Madrid es la ciudad donde nací y vivo desde hace casi cincuenta años. Como todo el mundo sabe, es la capital de España, y como tal, una ciudad grande y ruidosa.
La pobre ha sufrido muchos regidores que resultaron muy dañinos para la ciudad al permitir especulaciones, derribos de edificios singulares y construcción de barbaridades urbanísticas. Esto ocurrió sobre todo y especialmente durante la dictadura del siglo pasado. (Ya se puede decir lo del siglo pasado). Ahora que tenemos democracia, el problema no se ha solucionado. Los sucesivos gobernantes parecen tener un concepto especulativo y comercial de la capital y gracias a ellos Madrid está cada día más fea, mas contaminada, más ruidosa y más polvorienta.
Las obras innecesarias o mal hechas invaden la ciudad. Se construyen túneles y aparcamientos que atraen más tráfico al centro. Las zanjas que abren las empresas de servicios para introducir sus conducciones están tan caóticamente programadas, si es que existe tal planificación, que muchos vecinos creen que el Ayuntamiento prefiere esperar a que se cierre una zanja para dar un permiso de apertura de más zanjas en la misma calle y poder cobrar más por permisos de obras. Hay zonas, como el centro de Madrid, permanentemente abiertas en canal, y siempre invadidas por el ensordecedor ruido que emplean los martillos neumáticos. Cuando no hacen falta conducciones, parece imprescindible la proliferación de losas de granito o cualquier otro material, también con gran algarabía de ruidos, polvo, obras y más zanjas.
Todo ello se acompaña de sobreabundancia de publicidad, bombardeo de las mejores vistas de Madrid con vallas tapando los más bellos edificios, carteles en mobiliario urbano cuya única función es esa, anunciar; anuncios en fachadas, en autobuses municipales, en mástiles de banderas, ruido visual añadido al ruido de la ciudad más ruidosa del mundo. Fealdad en suma. Es desesperante.
Algunos madrileños se ven obligados a defenderse de un ayuntamiento que se convierte en su enemigo por actuaciones injustificables. Así ocurre, por ejemplo, con la fantástica obra de soterramiento de la M-30, que se ha saltado los preceptivos informes de impacto ambiental; el expolio a los vecinos del centro, tan necesitado de zonas verdes, de lo que iba a ser el parque de la cornisa, junto a San Francisco el Grande, (donde el gobierno municipal prometió hacer efectivamente un parque); la degradación de la casa de campo, o el problema con las promotoras inmobiliarias y el disparatado precio de la vivienda en nuestra ciudad, por citar cuatro casos.
Para hacer todas estas chapuzas se utilizan prácticas dudosas de contratación, abusando de los contratos menores, utilizando fondos de representación para fines personales, bordeando (por fuera, como decía el General Santamaría), la ley.
El
resultado de estas prácticas es que Madrid, una ciudad cuya existencia está
documentada desde la Edad Media, no conserva de esa época nada, y lo poco que
pudiese quedar es menospreciado y demolido con informes favorables de
arqueólogos consortes y perforado por constructores amigos.
Un desastre.
Lo malo es que algunos vecinos, como yo y los de mi barrio del Centro, perdemos
la confianza en las instituciones, y luego pasa lo que pasa. No hay derecho.
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