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Faena Taurina
Lucía Bayardo
Amenazó con dejar a
Fernando, con quien había compartido veinte de sus cuarenta y
dos años, cuando se enteró que tenía una hija con
otra mujer. La niña era menor que Rebeca, su propia hija, pero
ambas llevaban el mismo nombre; dedujo que era una estrategia de su
esposo para evitar confusiones. Atando cabos, dio por sentado que su
hija sabía algo al respecto, ya que había optado por
estudiar en el extranjero asegurando que su papá no la iba a
extrañar. Pensó que jamás se repondría.
Flora María no era precisamente
sumisa o abnegada, pero había sido una mujer prudente y
discreta. Ahora, sin reparar en las consecuencias, pidió una
semana libre en el trabajo, hizo maletas y salió hacia la ciudad
de México para pasar unos días con su hermana. Fernando
se las tendría que arreglar sin ella.
Estaba acostumbrada a viajar en pullman.
Justo antes de llegar a su destino, dedicaba los minutos a la
imaginación mirando a través de la ventana. La franja
amplia y horizontal le ofrecía un formato fílmico. Ella
iba construyendo el argumento a lo largo del trayecto, dividido en
tomas por los postes de luz. De alguna manera, dentro de su mente
creativa, éstas se convertían en escenas de paneo
continuo que se detallaban conforme se acercaba a la estación.
Para entonces tenía el principio, trama y final, de una historia
que hacía las veces de metáfora personal, con la cual
podía comparar su viaje.
Esta vez, se quedó como buitre
dibujando círculos en torno al tema de la infidelidad porque no
tenía idea de cómo podía terminar la historia, la
suya, la de tantas mujeres; su historia poco original. Imaginó
al traidor (que le pareció un total desconocido)
revolcándose en la cama con la otra; otra cara, otro cuerpo,
otro gesto, otros ruidos falsos que alimentaban el ego sobre el
colchón. ¿Pensaba en ella mientras le hacía el
amor a la otra mujer?, ¿le veía la pupila izquierda, como
hacía con ella, para evocar los rostros de otras vidas?,
¿cómo podía estar con una y otra en un mismo
día, sin que ella lo notara? Quizá siempre lo supo pero
el velo de la negación era más denso que los olores
ajenos. Y la otra: ¿conocía las zonas erógenas de
su marido? Los pensamientos la hicieron entrar en el vórtice
pegajoso de la autocompasión tan frecuentado, tan necesario de
evadir. Se odió por sufrir de aquella manera mientras
veía la miseria en los vagones oxidados, habitados por familias
que tenían el tema de la infidelidad en lista de espera, ya que
apremiaban problemas mayores como la falta de alimento.
Pero a ella le había faltado otro
tipo de alimento, con el que sobrevivía el alma. No, estaba
exagerando, pero sí la dignidad. Ese alimento que entre hombres
se compartía sin escatimar; no así entre mujeres, no
así en pareja. El alimento que se había pronunciado raras
veces en sus conversaciones cotidianas porque no lo creyeron necesario,
nutriente básico de toda relación frágil: la
lealtad.
No es que Flora María fuera de
criterio estrecho. Años atrás se habían puesto de
acuerdo en que, de llegarle a Fernando el antojo de otra mujer, ella
sería la primera en saberlo y se buscaría una
solución razonable. Lo mismo aplicaba en relación a Flora
María. Pero el pacto no se cumplió. Tuvieron que pasar
doce años, edad que tenía la niña, para enterarse
de la traición. No sólo había perdido la confianza
en él, sino que podía imaginar las habladurías en
la ciudad, que finalmente seguía siendo provincia. Le
carcomía las vísceras pensar que sus enemigas gozaran en
charlas de café su situación, pero le causaba peor
desasosiego suponer que era objeto de lástima. De sólo
pensar que hablaban de ella, como todas lo habían hecho respecto
a otras amigas, le venían ganas de mentir, diciéndoles
que sabía de los amoríos y de la niña, que
había sido ella quien había sugerido el nombre y que el
pacto de compartir cuerpos de manera extramarital era recíproco.
Pero la conocían demasiado bien.
