Puede la
vida humana considerarse como un inmenso jardín en que se hallan entremezcladas
las ortigas y las rosas, y donde al par que los perfumes que nos hacen aspirar
las últimas, sentimos a veces las dolorosas heridas que nos ocasionan las
primeras. Los deliciosos tejidos de madreselva y jazmín en que buscamos la
apacible sombra, dan abrigo de ordinario a venenosos reptiles, que mientras sin
desconfianza nos entregamos al dulce reposo, nos clavan su aguijón dañino.
Así como tiene el año sus estaciones y al estío sucede
regularmente el invierno, varía también con los años la humana condición, y a
ejemplo de la naturaleza, cuyos elementos trastornan las bonanzas y tempestades,
la vida expresa a menudo de agitaciones terribles que duran y crecen hasta que
la pura luz de la filosofía y la razón despejan las densas nubes que las
produjeran.
Florío infeliz ha largo tiempo lamentado sus pesares en
la ribera del Saverna, regando sin fruto con amargo llanto la impetuosa
corriente de sus aguas.
En vano recogía los silvestres lirios de los campos
vecinos, las entreabiertas perfumadas rosas para distraerse; comparando siempre
la hermosura de su Arabella, las flores le parecían sin encanto y faltas de
perfume, la inocencia del corderillo era siempre inferior a la de su amada, y
los dulces acordes del oboe de la pradera no hacían eco en su corazón,
recordando la melodiosa voz aquella. Mas el tiempo, que todo lo allana, colmó al
fin las vivas ansias de Florío uniéndole con dulce lazo del h9meneo a la
suspirada Arabella, y los lamentos del pastor han cesado. La ilusión ha
desaparecido, y hoy mira con frialdad, con indiferencia y hasta con disgusto a
la que antes era el tesoro de su ardiente afán. La rosa se ha metamorfoseado en
ortiga.
Ernesto, estrechado por la paterna voluntad y haciendo
violencia a sus inclinaciones, se vio en el caso de tomar a Clara por esposa;
pero las gracias, entendimiento y virtudes de la joven fueron de tal suerte
influyendo en el corazón de su consorte, que éste, al fin, vino a adorarla con
frenesí mirando en ella todo un mundo de dicha y felicidad. La ortiga aquí es,
por el contrario, la que ha venido a trocarse en perfumada rosa.
El inconstante que a merced de sus amorosos caprichos
procura hallar la rosa en senderos extraviados, que huella y pisotea las tiernas
plantas que en su camino se hallan, que vaga de flor en flor como la abeja,
libando los perfumes, al fin vendrá a extraviarse, y sorprendido en medio de la
noche oscura, caerá sobre un lecho doloroso sembrado de punzantes ortigas.
La rosa bella no es pertenencia nunca de la ambición
punible. Donde esta ejerce su imperio, tinieblas sombrías interceptan la grata
luz del sol, los acariciadores céfiros no murmuran en las florestas; solo
furiosos vendavales se libran combates encarnizados en su lóbrego dominio, que
únicamente hace brotar ortigas y escaramujos.
En el encantador jardín de la industria, bañado por un
templado sol, que ni escasea sus rayos ni con ellos quema, es donde en todo su
brillo se ostenta la rosa purpurina. Allí apenas se presenta la ortiga; cuando
el vigilante ojo de la prudencia la descubre, y aunque del todo extirparla no
pueda, jamás la deja crecer ni fructificar.
Siendo, pues, la vida humana un jardín en que flores y
abrojos indistintamente se producen, hagamos cuanto esté de nuestra parte para
que el rosal prospere se se aniquile la ortiga.
Por estéril que nuestra porción de tierra sea, un
trabajo asiduo y esmerado hará agradable y delicioso el jardín que cultivamos.
M. de D - H. |