Anton PANNEKOEK
Para luchar contra el capital hay que luchar también contra el sindicato
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II - [El devenir del viejo movimiento obrero]
El desarrollo del capitalismo ha cambiado todo esto. Las pequeñas oficinas
han sido sustituidas por las grandes fábricas y las gigantescas empresas
en las que trabajan miles o decenas de miles de personas. El crecimiento del
capitalismo y de la clase obrera ha tenido como consecuencia el crecimiento
de sus respectivas organizaciones. Los sindicatos, que en su origen eran grupos
locales, se han transformado en grandes confederaciones nacionales, con centenares
de miles de miembros. Deben recoger sumas considerables para sostener huelgas
gigantescas, y sumas todavía más enormes para alimentar los fondos
de socorro mútuo. Se ha desarrollado toda una burocracia dirigente, un
estado mayor pletórico de administradores, de presidentes, de secretarios
generales, de directores de periódicos. Encargados de negociar con los
patronos, estos hombres se han convertido en especialistas habituados a contemporizar
y a ponerse del lado de los "hechos". En definitiva, ellos lo deciden
todo, desde el empleo de los fondos el contenido de la prensa; frente a estos
nuevos patronos, los afiliados de la base han perdido prácticamente toda
su autoridad. Esta metamorfosis de las organizaciones obreras en instrumentos
de poder sobre sus propios miembros no carece de antecedentes históricos:
siempre que una organización ha crecido desmesuradamente, ha escapado
el control de las masas.
Idéntico fenómeno se ha producido en las organizaciones políticas,
que se han transformado de los pequeños grupos de propagandistas que
eran en un principio, en grandes partidos políticos. Sus verdaderos dirigentes
son los diputados del Parlamento, cuya función es, en efecto, la de conducir
la lucha real por el cauce de los organismos representativos, en los que ellos
hacen carrera. Son ellos quienes redactan los editoriales, dirigen la propaganda,
formen a los cuadros de rango inferior, ejercen una influencia preponderante
sobre la política del partido, tienen derecho de voto, colaboran en la
propaganda, pagan las cuotas y mandan sus delegados a los congresos del partido,
pero ésto no son más que poderes formales, ilusorios. Por sus
características, la organización se asemeja a la de los demás
partidos, que no son sino grupos de políticos profesionales que tratan
de cosechar sufragios por medio de slogans y de ocupar una parcela del poder.
Cuando un partido socialista dispone de un elevado número de diputados,
se alía con otros partidos contra las formaciones políticas más
reaccionarias, para formar una mayoría parlamentaria. Desde este momento,
no solamente aparece una multitud de alcaldes o concejales socialistas, sino
que algunos de ellos llegan incluso a ministros u ocupan los más altos
cargos del Estado. Una vez instalados en etos lugares, son naturalmente incapaces
de actuar en calidad de representantes de la clase obrera, de gobernar en favor
de los trabajadores contra los capitalistas. El verdadero poder político
y la propia mayoría parlamentaria siguen en manos de las clases explotadoras.
Los ministros socialistas deben inclinarse ante los intereses de la sociedad
global, es decir, ante los intereses del Capital. Probablemente, les veremos
proponer medidas capaces de satisfacer las reivindicaciones inmediatas de los
obreros y presionar a los demás partidos para que las hagan adoptar.
De ese modo se convierten en intermediarios -alcahuetes- y cuando, tras sus
chalaneos, logran conseguir pequeñas reformas, se dedican a convencer
a los obreros de que se trata de reformas importantísimas. Como instrumento
de estos líderes, el Partido socialista acaba limitándose a la
tarea de defender estas reformas y convencer a los obreros de que las acepten,
dejando de estimularles a combatir por sus propios intereses, adormeciéndoles
y apartándoles la lucha de clases.
Por lo que respecta a los obreros, las condiciones de su lucha se han deteriorado.
La fuerza de la clase capitalista ha crecido enormemente, paralelamente a sus
riquezas. Con otras palabras, la concentración del capital en manos de
unos pocos capitanes de las finanzas y de la industria, la misma coalición
patronal, ponen a los sindicatos frente a un poder que ahora es mucho más
fuerte, a menudo casi inexpugnable. Además, la feroz competencia desatada
entre todos los capitalistas del mundo para conquistar los mercados, las fuentes
materias primas y el poder mundial, explica que partes cada vez más importantes
de plusvalia se destinen a la fabricación armas y a la guerra: la caída
de la tasa ganancia obliga a los capitalistas a aumentar la tasa de explotación,
es decir, a rebajar el nivel real de los salarios. Los sindicatos topan así
con una resistencia mucho grande, más encarnizada, y los viejos métodos
se hacen progresivamente impracticables. Cuando negocian con los patronos, los
dirigentes sindicales ya no son capaces de arrancarles gran cosa. Y aunque no
ignoren la fuerza alcanzada por los capitalistas, están tan poco dispuestos,
por su parte, a luchar (desde el momento en que su lucha podría arruinar
financieramente a las organizaciones y comprometer su propia existencia) que
se ven forzados a aceptar las propuestas patronales. Su actividad principal
consiste, por consiguiente, en calmar el descontento de los obreros y en presentar
las ofertas de los dadores de trabajo bajo una luz más favorable. Incluso
en este sentido los líderes sirven de mediadores entre las clases antagonistas.
Si los obreros rechazan estas ofertas y se lanzan a la huelga, los jefes se
ven obligados o bien a oponerse a ellos o bien a darles a entender que toleran
la lucha, pero con la precisa intención de que termine lo más
pronto posible.
Sin embargo, es imposible detener la lucha o reducirla a un mínimo:
los antagonismos de clase y la capacidad del capitalismo para reducir el nivel
de vida obrero crecen continuamente, y por ello la lucha de clases debe seguir
su curso: los trabajadores se ven obligados a luchar. De vez en cuando, espontáneamente,
rompen sus cadenas, sin preocuparse de los sindicatos, incluso a despacho de
los compromisos y de los convenios firmados en su nombre. Si los líderes
sindicales consiguen retomar la dirección del movimiento, se asiste a
una extinción gradual de la lucha, como consecuencia de un pacto firmado
entre los capitalistas y los jefes obreros. Lo cual no significa que una huelga
salvaje prolongada tenga posibilidades de triunfar; es algo demasiado restringido
y limitado a los grupos directamente interesados. De un modo puramente indirecto
los patronos se ven obligados a mostrarse prudentes por temor a que se repitan
este tipo de explosiones. Sin embargo, estas huelgas constituyen la prueba de
que la gran batalla entre el Capital y el Trabajo no puede terminar, y que,
si las antiguas formas de acción se revelan impracticables, los trabajadores
se comprometen a fondo y crean espontáneamente otras nuevas. Su revuelta
contra el Capital se convierte, el mismo tiempo, en una revuelta contra las
formas de organización tradicionales.
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