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La Niña del Monte

El velo de la viuda

La ventana que jamás abrió

 

 

LA NIÑA DEL MONTE

 Ayer me vino a la memoria, un hecho de la infancia, de aquella infancia en el monte, discurrida entre pastizales, árboles y el cauce del río. Hallábame, una mañana, a la ribera de ese hermoso y sonoro río que nutría nuestras tierras. Solía entretenerme haciendo pequeñas balsas del junco crecido en sus márgenes.

Era una mañana calurosa y me disponía a darme un chapuzón, cuando de pronto escuché el canto de un ave, canto extraño para el lugar, alzo la mirada atraído por el ave, era un ave preciosa con colores brillantes como los del pavo real, y sus alas desplegadas batían sobre el aire con un movimiento suave y sosegado dando vueltas en derredor y de pronto de entre los cañaverales asoma una niña tal vez un poco menor que yo -para entonces tenía yo nueve años- que venía corriendo como queriendo alcanzar al ave, como si se tratara de una mariposa, que por momentos desarrollaba vuelo rasante. Era una niña hermosa de larga cabellera asida por un lazo, color de sus mejillas, vestida de un blanco celestial, traía bajo el brazo una muñeca, en un instante de su inquieta carrera tropieza bruscamente al borde de un pequeño manantial, y la frágil muñeca sale impulsada y cae fuera de su alcance en las dulces aguas que terminan por perderse en el mismo seno del río, en el caudaloso torrente, y pude ver con tristeza como en el rostro de aquella niña se desdibujaba su blanca sonrisa, y de sus brillantes ojos color de cielo discurrían silenciosamente lágrimas de pena, al perder a su amiga de la infancia primera, de pronto se alcanzaba a oír una voz de angustia que reclamaba la  presencia de la niña, así ví asomar a esa señora que al parecer era su madre, quien sin reparar en la tristeza de la niña la tomó por el brazo para perderse entre los cañaverales por donde ambas vinieron.

No tuve tiempo, para más pena de verla partir, sin su amiga que en las aguas se perdió, cuando de pronto siento una ráfaga de aire como de un gran abanico que soplo a mis espaldas, al virar la cabeza vi con asombro, estaba allí nuevamente esa ave, como pidiéndome que la siguiera, como lo hiciera aquella niña, revoloteaba sobre mi cabeza de pronto se alejaba y volvía nuevamente, hasta que me animé a seguirla y corrí entre arbustos, y sortee enredaderas, la seguí mientras tuve fuerza para correr, y habiéndome alejado tres o cuatro  quebradas del río, cansadas mis piernas por el terreno fangoso, que hacía cada vez más difícil mi incursión, me deje caer tendiéndome en un brazo cuyo cauce era retenido por una tranquera de piedras y troncos, en  donde un remolino espumoso hacía girar una y otra vez viejas ramas arrastradas, y de cuando en cuando dejaba asomar un objeto de color rosa que se hundía para de pronto emerger.

 Como por arte de magia recobré fuerzas y pensé es su muñeca, me lancé hacia el remolino, y estando en el, ya no pude ver el objeto que a mis ojos apareció color de rosa, me sumergí y en el interior tampoco, giré una y otra vez como quien busca salvar una vida; falto de oxígeno levanté la cabeza como queriendo aspirar todo el aire del prado y cuando me aprestaba a sumergirme una vez más en el lento remolino, pude verlo nuevamente estaba ya en el borde, era ella, sí, estaba enredada en unas ramas, como deseando no seguir siendo arrastrada por las aguas, la tomé en mis brazos y sin meditarlo más emprendí el retorno.

