Al principio del aire

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POESÍA


apuntes del subsuelo

LAS GÁRGOLAS DE LE CORBUSIER

César Guerrero

 

...y se alzaron muros sencillos, blancos;
ventanales que no dejaban lugar a dudas;
eran simples las escalinatas,
y desaparecieron los rincones por imprácticos.

Cada centímetro estaba calculado,
cada ladrillo se repetía en otro que tampoco tenía nombre,
cada punto seguía a un punto y éste a otro y sucesivamente.
Ventanales transparentes, que no espejos frente a frente,
por los que entra la luz gris y sin contraste.
Fueron enterrados los cables de cobre,
desaparecieron incluso las antenas de hierro
y todo fue aún más preciso
hasta ser la suma exacta de las partes.

No un hogar, tampoco una casa,
sino una imparable lavadora de atormentados sueños,
similares todos ellos multitudinarios,
arrullados por el zumbar de motores afinados,
por congeladores sin escarcha.
No pesadillas de luz amarilla
sino blancas carreteras de neón.
No polvo ni tierra, tampoco arena,
sino bellos domados hoyos negros con interruptor.
Tampoco manos, mucho menos dedos,
sino cobertores eléctricos afuera de las pieles
para engañar al frío dentro de las pieles.
No espejos que se miran de frente sino cinescopios
para desconectar miradas,
guerras virtuales para aturdir el odio,
ruido ambiental para ocultar los huecos
-que no silencios, porque el silencio expresa
lo que la música no expresa-.

Entre paredes de colores metálicos,
cuadros en los que habla el plástico,
hombres abstractos, si es que hombres,
vacíos inmensos tras los ojos,
vacíos por debajo de la lengua,
incubándose en la sequedad de los testículos,
en los callados juegos amaestrados de los niños,
en los sexos tristes
masturbándose mecánicamente
en retretes solitarios...

Los espacios calculados se plagaron de vacíos,
tal vez porque las gárgolas de Le Corbusier
no tienen alas, mucho menos garras;
tal vez porque las gárgolas de Le Corbusier
carecen de tizones encendidos en los ojos
y de escamas, no proyectan sombra,
no hacen silvar al viento
cuando se afila en sus colmillos,
y no ahuyentan a nadie.

Las gárgolas de Le Corbusier
descansan invisibles, intocables,
sobre las aristas de vigas templadas
por sincronizados rodamientos,
impecables rodamientos.

Las gárgolas de Le Corbusier se yerguen
sobre los cubos sobrepuestos de Descartes;
su razón es pura, inconsciente,
porque la lógica se contradice al volver sobre sí misma,
porque alucinarían imposibles litografías de Escher,
diabólicas fugas divinas en el órgano de Bach,
e irrefutables paradojas previstas por Gödel.

Acaso por eso no las vemos,
acaso se escondan temerosas
como diminutos circuitos de silicio.

Acaso por eso nos habíamos quedado callados.

 

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