La Misa cara a Dios
por JEAN FOURNÉE 

AD SOLIS ORTUM 

   La liturgia de la Epifanía prolonga a la de Navidad en una misma exaltación de la luz: Surge, illuminare, Jerusalem: quia venit lumen tuum et gloria Damini super te orta est ( Epístola del 6 de enero, tomada de Isaías 60, 1). Pero esta victoria anual de la luz, este renacimiento que ritmo los años, esta renovación que todas las religiones han obrado, cada día los trae de vuelta. Cada aurora los recapitula. A la hora en que se borran las tinieblas de la noche, el oficio de Laudes canta el retorno de la luz. Es lo que le da su alegría. Es lo que explica la elección de sus salmos y de sus cánticos, y de los admirables himnos de San Ambrosio y de Prudencio. 

   ¿Cómo entonces, en esté espacio sagrado que es el edificio cristiano, en este microcosmo cuya estructura y ordenación se ordenan, o deberían ordenarse, a la vez como un testimonio y como una referencia, cómo no desear que lo visible busque lo invisible, que lo llame, que sea percibido y recibido como un signo, y que ese signo no tenga solamente valor de guía, sino que se apodere del alma para transportarla hacia la contemplación del misterio y que la ponga en presencia de la realidad sobrenatural de la que no es sino la figura? Bien sinceramente, ¿cómo no experimentar un malestar casi físico, mientras se cantan los versículos de los himnos Splendor paternae gloriae o Lux ecce surgit carea, al dar la espalda a esta claridad matinal que filtra del ábside y llena poco a poco la nave sagrada? ¿Nos hemos vuelto pues insensibles a los símbolos? ¿Para nosotros, creyentes, la creación ha dejado de ser el espejo del Creador? ¿Y en la luz creada, porque hastiados o demasiado sabios, nos hemos vuelto incapaces de contemplar la luz de Dios, la luz de Aquél que dijo: Ego sum lux mundi (Juan 9, 12), ésa luz "suave y delectable" (Eclesiastés 11, 7), que "se alza en las tinieblas" (Isaías 58, 10) "para iluminar a las naciones" (Lucas 2, 29) y "al pueblo de los Justos" (Salmo 112, 4)? Cada semana, en Laudes, podemos hacer nuestro este versículo del Salmo 35: et in lamine tuo viciebimus lumen, y cantar, como el oficio a ello nos convida cualquiera sea el día de la semana, los magníficos versículos del Cántico de Zacarías en los que se compara al Mesías a un sol naciente suscitado por el Padre para iluminar a todos aquellos que están sentados en las tinieblas y envueltos por la sombra de la muerte (Lucas 1, 78/79). 

   Se estimará quizás que somos exageradamente sensibles al símbolo solar, que también las piedras estaban dadas vuelta hacia el levante en la época de los megalitos, que todas las religiones paganas, desde las más primitivas hasta las más evolucionadas, glorificaron los mitos naturistas y que, incluso si hubiesen cesado de deificarlos, los guardaban como símbolos. Virgilio (Eneida, VII) y Ovidio (Fastos, IV) recomendaban la oración hacia el Oriente con las abluciones rituales de la mañana. Los augures miraban hacia el este. En Roma, como en Atenas, como en el antiguo Egipto, los templos estaban orientados de tal manera y según un eje de una precisión tal que el sol naciente iluminase el rostro del dios o de la diosa el día en que se festejaba a esa divinidad. 

   De hecho, el cristianismo no abolió la sacralidad antigua. La desmitificó. La liberó. La transfiguró. Invitó al hombre religioso, atento a los símbolos, no a renegar de esos símbolos, sino a darles un nuevo sentido, un sentido acorde con la Revelación. El Sol invictus se convirtió en el Sol Salutis. El Sol-rey se tornó en el Rey del Sol, porque, escribe SAN AGUSTÍN, por Él fue creado el sol (non est Dominus Sol factus, sed per quem Sol factus est. In Ioanem P. L. 35, 1652). Y el Oriente cósmico se iluminó con las promesas radiosas de la Salvación.

   El Sol Salutis es también el Sol Iustitiae, del que habla MALAQUIAS (3, 20), signo de poder y de victoria (cfr. Isaías, 41, 2), al que los Padres griegos y latinos identifican con Cristo.

SIGNUM CRUCIS

   Pero he aquí que el Oriente se ilumina con un astro más ardiente que el sol. "Señor, habéis formado en el cielo un signo glorioso entre todos, centelleante con una claridad infinita": así se expresa un tropero bizantino en los Maitines del 14 de septiembre, mientras el Occidente latino exclama: O Crux, splendidior cunctis asitris!

   Hacia ese signo que del Oriente los llamaba a las beatitudes eternas debía dirigirse la última mirada de los mártires. Esa Cruz que exaltaron Justino, Ireneo, Efrén, Paulino de Nola y Juan Crisóstomo, no era el madero ignominioso del Gólgota, sino el testimonio deslumbrante de la gloria de Cristo con la que se iluminará la última aurora cósmica. Esta Cruz salvífica aparecerá en el cielo, nos dice SAN EFRÉN, "como el cetro de Cristo gran Rey... superando el brillo del sol y precediendo la venida del dueño de todas las cosas". "¡Sígno  triunfal! exclama San JUAN CRISÓSTOMO, más resplandeciente que el astro de los días"!

   En los orígenes del cristianismo se asocia la oración hacia el Oriente con el culto de la Cruz. Y el culto de la Cruz es ante todo un homenaje rendido a la gloria divina.

   Pero es también la afirmación de una esperanza. Si el Oriente evoca el Paraíso perdido, es más aun el lugar del Paraíso reencontrado. Allí está la morada del Señor, marcada por la Cruz, signo de reprobación para los malditos, pero signo de reunión para los justos. Cuando, en el interior de su casa, los primeros cristianos trazaban una Cruz sobre el muro oriental y oraban ante ella, expresaban su fe en la permanencia del Señor en los cielos, pero dados vuelta hacia la Cruz, conversi ad Dominum, se enfrentaban al Soberano juez en la espera mística del gran Retorno, esperanza suprema.

   Este doble aspecto se une al simbolismo de las Cruces absidales. En la arquitectura bizantina, el ábside representa el espacio celeste al que la Cruz da su significación presente y futura. Él actualiza para los fieles la obra de salvación operada por Cristo y les anuncia su venida gloriosa al fin de los tiempos. La célebre aparición de la Cruz luminosa en el cielo de Jerusalén, en el año 351, que nos cuenta San Cirilo (P. G. 33, columnas 11761177), tuvo sin ninguna duda su incidencia en la decoración de los ábsides y de las bóvedas. Pero, como señala André GRABAR, tal visión "no es imaginable sino en función del culto de la Cruz y como su reflejo" (Martyríum,, t. II, p. 276). De ello tenernos pruebas bien anteriores al 351, en las que se afirma el sentido escatológico de ese culto. 

   Ábside en el este, decorado ya sea con la Cruz triunfal (que será la única figuración permitida en la época de la iconoclasia), ya sea con el Cristo Pantocrator, ya sea con la visión de Ezequiel (el Cristo del tetramorfo), ya sea con el Trono preparado (hetimasia), ya sea con una teofanía de premonición como en San Apolinario in Classe, en Ravena: tal será la regla desde el siglo IV entre los bizantinos, esperando que el Occidente latino la adopte unánimemente, a pesar de algunas disidencias romanas, por otra parte corregidas, como lo veremos, por un ritual de adaptación litúrgica que es un testimonio de primera importancia en favor de la oración orientada. 

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