Esta vez no resultó fácil, como que no encontraba sendero accesible, en mas de una ocasión dí vuelta a un mismo árbol y crucé un mismo arroyo, me angustiaba, quería darle alcance a la niña y no me era posible, hasta que recordé al ave y la invoqué, para pedirle que me muestre el camino de retorno pensé en ella con muchas ansias y de pronto sentí nuevamente su aleteo, sentí que mis ojos y el camino se iluminaron con una luz superior al día, y me mostró el camino hasta llegar al punto en que vi aparecer la niña; y el ave, esta vez dejando oír un grito agudo, batió sus alas con mayor velocidad y alzó vuelo hacia el firmamento para desaparecer entre las nubes, yo me quedé contemplando la muñeca y me dije debo hallar a la niña, crucé el rió y camine hacia el final del monte hasta la carretera que lleva al pueblo, y dirigiéndome por ella me encaminé en busca de la niña, debía encontrarla para que recobrara su alegría y su sonrisa, es como si eso me lo hubiese encomendado el ave.

Después de caminar largo rato, llegué al pueblo y me dirigí a la plaza, donde se veían correr alegremente niños, y busqué entre ellos a la niña, di vueltas una y otra vez y como que cada vez una tristeza profunda se iba apoderando de mi, de pronto unos niños  inquietos me rodearon y se empezaron a reír de mi, diciéndome ¿qué juegas con muñecas?, y en segundos me la arrebataron y empezaron a lanzársela unos a otros haciendo de mi su mejor juego del día, pues a saltos trataba de alcanzarla cada vez que esta surcaba los aires sin lograr mi objetivo, hasta que por fin cansados y aburridos ya de tanta burla y de verme al borde del llanto, uno de ellos el más grande, toma la muñeca lanzándola por los aires y me dice ve por ella nena, corrí apenado y una vez más la tome entre mis brazos como quien toma una criatura y la contemple, y pude ver su carita maltrecha por el barro y los golpes y pude ver la misma sonrisa que perseguía al ave y los mismos ojos color de cielo, estaba seguro de que era ella, la niña del monte de quien se enamoraron mis ojos y mi corazón. Desde entonces decidí no buscarla más pues estaba conmigo.

 Se hacía tarde ya, y debía volver a casa,  eché a caminar cuando de pronto sentí el aleteo del ave pero que esta vez golpeaba mis espaldas, lo sentí con intensidad volteo y era mi padre que venía  a darme la voz a la orilla del río donde la brisa aromática del monte me había sedado en un profundo sueño.

 

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La Niña del Monte

El velo de la viuda

La ventana que jamás abrió

 

 

EL VELO DE LA VIUDA

Hace unos días, mi madre me preguntaba por un pañuelo que solía usar por las frías mañanas de invierno, al parecer lo había extraviado. En ese instante recordé un hecho anecdótico, con dosis de misterio. Un pañuelo, sí un pañuelo como el que extravió mi madre, ¿acaso posible causa del más trágico desenlace que se pudiera imaginar? pensé entonces que este podría ser la trama del más extraño relato que me ha tocado contar. 

Ad portas del nuevo milenio, me encontraba montando un obra teatral, con mis alumnas del I Ciclo de Bachillerato, se titulaba: “Seis personajes en busca de un autor”, un drama del italiano Lugui Pirandello. Dicho drama presentaba la disposición de un elenco teatral realizando el ensayo de “Cada cual a su Juego”, del propio Pirandello. De pronto irrumpen en el teatro Seis personajes, desesperados por encontrar un autor que termine de dar vida a sus existencias. Se suscitan toda una secuencia de diálogos exultantes y reflexivos, controvertidas expresiones en el que los actores flotan indecisos, inseguros en sus posturas,  y buscan un autor para montar el "drama doloroso" que son ellos mismos. Quieren que lo intimo, lo inverosímil y lo absurdo de su vida privada se haga público porque esa es la realidad. 

Tu y yo sabemos que habitualmente el teatro hace pasar la ficción por realidad. Ellos quieren exactamente lo opuesto: el libreto será su existencia misma. Porque han nacido personajes pero no están todos "acabados". Lo que se eleva entonces de los personajes es irrepresentable: traición, abandono, incesto, odio, culpabilidad. Jamás la ficción aboliría la realidad. Con ellos, el eterno juego de cada cual, tratará de "perpetuar el suplicio", el acto del cual no puede retractarse o eximirse el ser humano. 

