Ciencia Ficción Perú

Adrenalina

Alexis Brito Delgado


 
 

ADRENALINA


Quería destruir todas las cosas hermosas que nunca tendría. Incendiar las selvas tropicales del Amazonas. Provocar emisiones de cloro-fluorocarbonos que destruyan el ozono. Abre las válvulas de los contenedores de los superpetroleros y vierte directamente al océano el crudo de los pozos petrolíferos. Quería matar todos los peces que no podía permitirme comer, y empantanar las playas francesas que nunca llegaría a ver. Deseaba que el mundo entero tocara fondo.

CHUCK PALAHNIUK


Será un trabajo fácil...


Las palabras de Nathan regresaron a mi memoria cuando salimos del coche, un brillante BMW negro metalizado con todos los accesorios correspondientes: llantas de aleación ligera, volante deportivo multifunción, motor diesel, sistema de navegación Steptronic, cambio automático de seis velocidades, manecillas del color de la carrocería, 800 caballos y equipo de música Toshiba. Una hermosa obra maestra de la tecnología alemana, regalo de un turbio magnate nipón que le debía ciertos favores. Como siempre, Nathan guardó silencio al respecto, su discreción significaba que no me molestara en hacerle preguntas, ambos sabíamos que en estos tiempos agitados, la ignorancia es una virtud.

Estamos en camino, el portero nos permite pasar al interior de la discoteca. Nos ahorramos la cola interminable que llena la calle abarrotada y dejamos atrás el conglomerado de luces de la ciudad. Una canción llegó a mis oídos.

Drive boy dog boy dirty numb angel boy
In the doorway boy she was a lipstick boy
She was a beautiful boy and tears boy
And all in your innerspace boy you had
Hands girl boy and steel boy you had
Chemicals boy I’ve grown so close to you
Boy and you just groan boy she said
Comeover comeover she smiled at you boy…

Tokio parece un panel de abejas: 23 barrios, 8.340.000 habitantes, 14.000 personas por metro cuadrado, 1.894 horas de sol anuales, producto interior bruto de 1.315 billones de yendólares. Sin desearlo, cifras técnicas invaden mi cabeza, llevo demasiado tiempo en Shinjuku, evaluando a competidores de bolsa en despachos insonorizados, mientras el sol se hunde en el Océano Pacífico.

Nathan avanza entre la multitud, balanceando los hombros con arrogancia, como una imagen de cómic de Jiro Taniguchi. Como de costumbre, desentonaba con los demás, jamás pertenecería a los niños ricos que atestaban el local, su nihilismo no le permitía abrazar las consignas de lo políticamente correcto. Su vestimenta me obliga a sonreír: chaqueta de cuero roja, camiseta Nike, gastados Levi’s negros, botas militares de caña alta con remaches de acero corrugado y omnipresentes gafas de sol Imatra talla XXL oscuras. Entorné los ojos, las luces estroboscópicas herían mis retinas y percibí vagamente la riqueza que me rodeaba: Calvin Klein, Gucci, Versace, Hugo Boss, Dolce & Gabbana, Ralph Laurent, Prada y Tommy Hilfiger, ensordecido por los altavoces Sony colocados en los cuatro puntos cardinales. Ignoré los carteles de prohibido fumar y prendí un Marlboro Light con un Zippo de oro. El DJ pinchaba viejos discos de Big Beat en la cabina, el volumen del tema era insoportable, probablemente una canción de los Chemical Brothers, Prodigy, Fatboy Slim, Propellerheads, Apollo 440, u Orbital.

Stop the rock, stop the rock
Stop the rock, stop the rock
Stop the rock, can't stop the rock
You can't stop the rock, stop the rock
Stop the rock, can't stop the rock
You can't stop the rock, can't stop the rock...