Y los familiares, ¿acaso estaban
enterados de todo? Su hermana no pareció muy sorprendida cuando
se lo dijo por teléfono. Recordó comentarios como
“te digo Pedro para que escuches Juan” que había
entendido de manera literal. ¡Qué ingenuidad! Quizá
eso era lo que más le pesaba: había forjado una imagen de
mujer con dos filos: independiente y alivianada. El hombre, que
conocía los secretos de su guerra, había hecho de
traidor. La batalla estaba perdida.
El camino no le dio para más. Los
silbatos sonaron y pudo ver a su hermana a través de la ventana.
Se apeó tan pronto como pudo y, a pesar de que quiso ocultar la
fragilidad que la embargaba, los ojos la delataron. Había estado
llorando sin darse cuenta; no de tristeza ni de dolor, sino de rabia.
Se abrazaron y Laura, que ya había
pasado por la misma situación que Flora María, la
miró a los ojos y le sonrió, no de compasión,
mucho menos de lástima, sino con una mirada aprobatoria, como
diciendo “ya eres de las nuestras”, lo que destapó
furia en Flora María.
—¡Eso, Flora, eso es
bueno! –le aplaudió Laura camino a casa.
—Pero, ¿cómo no me di
cuenta, Laura?
—Los hombres prometen ser hechos y
derechos, Flora. Que de aquí al resto de tu vida te van a querer
y tanta bola de sandeces. Ahí tienes las consecuencias.
¡Qué ingenuas somos! O más bien testarudas; ya
sabemos que el hombre es así pero nos empeñamos en
cambiarlos o tenemos la candidez de pensar que a nosotras no nos
pasará. ¡Error no decírselo a las hijas! Mira, yo
mejor con ellos de a ratos. Te voy a presentar a unos amigos bohemios,
que le saben a eso del arte taurino –y soltó la carcajada.
—¿De qué te
ríes, tonta? Para empezar, no me gustan los toros.
Además, no es tan fácil encontrar a un hombre que quiera
pasar el rato con una mujer de mi edad.
—¡Ubícate,
niña! El mundo está lleno de hombres que lo que menos
quieren son compromisos. Es más, ahí está el
Malhecho, que además es torero. Capaz que te pasa la capota
–dijo, y volvió a reír.
—¿De qué hablas,
Laura?
—¡Pues de qué va a
ser, linda! Tú y el Malhecho se divierten y cuenta saldada.
—¿Cuál cuenta?
—¡Cuerno por cuerno, mi
reina!, para que la relación con Fernando vuelva a quedar en
equilibrio.
—Estás loca, Laura. Eso no
va conmigo –y cambió de conversación.
Acabó la semana y pidió una
prórroga en el trabajo; Fernando, su esposo, le imploró
que regresara. Es cierto que extrañaba su casa, los
hábitos, por más monótonos que fueran, y las
discusiones que la ayudaban a sacar la rabia contenida. Pero le
hacía bien no pensar en el desplante. Le aseguró que
estaría de regreso a principios del mes siguiente y a Fernando
no le quedó otra que aceptar.
—¡Todavía estoy que
ardo de rabia! No se la va a acabar por el resto de su vida
–sentenció Flora una vez que hubo colgado el
teléfono.
—No seas bruta, Flora María.
La que no se la va acabar con las arrugas de amargada vas a ser
tú. ¡Éntrale al toro por los cuernos! Ahí
está el Malhecho que se muere por ti. Diviértete sin
compromiso, y lo visitas cuando te entren rachas de venganza.
—¿Y si se da cuenta Fernando?
—¡Qué más da,
Flora! Es más, ojalá se entere para que sepa lo que
duele. Y claro, tú lo niegas para que no se ande con culpas.
Laura tenía razón. De otra
forma, jamás lo perdonaría y viviría como tantas
mujeres, odiando al hombre con quien compartía el lecho.
Fue entonces que Flora María
tomó la decisión. Habló con el Malhecho para que
la acompañara a los toros. Esa tarde le tocaba torear a
él y le ofreció el sitio de honor, como hacía con
toda mujer bella. Al final de la faena, a ella brindó la muerte
del burel.
La celebración llegó hasta
la alcoba del torero, quien se despojó del traje de luces entre
giros elegantes y retadores. Ese fue el inicio de lo que Flora
María llamó faena taurina: el Malhecho resultó
bueno como matador y ella brindó una contienda digna.
