La estación
de autobuses de Glasgow se mostraba desértica a esas horas de la
mañana. En el andén, como compañía, sólo
tres personas más y la mochila de alta tecnología reposando
a mis pies. Parecía inofensiva, tan compacta y acolchada. Nada
hacía presagiar la relación amor-odio que íbamos
a mantener por una semana.
Esperaba
al autobús que me llevaría a Milngavie (desafiando las leyes
de la ortografía, pronunciado 'Mull-gay'), pueblo situado a 10
km. al norte de Glasgow, en el que se encuentra el punto de partida oficial
del WHW.
El cielo,
completamente cubierto, y el frío húmedo hacían que
me preguntase si había cometido un error al dejar mi mejor forro
polar en casa, cuando, por fin, llegó el autobús. Era rojo,
pequeño y un tanto cochambroso, posiblemente el más antiguo
que había visto jamás en Escocia. Me acomodé en el
asiento, justo detrás del conductor. Se cerraron las puertas y
con un rugido de motor nos pusimos en marcha. Fue entonces, en ese preciso
momento, que una profunda emoción me inundó. Aun no había
empezado a caminar pero de algo estaba seguro, acababa de entrar en otra
dimensión. ¡La aventura había comenzado!
Con la guía
en mano intentaba descifrar en qué parada me tenía que bajar.
Finalmente decidí pedir ayuda al conductor. No había terminado
de formular la pregunta cuando un viejecillo diminuto, con cara afable,
me interrumpió. Dijo que se bajaba en la misma parada y que me
acompañaría hasta el lugar que buscaba.
Con su fuerte
acento escocés no cesó de preguntar: de dónde venía,
de dónde era, qué hacía
Entonces llegamos a
una pequeña calle peatonal que supuse constituía el centro
de Milngavie. Con unas pocas tiendas, mostraba un ambiente de pueblo,
tranquilo y apacible, que se me antojó una transición perfecta
entre la gran urbe de donde venía y las montañas salvajes
que me esperaban. Con un gesto de bastón me indicó un camino
descendente que me conduciría al inicio del WHW. Y, ya estaba dando
las gracias a mi guía espontáneo cuando me interrumpió
con una amplia sonrisa y un brillo especial en los ojos: '¿Te gustaría
tomar un café?' - dijo con dulzura. No sé si fue lo inesperado
de la propuesta o la impaciencia por empezar el camino, que me llevo a
declinar la invitación: 'Me encantaría pero se me ha hecho
tarde y tengo que empezar a caminar' - respondí lleno de dudas.
Mostrándose un poco decepcionado pero asintiendo comprensivo me
deseó buena suerte y con cierta emoción nos despedimos con
un apretón de manos. Me giré hacia el camino indicado, no
sin la sensación de estar perdiéndome algo estupendo pero,
la decisión estaba tomada. ¡Era hora de empezar a caminar!
Había
estado esperando algo así como un gran cartel que anunciase: 'Este
es el comienzo del mítico WHW'. Pero ¡nada de nada! Ahí
estaba yo, en un caminillo a la vera de un raquítico río
y no había nada que marcase el comienzo de mi gran hazaña.
Con el mapa de montaña colgado del cuello me situé tomando
como referencia el río, un pequeño bosque y la lectura de
la brújula. Empecé a caminar tratando de seguir un ritmo
moderado, había unos 25 km. por delante y era mejor dosificarse.
El día
había transcurrido bajo un cielo encapotado que proyectaba una
luz pálida y gélida sobre la campiña escocesa. Los
descansos, a intervalos de una hora y los innumerables chequeos de mapa
y brújula habían mantenido al cerebro ocupado, evitando
que la soledad, poco habitual en la ciudad, se hiciese notar. Quedaban
8 km. para alcanzar el pueblo de Drymen, final de la jornada, en el que
buscaría un lugar donde pernoctar.
Hacía
pocos minutos que me había cruzado con un guarda forestal, me había
saludado con simpatía y acabamos intercambiando algunas palabras
(las únicas del día hasta el momento). El cansancio permitía
que el frío del atardecer y el peso de la mochila se dejasen notar
un poco más. Entonces lo descubrí, un cartel en el camino
indicaba la existencia de una cafetería de carretera a tan sólo
media milla ¡Tentación irresistible! Quería llegar
a mi destino cuanto antes pero, atendiendo las demandas de mi cuerpecillo
dolorido, decidí darme un homenaje: un chocolate calentito me daría
alas.