Deseaba un arma, me hubiera aportado seguridad. Una Beretta 9.000 sería perfecta: calibre de 9 mm, doble acción, 168 mm de largo, cañón de 88 mm, seguro ambidiestro, armazón de polímero y 780 gramos de peso. Procuré pegarme a Nathan y lo seguí a través de la pista de baile, fascinado por los efectos que bañan a los clientes: filtros de colores, luces de policía y destellos de niebla artificial. Con las manos en los bolsillos de la americana, contemplé a los maniquís que oscilaban alrededor de mi figura con movimientos ralentizados, irreales, parecían cuadros de Edward Hooper en el Siglo XXI: muestras de la sofisticación que  absorbía el presente y borraba los recuerdos del milenio anterior. Nathan se detuvo y señaló el escenario: una mueca burlona iluminó su rostro bronceado por los UVA de la MegaSun 4000 Super. Distraído, miré a las Go-Go’s que  descendían desde el techo, deslizándose boca abajo por los tubos metálicos, uniformadas con botas de piel de serpiente, escasa ropa interior y máscaras de jugadores de Hockey sobre hielo. Frenéticas, las mujeres danzaron en torno a las barras y ofrecieron sus encantos al público, con los cuerpos sudorosos bañados de aceite solar.

Hey girls
Hey boys
Superstar djs
Here we go...

Nathan continuó adelante, sin molestarse en esperarme, teníamos trabajo que hacer, luego procuraríamos divertirnos. Inconscientemente, envidié el físico que había conseguido durante los últimos meses, las horas de gimnasio resultaban efectivas, sus abdominales, bíceps, tríceps, piernas, antebrazos, hombros y pectorales estaban esculpidos en mármol, endurecidos por horas de ejercicios sin necesidad de esteroides. Torcimos a la derecha y bajamos una rampa bordeada por parejas, los cócteles de diseño eran de ciencia ficción: Alexander, Dry Martini, Bloody Mary, Havana Planters, Upper-Cut y Long Island. Las bebidas no me impresionaron, sólo me gustaba el whisky de malta, las  costumbres son difíciles de romper. Reconocía los perfumes: Cacharel, Paco Rabanne, Rochas, Gaultier, Escada, Chanel y Shiseido, que flotaban en el ambiente. El consumismo exacerbado de la multitud me asqueó. Suerte que Nathan me había abierto los ojos al respecto, estaba por encima de aquellos estúpidos esnobs. Nathan detuvo a un portero, susurró unas palabras en su oreja cubierta por un audioreceptor Philips y le pasó unos billetes sin llamar la atención. El gigante asintió, estaba apunto de reventar el esmoquin, sus abultados músculos apretaban la tela, demasiados wisterols, en breve no podría ni tener una erección. Terreno libre, nuestro objetivo nos esperaba, no podíamos perder el tiempo. La lista Saturn de suplementos alimenticios que tomaba Nathan volvió a mi mente: Amino Acid, C-1000 Complex, Join Aid, Mineral-Active y Tribex; estaba seguro que el gorila consumía los mismos nutricionales.

I’m the bitch you hated, filth infatuated.
Yeah. I’m the pain you tasted, fell intoxicated.
I’m a firestarter, twisted firestarter.
You’re the firestarter, twisted firestarter.
I’m the self inflicted, mind detonator.
Yeah. I’m the one infected, twisted animator...

Al abandonar el piso superior, descendimos unas escaleras en espiral y nos dirigimos a los lavabos. Nathan se hizo a un lado con fingida amabilidad, permitió pasar a un japonés borracho y le birló la cartera del bolsillo trasero de los pantalones. Incómodo, visualicé su traje Armani de lana color gris, corte francés, talla cuarenta, de solapas estrechas, idéntico al mío, con cierto desdén (a nadie le agrada encontrarse con alguien que vista igual que uno). Nathan rió, mordaz, adivinando mis ideas. Luego, sacó un fajo de yendólares de la Salvatore Ferragamo y la arrojó al suelo.
—Te han copiado el modelo, colega.
Me sentí insultado:
—¡Vete a la mierda!
Faltaba poco para llegar. La adrenalina acrecentó mi sistema nervioso simpático, disparó las reservas de glucógeno hepático, aumentó la presión arterial y bombeó mi corazón a mil por hora. Tenía la boca seca, pupilas dilatadas, manos sudorosas y ritmo cardíaco en cien pulsaciones por minuto. Nathan parecía tranquilo, su indicación latía en mi subconsciente: un mantra que no me aportaba la seguridad que necesitaba.
 
Será un trabajo fácil...

