laura tenía razón. De otra forma, jamás lo perdonaría y viviría como tantas mujeres, odiando al hombre con quien compartía el lecho.
    Fue entonces que Flora María tomó la decisión. Habló con el Malhecho para que la acompañara a los toros. Esa tarde le tocaba torear a él y le ofreció el sitio de honor, como hacía con toda mujer bella. Al final de la faena, a ella brindó la muerte del burel.
    La celebración llegó hasta la alcoba del torero, quien se despojó del traje de luces entre giros elegantes y retadores. Ese fue el inicio de lo que Flora María llamó faena taurina: el Malhecho resultó bueno como matador y ella brindó una contienda digna. Considerando su nula experiencia en el ámbito taurino, podrían haberla indultado; sin embargo, Flora María optó por el sacrificio, especialmente cuando aquél le propuso una muerte en trozos tan pequeños como las falanges de ambas manos.
    La mañana siguiente se encontró dispuesta a regresar a casa. Mientras hacía las maletas le embargaba debajo de la piel el extraño placer de la incertidumbre. Aún tenía pintado el cuerno, es cierto, pero sabía que Fernando estaría igual. Esa misma noche, tras despedirse de Laura, abordó entusiasmada el tren.

    Flora María convirtió la cama en asiento cuando escuchó el primer silbato que anunciaba la llegada a la estación. Como era su costumbre, abrió la cortina para capturar la escena exterior y resumir en alguna parábola su estadía en el D.F. Pero febrero es un mes flojo; el día amanece más tarde (y temprano se despide) y esto le negó el privilegio de filmar. De cualquier manera se asomó para ver las estrellas, pero como la luz del camerino estaba encendida, el cristal le reportó su rostro. No se reconoció.
    Abrió la puertita sobre el lavabo y el reflejo le manifestó una cara muy distinta a la suya. No es que hubiera adoptado ojeras o marcas de sábanas almidonadas durante la noche. Tampoco era cuestión de ilusión, ya que se pellizcó un par de veces las mejillas para comprobar que no estaba alucinando. Era definitivo: frente a ella aparecía un rostro extraño. Jamás en su vida había visto a la mujer y, aunque tenía una belleza poco común, le molestaba sobremanera mirarse al espejo y toparse con la desconocida.
    Flora María sintió el primer síntoma que le venía en casos de desesperación: el pecho se le cerró de súbito y le fue difícil respirar. Sacó de la bolsa credenciales con fotografía y se reconfortó al ver su rostro enmicado, sonriente. Todo era un error, ¡tenía que serlo!
    En eso golpearon la puerta, el tren se había detenido por completo. Sacó el neceser y se maquilló un poco la cara, tratando de darle un toque personal, cosa que fue imposible. Mientras se arreglaba el cabello, que tampoco era suyo, emitió un suspiro profundo de resignación.
    Conformada con su realidad, se encaminó hacia la puerta con pasos inciertos. Se encontraría con Fernando en el andén central; él la iba a desconocer. Entonces le explicaría la situación, mostrándole sus credenciales y el lunar del hombro izquierdo. Si persistía la duda, pensaba darle los pormenores de momentos que solamente ellos conocían (como la tarde de orquídeas, el viaje a Nueva York o el encuentro sorpresivo en el museo). En último caso, una vez desnuda, la incertidumbre quedaría resuelta.
    Bajó el último de tres escalones y a lo lejos pudo distinguir a su compañero, quien miraba en todas direcciones, un tanto exasperado. La mayoría de los pasajeros habían descendido de los vagones y las personas estaban siendo desalojadas del muelle. Flora María apresuró el paso.
    Fernando preguntó algo a uno de los encargados; éste revisó su tablón y algo le dijo. Agradeció y se enfiló hacia el coche número siete del cual había descendido Flora María. Cuando lo tuvo a dos metros de distancia, le sonrió. Fernando devolvió el gesto, un poco sorprendido por la belleza de la mujer y otro tanto por su amabilidad.

    —Disculpe, señorita, ¿no viajaba una mujer rubia en el Pullman?

    Ella quedó pasmada por instantes. Su mano derecha tenía las credenciales que la acreditaban como la señora Rojas de Quiroz. Recordó el nombre de soltera que tenía años de no usar: Flora María Rojas Fuentes. Tuvo unos segundos para observar al hombre con quien había compartido tantos años. A pesar de ser un hombre común, la quería; más que eso, la necesitaba. Flora María pasó la mano por su frente para despejar los ojos color ámbar que le eran tan nuevos y escuchó una voz salir de aquellos labios recién inaugurados:

    —No está la mujer que busca –dijo. Y, sin mirar atrás, continuó su camino por el andén.




Lucía Bayardo Dodge nació en Monterrey, Nuevo León, el 11 de febrero de 1963. Narradora; participó en el taller literario coordinado por Ludwig Zeller, y actualmente es integrante del de la Biblioteca Pública Central, ambos de Oaxaca.

   regresar al inicio del texto

Elaboración y diseño: Soluciones Telaraña     2005

Hosted by www.Geocities.ws

1