Por fin llegó el acontecimiento del año, ayer en el Cameo a las doce de la noche estrenaban "Crouching Tigre, Hidden Dragon". Tan sólo con leer el título, la parte salvaje, animal que llevo dentro rugía, echaba fuego, aunque tal vez sólo se tratase de gases, porque por otra parte mi subconsciente me traía a la mente el gato de mi tía Nieves, cobarde y perezoso.

Pero no había tiempo que perder, eran las nueve y media de la noche, desde mi casa al Cameo hay unos treinta minutos andando, había que prever las posibles aglomeraciones del estreno. Entonces me acordé de la profana frase "si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va la montaña" a la que le añadí con complicidad: "pero dos horas antes para ser el primero". Me vestí presuroso, salí a la calle, di unos cuatro pasos y ya estaba en la cola. En mi vida había visto una serpiente humana tan larga. Todo mi ateismo, agnosticismo, mi falta de creencia se me acababa de derrumbar.

El Cameo había llegado hasta mi casa pero para acceder a él, ahora necesitaba de un milagro, de un Moisés que me abriese las puertas del Mar Rojo y me colase. Justamente delante mía había un señor mayor con barbas blancas, le pregunté su nombre y me respondió con un puñetazo, devolviéndome la falta de fe. La solución estaba en mí, en mi sangre, en mis antepasados, en la cultura que he mamado: la picaresca. Me dirigí de nuevo al señor que me agredió, muy amablemente le pedí perdón por mi falta de educación e invasión de la intimidad. Todo lo que iba a suceder estaba planeado. El señor me respondió con otro puñetazo, pero a diferencia del primero éste le hizo tanta gracia que le produjo una risita incontrolada y contagiosa que por efecto dominó la locura se hizo dueña de la ordenada situación.

No creáis que fue fácil andar durante treinta minutos entre risitas contagiosas, aguantando la mía para no ser detectado. Pero lo conseguí, me puse el primero, me dirigí a la taquilla, pedí una entrada con concession para Crouching Tigre, Hidden Dragon mostrando de refilón a la chica que me atendía un carné de cuando era monaguillo; la picaresca seguía funcionando. Ya tenía la entrada en mi mano, ahora si que me pude reír. Empecé a dar saltos de alegría gritando: "¡Soy el primero, soy el primero!". Y así fue, porque las entradas estaban enumeradas y a mí me tocó el asiento número uno, en la esquina izquierda de la primera fila.

El primero fue el primero, el último rió mejor que el primero porque el primero no encontró ningún motivo para reírse, no solamente porque fue el primero.


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