El acto que acontece ahora, que acontece todo el tiempo, en un "instante eterno" el drama que se juega en la intrincación desesperada y torturante del “acto imperdonable". Ya que culpables son todos, pero no buscan presentar una historia completa, buscan más bien, a través de la exteriorización de su desordenadas ideas, ligarse a la inescrutable decisión del ser que los hace actuar hasta ese final atroz que conmociona a todos. La niñita cae en el estanque y muere; el adolescente la mira ahogarse, inmóvil, luego se mata. "La realidad, la realidad", proclama el padre. "Realidad, ficción, váyanse al diablo", diría con animo exacerbado el director y los personajes salen. ¿Terminamos? No es seguro porque las sombras de los personajes reaparecerían. 

De la misma forma en nuestro montaje, el personaje del Padre tenía a menudo,  una sonrisa incierta y vaga, de rostro pálido y arrugas bien marcadas en su ancha frente, a veces dulce, a veces áspero y duro. 

Otro de esos seis personajes era la Madre, viuda de su primer compromiso, alterada y abrumada por el peso insoportable de la vergüenza y el envilecimiento. Lleva el espeso velo cubriendo su rostro, un rostro, no enfermizo pero pálido como de cera. El papel solo consistía en pararse en el escenario con la cabeza gacha y con la mirada perdida en la nada, y por supuesto ataviada de un negro riguroso, cubierta la cabeza con un pañuelo negro a manera de velo.  

Bien, ocurre pues, que la chica que hacía el papel de viuda usaba un velo prestado, y lo anecdótico es que la chica que usaba el velo negro, a veces no concurría a los ensayos, y nos veíamos precisados a reemplazarla por otra alumna del ciclo; compañera suya. Podemos decir entonces que, ambas alternaban el mismo papel, el mismo que hacían con mucho acierto. Luciana que así se llamaba, era la principal y Alessi, su compañera la reemplazaba en sus eventuales ausencias. 

En cierta oportunidad hubo una invitación para representar la obra en un evento artístico, y bueno reunimos el elenco, pero Luciana no asistiría, así que Alessi encarnaría a la viuda esta vez. Llegado el momento de la actuación debo admitir que lo hizo muy bien. Más adelante vendría la presentación oficial y Luciana tendría la oportunidad también de hacerlo bien y siempre con el mismo velo que ambas solían alternar al igual que el personaje. Sin embargo el destino tendría reservado para ellas un final aciago. 

He  aquí el misterio que se cierne sobre los hechos. Lo cierto es que una descolorida mañana de primavera, de paseo en la playa, de un no menos oscuro, misterioso y agitado mar, Luciana se perdería en las fauces insondables de una a marea implacable que le arrebataría la vida, ante la impotente y estupefacta mirada de sus compañeras. Un año después de triste acontecimiento nos volvimos a estremecer al conocer la noticia de que Alessi, la que la reemplazaba en el papel de la Viuda se quitaba la vida, no sin antes caligrafiar postrera epístola. 

Esta, es pues, la historia que me recordó el pañuelo de mi Madre. 

¡Ah! Olvidaba decirte, el otro día pregunté por el pañuelo, perdón, por el velo supe que era prestado de otra chica, me enteré también que después que muriera Luciana, la chica dueña del velo se lo dio a guardar a Alessi porque no podía dormir, Alessi lo tuvo hasta días antes de morir, en que se lo entregó a Marcela. La madre de Marcela se enteró de la historia y según dicen se encargó de desaparecer el velo. 

Espera, no me lo creerás, pero cuando me aprestaba a finalizar el presente relato, me llegaron noticias, que la dueña del velo ingirió sustancias toxicas intentando quitarse la vida. 

No sé... pienso que cuanto antes hay que recuperar dicho VELO, antes de que pueda cobrar una nueva victima, ¡No crees!.

