Persona en construcción

El suelo urbano

Fernando Ramón

Primero, pondremos al descubierto nuestros términos de referencia:

1. El suelo urbano es un elemento de la Ciudad de características totalmente diferentes de las de los otros tres antes analizados, la vivienda, el transporte o la energía. Afirmamos que todo intento de presentar el suelo urbano como un producto más en el mercado (producido ¿por quién?) es una falacia destinada a encubrir una de las expropiaciones más arbitrarias de la Historia. Si, como se pretende, el suelo urbano fuera un producto más en el mercado, su compraventa sería una actividad tan antigua y respetable como la compraventa de cualquier otro producto de consumo: unos traen sus cerdos al mercado, otros sus terrenos; las fluctuaciones en precio son el resultado natural de la ley de la oferta y la demanda, a la que el sistema tiene que encomendarse por su propia salud. Pero, por el contrario, no siendo producible, el suelo urbano, a diferencia del cerdo, por seguir nuestro ejemplo, no experimentará aumento alguno en su ``producción'' como consecuencia de un aumento en la demanda; a no ser que califiquemos de ``producción de suelo urbano'' el proceso por el cual un terreno, agrícola o baldío hasta el momento, adquiere valor urbano, por el mismo hecho del aumento de la demanda de suelo urbano; sería una forma paradójica ésta de ``producción'': la necesidad del consumidor produciría el producto a consumir. Si ello fuera así, y no sólo una paradoja más o menos divertida, resultado del uso equívoco, que nosotros rechazamos, de la palabra ``producción'' ¿dónde, en dicho proceso, cabría colocar al propietario del terreno en cuestión, sin que se nos apareciera como un puro salteador de caminos cobrador de tributos, o como residuo recalcitrante de lo que creíamos pasado y remoto feudalismo?

2. La propiedad privada del suelo urbano puede que sea tan privada como la de los medios de producción, pero no es propiedad de ningún medio de producción. Si el productor pretende producir, tendrá que conseguir los medios para ello del propietario de los mismos. Si el habitante pretende habitar tendrá que conseguir el suelo donde poder hacerlo del propietario del mismo; pero aquí se acaba la similitud. El propietario de los medios de producción obtiene su beneficio vendiendo él lo producido, después de pagar al que lo produjo. Con la satisfacción del jornal en el bolsillo, el productor abandona la fábrica; se ha convertido en consumidor y está dispuesto a consumir por el valor íntegro de su jornal. Llega a casa, cuenta su dinero y aparta primero la parte con que pagar la casa; con este dinero pagará por la casa en sí, como producto de consumo, y, también, por el suelo que ella ocupa. El poder adquisitivo de su jornal se ve reducido así en lo que paga por dicho suelo. Sale de compras; pagará por los productos que compre y, también, por lo que en el precio de dichos productos grava el coste del suelo que la tienda ocupa, y por lo que graven todos los suelos por donde la producción de dichos productos hayan pasado. Y su jornal se verá reducido en todos estos costes; costes que, como hemos visto, difícilmente pueden ser considerados como costes de ninguna producción. Estos costes pueden muy bien ser considerados, eso sí, como una manifestación actualizada del sistema tributario feudal. Y la Revolución Francesa lo único que consiguió, en este caso, fue quitarles los derechos a los señores de la sangre y dárselos a los señores del dinero.

3. Se podría deducir de lo que antecede el que el ya clásico esquema según el cual la sociedad está dividida en dos clases, burguesía y proletariado, habría de ser modificado incluyendo otra más, la de los propietarios de suelo. Pero tal deducción sería precipitada y, hasta cierto punto, errónea: a la misma clase que posee los medios de producción y vive sobre la plusvalía que la producción arroja, la burguesía, le está permitido, desde la Revolución Francesa, el poseer el suelo y, si es que alguna plusvalía se le escapó con el pago del jornal, podrá recuperarla después con el tributo del habitar, vendiendo o alquilando suelo para ello al precio que el ``consumidor'' pueda pagar. Aquí vuelve a encontrar su aplicación teórica la famosa ley de la oferta y la demanda: a jornales justos, suelo barato; a jornales excesivos, suelo caro. La economía se balancea y la tal ley habría encontrado aunque sólo fuera por esta vez su aplicación práctica si no fuera por la perfidia de los especuladores de suelo, los cuales, actuando, en apariencia al menos, como clase independiente, como si aquella deducción no fuera del todo errónea, pretenden arramblar ellos con toda la plusvalía. Dado que la cantidad de suelo urbano es limitada, la susodicha ley no es aplicable; la ley a aplicar es la del mercado negro y el límite al precio del suelo lo fija la plusvalía apropiable. No parece sino que los especuladores vayan a salirse con la suya, las rentas suben, la tasa de beneficio en el sector de la producción disminuye: los beneficios se van en pagar rentas y en pagar jornales que permitan pagar rentas.

Sólo con la disminución de los jornales el precio del suelo tendría que disminuir, pero, salvo condiciones extremas, las de una verdadera crisis de la economía en su conjunto, el sistema no se atreve a imponer tal disminución. Son otros los medios empleados en la ``lucha contra la especulación del suelo''. El estado entra en acción: compra suelo relativamente barato donde nadie se le ocurriría ir a buscarlo y promueve, más o menos artificialmente, su uso para habitación. Controla, limitando en lo que puede, el uso del resto del suelo, con lo que pretende coartar la especulación sobre el mismo; lo que en la realidad ocurre es que, con la disminución de la densidad permisible, la demanda hace aparecer aún más terreno urbano en el mercado: la Ciudad se extiende más. Una política de suelo semejante, unida a una política de la vivienda como la anteriormente descrita, es la que da como resultado el fenómeno universal tan familiar de la Sub-Ciudad de promoción estatal.

Dentro de los términos de referencia hasta aquí descritos, la pregunta enunciada más arriba, la de si se puede socializar el suelo urbano, no tiene contestación; como tampoco la tendría la de si se puede socializar el aire que respiramos. Es una respuesta incoherente: ni el suelo ni el aire son productos de consumo. El aire, si no es producto, al menos es consumido; pero el suelo ni lo uno ni lo otro. Hemos descrito el mecanismo por el cual nos vemos obligados, sin embargo, a pagar por el suelo que habitamos y, basándonos en dicha descripción, nos podemos permitir, para terminar, el intentar indemnizar al sufrido lector por tanta pregunta con una respuesta:

P.: ¿Llegará el día que tengamos que pagar por el aire que respiramos?

R.: Probablemente, si el jornal da para ello.



Persona en construcción

Carlos Jiménez Romera
2003-10-05
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