La
especie humana tiene la capacidad, o tal vez la virtud, de asociar imágenes
de situaciones diferentes, a pesar de no tener en apariencia nada que
ver.
Algunas veces esas imágenes se superponen y nos trasladan de repente
a otro lugar, confundiéndonos al principio; pero, al ir tomando
forma, permiten que todos nuestros sentidos revivan cierto momento ya
pasado e incluso puede incidir en nuestro estado anímico.
La noche del 24 de diciembre, a eso de las 12.30, bajaba yo por Broughton
Street. Iba despacio, con cuidado de no resbalarme con el hielo. El viento
frío me hacía encogerme y embutir las manos en guantes y
bolsillos. Mi rostro debía ser una mueca sombría, un poema
con ojos achinados y nariz rojiza.
Cuando menos lo esperaba, pasando junto al Graffiti, me asaltó
la angustia. ¿Qué demonios hacía yo allí,
solo, en Nochebuena, caminando por las calles gélidas?. Miré
a un lado y a otro. Delante y detrás. No había nadie. Sólo
se oía el viento.
Cuando
estaba a punto de echar a correr gritando como un loco, me fijé
en que las luces de neón reflejadas en ese hielo sin más
huellas que las mías hacían que la acera y la carretera
brillaran como campos de diamantes.
Cerré los ojos y empecé a viajar... Estaba experimentando
una asociación de imágenes. Cuando los abrí, todo
seguía cubierto de diamante. Pero ahora caminaba abrazado a alguien
a quién quise muchísimo y no pisábamos hielo, sino
arena. Era una preciosa noche de verano.
Las luces del paseo alumbraban tenuemente la playa sobre la que la marea
había olvidado cientos de medusas pequeñas y relucientes
como diamantes.
Caminábamos despacio y con cuidado para no pisar ninguna, atónitos
ante tanta belleza. No había nadie más en la playa y sólo
se oía el mar.
No hablamos para no romper la magia de ese momento increíble que
no se repetiría. En pocas horas, la gente jugaría con esas
mismas medusillas, ya secas y sin brillo. Nada sería lo mismo,
ni siquiera nosotros.
Me abracé un poco más a la persona que iba a mi lado, tratando
de compartir esa emoción silenciosa, esa alegría de ser
únicos frente a algo único.
Un soplo de viento polar me devolvió a la realidad, al presente,
a la calle del Graffiti y al suelo helado. Allí no había
nadie más. Me estaba abrazando a mí mismo.
Pero el gesto de mi cara era otro y ya no me sentía tan solo. La
noche estaba preciosa y las calles parecían distintas a como las
había visto mil veces antes. En pocas horas se llenarían
de nuevo de gente, se ensuciaría el hielo, se rompería el
encanto.
Entonces sonreí y seguí caminando, tratando de compartir
con las estrellas esa emoción silenciosa, esa alegría de
ser únicos frente a algo único.
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