Hace no mucho, mucho tiempo, a las afueras de un pequeño pueblo costero de la Rivera francesa de cuyo nombre me acuerdo pero prefiero no decirlo para darle más sobriedad y sabor añejo al texto, en medio de un bahía, había un viejo y coqueto hotel donde parejas de enamorados, artistas, trios de enamorados, aristócratas, intelectuales, ex-combatientes de la legión francesa y algún que otro despistado, pasaban sus vacaciones lejos del mundanal mundo del que provenían para airear sus almas con el oxígeno de la bahía y emborrachar sus cuerpos con el vino que se les servía.

Allí en aquel lugar de ensueño donde el tiempo no existía pasé tres meses, dos días y cinco horas trabajando en la cocina junto a Monsieur Divan, mi jefe y dueño del hotel, aunque él prefería que le llamasen L'homme au grand coeur. Era un ser mezquino, avaricioso, con un sentido de la vida tan fríamente práctico que a veces su vida carecía de sentido. Y desde las profundidades de sus corruptos intestinos emergía su parte más humana, porque todos tenemos alma, y la de éste me recordaba a la de un niño, dulce e inocente. Era entonces cuando él aprovechaba para hablar de cosas que no fuesen patatas y el porcentaje de beneficios que le revierten, por poner un ejemplo.

Ni que decir tiene que incluso lo trascendente, lo escatológico, lo divino, iban a girar en torno a su persona, que para eso era el jefe, con lo que el beneficio del gozo concedido iba a ser doble y por supuesto gratuito. Siempre trataba de controlar sus emociones, como si nada fuese consigo, pero sus pupilas le delataban el niño que llevaba dentro. Un día mientras pelábamos patatas en medio de un silencio precedido de una conversación irrelevantemente personal, acerca de su figura y edad, me pidió que le dijera con la mayor honestidad, qué pensaba acerca de su alma, concediéndome libertad para deshacerme del prejuicio de la jerarquía. Ya no tenía patata en la mano, aquello era una pistola, y lo tenía tan cerca...

En mi puño estaba jugar a la ruleta rusa, como Robert de Niro en la película, o a juegos de agua como hacen los niños. Recuerdo que sentí una extraña sensación de poder, compasión y afecto por el niño desnudo que ahora tenía en frente. Empecé disparando gotas de elogio, sus pupilas se humedecieron de alegría. Continué con las emilias, al cabo de un rato el niño chapoteaba en un charco de felicidad.

A pesar del sentido metafórico con el que me refiero, para mí la escena era tan evidente, que si en ese momento hubiese entrado alguien en la cocina hubiese sentido vergüenza ajena, pero nadie entró y seguí disparando y disparando hasta que llegó un momento en el que tuve que parar porque el niño se me iba a ahogar, el agua le llegaba al cuello. Entonces cambié de juego, cargué mi patata con dientes de ajo de los que empiezan picando hasta que se convierten en fuego. Tras varios ajos, ya no hubiese sentido pudor si alguien hubiese entrado en la cocina, sino alivio. Ya no había ningún niño sin ropa pelando patatas conmigo. Mi jefe era más jefe que nunca, sus pupilas dilatadas, secas de rabia, me exigían se reestableciese el estado de jerarquía. Pero como ya dije antes, además de compasión y afecto sentí poder, que también al parecer es algo humano, hasta que se pierde el control de él. Y yo no podía parar de disparar, ya no solamente se le dilataban sus pupilas, su cuerpo se hinchaba como un balón de playa, en cualquier momento podía estallar de ira.

Pasando ya de la metáfora, terminé gritándole: - ¡Eres el ser más despreciable y vanidoso que jamás he conocido. Una sucia rata de alcantarilla!, y tiré la patata al suelo con tanta fuerza que la reventé en mil pedazos. Un silencio sepulcral se hizo en la cocina, Monsieur Divan estaba tieso con la mirada perdida, me acerqué a él porque en el fondo le tenía aprecio, le di un abrazo y me autodespedí. Antes de salir por la puerta reaccionó y me dijo: - ¡Espera un momento Camil!-. Me di la vuelta. De nuevo podía ver en su mirada al niño que llevaba dentro.
- Muchas gracias por tu honestidad, a veces el alma necesita esto. Dile a la encargada que te pague lo que se te debe y que te descuente la patata que has tirado al suelo. Suerte muchacho.

Esa fue la última vez que vi a Monsieur Divan, al que con el paso del tiempo lo recuerdo como a un personaje inconcreto de una hipotética canción de Jacques Brel que se podría titular L'homme au grand coeur; porque para eso está el alma, para hacer de las fricciones una canción, un cuento o este sin sentido que aquí os dejo.


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