Me despreocupé y acepté el momento actual, comerme el coco estaba de más, la venganza es un néctar que se sirve frío. La ecuación es sencilla: comprar material de primera calidad, cortar la mercancía, venderla a terceros que quieren colocarse y cobrar por nuestros servicios, veinte por ciento de interés incluido. En aquel momento, percibí la  realidad como un mazo, la zona VIP era cliente de Nathan. En caso contrario, lo hubieran largado a la calle por no llevar un maldito traje de marca: a veces las influencias son beneficiosas. Nathan era el camello del momento en Tokio: anfetaminas, coca apenas cortada, MDMA con dibujos manga en una de las caras, heroína cubana de las montañas de Nipe-Sagua-Baracoa, morfina industrial de mercado negro, opio chino, setas alucinógenas, benzodiapecinas, LSD y cannabis jamaicano, eran su especialidad. La clientela que nos compraba era nutrida, variada, forrada de pasta, que ingería drogas para escapar del tedio que invadía sus patéticas existencias.

And you open the door and you step inside
We're inside our hearts
Now imagine your pain as a white ball of healing light
That’s right
Your pain, the pain of self is a white ball of healing light
I don’t think so...

Nathan desenfundó la navaja Jester: 112 mm de longitud, 15’7 gramos, hoja de acero AUS-6 y mango negro de fibra de vidrio reforzado con nylon. El acero absorbió la luz de su entorno y anticipó una promesa de muerte. Entramos a saco en los servicios y asustamos a nuestro hombre. Brian inhalaba una línea de cocaína. Nathan le golpeó la cabeza, el tubo de platino se hundió en su nariz, haciendo que lanzara un espantoso aullido de dolor. Cerré la puerta, pasaba de interrupciones, tenía que ser una operación limpia, daría ejemplo a los gorrones que no quisieran pagar.
—¡Nathan! —berreó el negro—. ¡No me hagas daño!
Sus ojos estaban llenos de lágrimas, su Ralph Laurent color beige de tres botones empapado de sangre, no podía escapar de su destino, los 30.000 mil pavos que nos debía  eran su certificado de muerte.      
—¡Tengo tu dinero! —gritó—. ¡Te pagaré!
Nathan pasó por alto su promesa.
—Demasiado tarde, Brian.
Rápidamente, lo arrinconó contra la pared, con la Jester levantada. Una estela carmesí manchó el espejo. Su rostro quedó dividido en dos: la hoja afilada creó una segunda sonrisa y mostró los dientes podridos por los efectos secundarios del caballo. Brian levantó las manos y bramó como un cerdo. Nathan lo derribó, la patada lo hizo vomitar, sus entrañas ensuciaron las baldosas impolutas.
—¡Nathan! —suplicó a duras penas—. ¡Por Dios!
Nathan se inclinó sobre el negro y le clavó una rodilla en el esternón, inmovilizándolo. La navaja se hundió en su ojo izquierdo, el globo ocular seccionado saltó de la órbita y supuró un desagradable líquido carmesí. El segundo tajo le abrió la nariz, tuve que apartar la mirada, la mezcla de nieve, mucosa nasal y sangre me revolvió el estómago. Brian chilló, un círculo de orina cubrió su entrepierna y demandó un auxilio que nunca recibiría. La violencia del acto me excitó, daba rienda suelta a mis mórbidas fantasías, mientras Nathan desfiguraba a nuestro hombre y convertía su rostro en picadillo.

Será un trabajo fácil...

Segundos después, todo terminó, las deudas estaban saldadas. El negro fue incapaz de resistir el terrible castigo y se desvaneció en la inconsciencia. Satisfecho, Nathan encendió un pitillo y comprobó su ropa, que milagrosamente estaba intacta, la carnicería ni siquiera lo había rozado.
—¿Lo has grabado?
—Claro.
De manera automática, guardé el Nokia N80: 352x416 píxeles, 262.144 colores, navegador, lector de feeds RSS, Quickoffice, 40 MB y soporte para UPnP, con manos temblorosas. Brian se desangraba, su cara era una masa desecha, la cirugía no podría reconstruir los daños irreparables ocasionados por los navajazos, Frankenstein a su lado sería el supermodelo masculino del año. Nathan escupió sobre el cuerpo inerte.
—Cuídate, Narciso.
Trabajo finalizado, era hora de abrirnos, la bofia podía aparecer cuando menos lo esperásemos, estábamos en paz, aquel cabrón no volvería a joder a nadie.

FIN

Alexis Brito Delgado





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