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CIVILIZACIÓN DEL AMOR
Esta hermosa y audaz expresión de "civilización del amor" fue utilizada por vez primera por Pablo VI en Pentecostés de 1970 y glosada por él mismo en la clausura del Año Santo el 25 de diciembre de 1975. El actual Papa Juan Pablo II la ha vuelto a emplear en repetidas ocasiones, identificándola con la "civilización de la vida" y con la "civilización de la paz". La Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Puebla en el año 1979, la hizo suya en el mensaje que dirigió a los pueblos de América Latina como colofón y al mismo tiempo presentación del Documento de Puebla, verdadera carta magna para la Iglesia Latinoamericana.
Tal vez algunos cristianos muestren su extrañes de que la Iglesia utilice esa expresión, que en nuestro mundo actual, dominado por la "civilización del erotismo", puede ser malentendido como una invitación al permisivismo sexual. Sin embargo, pensamos que merece la pena correr ese riesgo, ya que difícilmente puede encontrarse otra palabra que sintetice con mayor claridad el mensaje que la Iglesia quiere transmitir a la humanidad.
Dios es Amor
Teológicamente tiene una solidez incuestionable. Cuando en el escrito neotestamentario, conocido como la primera Carta de San Juan, se quiere sintetizar con una palabra quién es Dios, se afirma simplemente "Dios es Amor", esta frase define la esencia divina mucho más ciertamente que otros epítetos que a lo largo de la historia se han atribuido a la divinidad, como por ejemplo Ser Infinito, Creador Todopoderoso, Sabiduría Omnisciente, entre otros. El Dios de Jesús, el Dios de los cristianos, es ante todo y sobre todo Amor. La sabiduría, la omnipotencia, la justicia divina no son sino reflejos del Amor que Dios es. De igual modo todas las obras divinas de la creación, la encarnación, la redención, la providencia, etc., tienen como única explicación en el Espíritu del Amor que brota de la unión entre Dios Padre y su Hijo. Este Espíritu no hace capaces de amas. De aquí que todo amor humano, si es auténtico, venga de Dios.
Por ello el autor de esa carta, presumiblemente Juan, el discípulo amado, queda extasiado al descubrir t contemplar que el Amor no consiste primariamente en que os humanos nos amamos unos a oros, sino que Dios nos amó primero. La conclusión de ese descubrimiento puede parecer paradójica: más que indicar que, puesto que Dios nos ama, nosotros, para corresponder a ese Amor, debemos amarle a Él, la consecuencia es que nosotros
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