Sentado,
con la mochila apoyada en una silla, el día había tomado
un cariz muy diferente. El lugar era acogedor y estaba decorado con mimo,
poco usual para una cafetería de carretera . Esperando mi chocolate
se me había antojado uno de los bollos caseros expuestos en el
mostrador. La bebida, caliente y dulce, actuaba como una pócima
regeneradora conforme bajaba por mi esófago. En ese momento, supongo
que con cara de estar en el Nirvana, para mi sorpresa, un hombre de mediana
edad sentado en la mesa vecina se dirigió a mí.- ¡Hola!
¿De dónde vienes?- Tras un intercambio de preguntas y respuestas
convencionales pasó a presentarme a su mujer e hija que se encontraban
sentadas a su lado. Mantuvimos una corta conversación que, he de
confesar, me supo casi mejor que el chocolate. Abandoné la cafetería
temiendo que me entrasen ganas de quedarme para siempre, en dos horas
anochecería y aunque la distancia era corta era mejor ir sobrado
de tiempo.
Tenía
que hacer un pequeño tramo de carretera comarcal para enlazar de
nuevo con el camino. Estaba a punto de abandonarla cuando un BMW último
modelo pasó lentamente y pitó. Desde dentro la familia de
la cafetería me saludaba sonriendo y agitando las manos. Era la
segunda vez en el día que el calor humano de desconocidos me sorprendía.
Si el resto del camino iba a ser igual ni lo acabaría ni regresaría
a Edimburgo. Terminaría quedándome en alguno de sus pueblecillos
a vivir, cautivado por la hospitalidad de sus gentes.
Tras una
hora de marcha pude distinguir a lo lejos el pueblo de Drymen. Aunque
quedaban pocas horas de luz, el cielo se despejó momentáneamente,
dejando que el sol iluminase la campiña. Las ovejas, con sus corderos
reciennacidos pegados a ellas, pastaban plácidamente. En ese momento
me acordé de la pequeña cámara, perdida en uno de
los bolsillos del anorak. Aprovechando los únicos tonos dorados
del día, saqué una panorámica para inmortalizar las
ondulaciones verdes salpicadas de blanco.
A media milla
de Drymen encontré el B&B anunciado en la guía. El dueño
me ofreció una habitación por £15 pero, viendo mi
cara de disgusto, se apresuró a informarme de que podría
dormir en uno de los wigwams por £10, con desayuno completo incluido,
o £7 si tenía mi propia tienda de campaña.
El wigwam
estaba en una pradera a un lado de la casa. Resultó ser una especie
de iglú fabricado enteramente en madera que, construido sobre pilares
cortos, quedaba elevado medio metro del suelo ¡Realmente original!
Dentro había cuatro catres dispuestos en un cuadrado, dos ventanas
minúsculas y una bombilla. Una vez instalado en él, con
mi saco de dormir ya desplegado, decidí que era hora de dar una
vuelta de reconocimiento.
El sol empezaba
a desaparecer en el horizonte. La ligera brisa no hacía más
que resaltar una atmósfera de paz y sosiego que me pareció
casi idílica. El B&B, en realidad, era una granja. Vacas, ovejas,
gallinas, pero sobre todo caballos. En esto apareció el dueño
y, apreciando mi curiosidad, me explicó que se dedicaban a cuidar
caballos para gente de la ciudad, normalmente familias que solían
ir los fines de semana. El resto de los animales eran principalmente para
uso casero, incluso tenían un huerto. Me informó que él
y su mujer se disponían a bajar al pueblo para hacer algunas compras,
así que podría ir con ellos en el coche.
Drymen era
un pueblo pequeño pero aun así disponía de varios
restaurantes, un Spar , y unas cuantas tiendas más. Las casas se
veían en buen estado, de un blanco lustroso algunas mostraban las
primeras flores primaverales. Después de algunas pequeñas
compras y con la sensación de que algo se me estaba olvidando emprendí
el camino de regreso al B&B.
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