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La Niña del Monte

El velo de la viuda

La ventana que jamás abrió

 

 

 

LA VENTANA QUE JAMÁS ABRIÓ

Quimérico había llegado hasta aquel lugar, arrastrando sus entrañables cachivaches, con la inquebrantable idea de entrevistarse con su padre. Ingresó en medio del silencio que envolvía los pasillos de aquella quinta; y siempre admirando con sonrisa complaciente y sorprendida las flores que asomaban de aquellos innumerables balcones que se alzaban a lo largo de aquel pasadizo.

Se detuvo un instante, y entre sus ropas adornadas de jirones hurgó en todos sus enmarañados rincones lo que parecía ser la dirección deseada, y del bolsillo de lo que, en mejores tiempos, fuera una almidonada camisa, extrajo un papel maltrecho y arrugado que no tardó en leer con amplia y emocionada sonrisa, con ojos iluminados, ojos con brillo de ansia, ojos con brillo de complacencia.

Se acercó al pié de la ventana y pudo ver que estaba cerrada, pero allí se hallaba en una inscripción, algo borrosa, el nombre de su padre, aún así tocó exhalando aires de excitación, y tocó una vez más; pero nadie asomaba.

Impaciente ya, decidió entonces gritar - ¡Papá! ¡Papááááá! ¡Ya vine!... pero nada, nadie contestaba, nadie asomaba. Fatigado se dejó caer de cuclillas refregando su encorvada espalda sobre el muro que algún tiempo atrás fuera blanco. – De seguro salió a comprar el periódico o quizás algunos cigarrillos – Masculló quimérico y dejó reclinar el cuerpo, para esperar a que vuelva su recordado padre.

Mientras tanto comenzó a dar un vistazo a los últimos arreglos musicales que había hecho de la ópera de “Einstein”, en aquellos pliegos de papel mal enrollados, sin advertirlo la noche desplegó su velo y al parecer en aquella ciudad de pobres, como él, solo algunas casas poseían iluminación; de pronto le ganó el cansancio y tras un  prolongado bostezo, queda profundamente dormido.

Y en sus sueños aparecen como siempre las imborrables imágenes de su padre encordando el violín melodioso de aquellos días de memorable infancia, aún recuerda esos vibrantes acordes, sí, los oye como entonces, graves, agudos, disonantes con violentos zumbidos que llenan aún sus oídos.

Mientras estos ocurría en la inusitada mente de Quimérico, la bruma del nuevo día ya había sido disuelta por los intensos rayos de sol que se alzaban tras el horizonte, el zumbido estridente del violín se acrecentaba en sus oídos, quimérico abre los ojos despertando abruptamente, se ve rodeado por un enjambre de abejas, que atraídas por las marchitas fragancias de las flores que asomaban en los enrejados balcones, y de pronto un hombre entrado en años se acerca y le dice: - ¡Hey muchacho! ¿Pero qué haces ahí tirado? – Quimérico, alzando su rostro oscurecido por el hollín de los años que arrastra, exclamó: ¡Busco a mi Padre, “don Pablo” el vive aquí  ¿lo conoce?...

Luego de un silencio que humedeció sus pupilas, el anciano movió la cabeza asintiendo y enseguida le dijo: - ¡vamos muchacho! ¡vamos, acéptalo tu padre descansa en la eternidad! Despídete,  más pronto que nunca estarás con él - . Dicho esto comenzó a oírse el redoblar pausado de tambores y las tristes melodías de clarinetes, flautas y trombones de un nuevo residente entrando a aquella silenciosa quinta, eran los restos de un joven que venía al encuentro de su padre muerto un año antes, su mente no asimiló la realidad y su triste corazón no soportó la penosa soledad y hoy es traído por servidores municipales, que habiéndolo recogido de los de los pestilentes muladares donde hallábase tirado, lo traen  para que descansen sus restos al lado de aquella morada cuya ventana como la suya nunca más se abrió.

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