Considerando su nula experiencia en el ámbito taurino,
podrían haberla indultado; sin embargo, Flora María
optó por el sacrificio, especialmente cuando aquél le
propuso una muerte en trozos tan pequeños como las falanges de
ambas manos.
La mañana siguiente se
encontró dispuesta a regresar a casa. Mientras hacía las
maletas le embargaba debajo de la piel el extraño placer de la
incertidumbre. Aún tenía pintado el cuerno, es cierto,
pero sabía que Fernando estaría igual. Esa misma noche,
tras despedirse de Laura, abordó entusiasmada el tren.
Flora María convirtió la
cama en asiento cuando escuchó el primer silbato que anunciaba
la llegada a la estación. Como era su costumbre, abrió la
cortina para capturar la escena exterior y resumir en alguna
parábola su estadía en el D.F. Pero febrero es un mes
flojo; el día amanece más tarde (y temprano se despide) y
esto le negó el privilegio de filmar. De cualquier manera se
asomó para ver las estrellas, pero como la luz del camerino
estaba encendida, el cristal le reportó su rostro. No se
reconoció.
Abrió la puertita sobre el lavabo
y el reflejo le manifestó una cara muy distinta a la suya. No es
que hubiera adoptado ojeras o marcas de sábanas almidonadas
durante la noche. Tampoco era cuestión de ilusión, ya que
se pellizcó un par de veces las mejillas para comprobar que no
estaba alucinando. Era definitivo: frente a ella aparecía un
rostro extraño. Jamás en su vida había visto a la
mujer y, aunque tenía una belleza poco común, le
molestaba sobremanera mirarse al espejo y toparse con la desconocida.
Flora María sintió el
primer síntoma que le venía en casos de
desesperación: el pecho se le cerró de súbito y le
fue difícil respirar. Sacó de la bolsa credenciales con
fotografía y se reconfortó al ver su rostro enmicado,
sonriente. Todo era un error, ¡tenía que serlo!
En eso golpearon la puerta, el tren se
había detenido por completo. Sacó el neceser y se
maquilló un poco la cara, tratando de darle un toque personal,
cosa que fue imposible. Mientras se arreglaba el cabello, que tampoco
era suyo, emitió un suspiro profundo de resignación.
Conformada con su realidad, se
encaminó hacia la puerta con pasos inciertos. Se
encontraría con Fernando en el andén central; él
la iba a desconocer. Entonces le explicaría la situación,
mostrándole sus credenciales y el lunar del hombro izquierdo. Si
persistía la duda, pensaba darle los pormenores de momentos que
solamente ellos conocían (como la tarde de orquídeas, el
viaje a Nueva York o el encuentro sorpresivo en el museo). En
último caso, una vez desnuda, la incertidumbre quedaría
resuelta.
Bajó el último de tres
escalones y a lo lejos pudo distinguir a su compañero, quien
miraba en todas direcciones, un tanto exasperado. La mayoría de
los pasajeros habían descendido de los vagones y las personas
estaban siendo desalojadas del muelle. Flora María
apresuró el paso.
Fernando preguntó algo a uno de
los encargados; éste revisó su tablón y algo le
dijo. Agradeció y se enfiló hacia el coche número
siete del cual había descendido Flora María. Cuando lo
tuvo a dos metros de distancia, le sonrió. Fernando
devolvió el gesto, un poco sorprendido por la belleza de la
mujer y otro tanto por su amabilidad.
—Disculpe, señorita,
¿no viajaba una mujer rubia en el Pullman?
Ella quedó pasmada por instantes.
Su mano derecha tenía las credenciales que la acreditaban como
la señora Rojas de Quiroz. Recordó el nombre de soltera
que tenía años de no usar: Flora María Rojas
Fuentes. Tuvo unos segundos para observar al hombre con quien
había compartido tantos años. A pesar de ser un hombre
común, la quería; más que eso, la necesitaba.
Flora María pasó la mano por su frente para despejar los
ojos color ámbar que le eran tan nuevos y escuchó una voz
salir de aquellos labios recién inaugurados:
—No está la mujer que busca
–dijo. Y, sin mirar atrás, continuó su camino por
el andén.
Lucía
Bayardo Dodge nació en Monterrey, Nuevo León, el 11 de
febrero de 1963. Narradora; participó en el taller literario
coordinado por Ludwig Zeller, y actualmente es integrante del de la
Biblioteca Pública Central, ambos de Oaxaca.
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