Desde la aparición de sus primeros poemas, reunidos en el libro Album de familia (1971), José Watanabe (Trujillo, 1946 - Lima, 2007) se convirtió en una de las voces más valiosas y personales de nuestra denominada generación del 70. Su también reconocida labor como guionista cinematográfico lo hizo alejarse un poco de la literatura, razón por la cual su siguiente poemario, El huso de la palabra, recién apareció en 1989 siendo elegido en una encuesta como el más importante de su década en nuestro país, además de marcar el inicio de una nueva etapa en esta poesía. A este libro han seguido Historia natural (1994) y Cosas del cuerpo (1999), con el que iniciamos nuestro seguimiento a la obra de este poeta, considerado entre los 50 mejores poetas en idioma español de la segunda mitad del siglo XX.

Libros de José Watanabe comentados por Javier Agreda en esta página:

 

 

- Cosas del cuerpo (1999)

 

- El guardián del hielo (2000)

 

- Habitó entre nosotros (2002)

 

- La piedra alada (2005)

 
- Banderas detrás de la niebla (2006)
 
 
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Cosas del cuerpo

 

El recientemente publicado poemario Cosas del cuerpo (1999) representa la depuración y culminación de una etapa de la obra del poeta José Watanabe; etapa que también comprende los libros El huso de la palabra (1989) e Historia natural (1994). En general, son características de toda la poesía de Watanabe un cierta mirada irónica al mundo cotidiano, un ritmo lento (opuesto al de la mayoría de sus compañeros de generación) y el saber desencadenar toda una serie de significados a partir de sus textos, casi como  si se tratara de parábolas. A estas características se sumaría, desde El huso de la palabra, la importancia central de las imágenes como recurso poético, un rasgo que puede provenir tanto de la influencia de autores anglosajones (William Carlos Wiliams por ejemplo) como del haiku y la tradición literaria Japonesa. Y también, a partir de una dolorosa experiencia personal, el tema de la muerte, de la enfermedad y del inevitable deterioro de la vida.

 

Pero es recién en Cosas del cuerpo que todos estos elementos parecen interactuar entre ellos y fusionarse en una poética centrada en el cuerpo y su materialidad elemental. Acorde con esto, las imágenes parecen estar mucho más rigurosamente seleccionadas que antes, dando preferencia a elementos como cuevas, desiertos, y hasta a los animales más simples y humildes: malaguas, lenguados, ranas (en anteriores libros nos habló de leones, ballenas o gatos). Incluso tratándose de reflexiones religiosas, el poeta elige mostrarnos un depósito de santos de yeso deteriorados, donde “cualquiera es cualquiera, bultos/ humanos, desfigurados y sin nombre, esperando/ al viejo restaurador... Ante ellos me arrodillo/ y rezo con más solidaridad que fe” (p. 65).

 

Esta consciente búsqueda de la adecuación entre el tema y los recursos expresivos (entre el fondo y la forma como dirían los antiguos), lleva al poeta a un cierto laconismo y un mayor celo en la búsqueda de la palabra precisa: “cuando un poeta honrado lee a otro honrado/ sólo le busca una palabra, una sola, la que hace sonar/ a las otras” (p. 75). Por eso no hay esta vez adjetivos deslumbrantes ni descripciones detallistas, ni siquiera cuando recuerda los ríos y lagunas de su infancia: “La luz/ no entraba en el agua, la oscuridad que venía del fondo/ era más poderosa” (p. 53).

 

Hasta en la estructura del poemario parece haber una más clara adecuación con su temática. En la primera sección, la más extensa y que da título al libro, se  expone con precisión esta poética de la materialidad el cuerpo, centrada en su pequeñez e inevitable deterioro: “Una enfermera cruza el jardín, ninguna/ flor anuncia mi dolor. El dolor sólo está/ en los confines de la carne que aún me resta” (p. 23). Las otras tres secciones son aplicaciones de esta poética hacia el presente (a través de la metáfora de los viajes en “Tres canciones del viaje”), el pasado (“Vichanzao”, nombre del río cerca del cual pasó su infancia) y, en “Otros poemas”, la trascendencia personal (los poemas “El devoto” y “La convicción”) o la gloria literaria (“La jurado” y “Los poetas”). Cosas del cuerpo de José Watanabe es un poemario notable y valioso para nuestra literatura, uno de esos pocos libros en que un autor logra reunir la madurez personal y la literaria.

 

 

 

El guardián del hielo

 

El poeta José Watanabe (Trujillo, 1946) es tal vez el escritor peruano cuya valoración ha crecido más en los últimos  años tanto en nuestro país como en el extranjero. A los elogios con que la crítica suele recibir sus poemarios se han sumado reconocimientos como la publicación de Path through the canefields (1997), traducciones de sus poesías al idioma inglés, el homenaje que se le hizo en la inauguración de la última Feria Internacional del Libro en Lima, y la reciente edición en Colombia de El guardián del hielo (Norma, 2000), antología de su obra realizada por Piedad Bonnett y que forma parte de una colección que reúne a los más importantes poetas latinoamericanos de la actualidad.

 

Bonnett ha reunido más de sesenta poemas agrupándolos bajo los títulos de los libros en que aparecieron originalmente. De Album de familia (1971) sólo ha incluido cuatro textos, lo que no es de extrañar pues aquel libro inicial estaba demasiado influenciado por la poética dominante de la generación del 70, a la que pertenece el autor. El vitalismo, lo versos largos, el intento de captar el ritmo de la acelerada vida urbana no concordaban con esta poesía; pero aún en esas descripciones de las experiencias de un joven en la ciudad de Lima, el crítico Alberto Escobar pudo ver que se trataba de “experiencias endeudadas con la luz y el candor de la vida provinciana”.

 

La también reconocida labor de Watanabe como guionista cinematográfico lo hizo alejarse un poco de la literatura, razón por la cual su siguiente poemario, El huso de la palabra, recién apareció en 1989, siendo elegido en una encuesta como el más importante de su década en el Perú. Significó un gran cambio: versos más cortos y de un ritmo sosegado, mayor trabajo con elementos simbólicos, y la importancia central de las imágenes como recurso poético, un rasgo que puede provenir tanto de la influencia de autores anglosajones (William Carlos Wiliams por ejemplo) como del haiku y la tradición literaria Japonesa.

 

Los 18 textos de El huso... que Bonnett incluye en esta antología demuestran el gran salto cualitativo y la maduración que representó para su autor. Los referentes ya no provienen de la cotidianidad de la vida urbana sino de la infancia pasada en una hacienda y en contacto con la naturaleza (“La mantis religiosa”, “Los iguana”, “Como el peje-sapo”), lo que se mantendría en el siguiente poemario Historia natural (1994) en el que los elementos formales se van depurando de acuerdo a los nuevos referentes, mientras que el celo en la búsqueda de la palabra precisa lleva al autor a un cierto laconismo. En lo que respecta al contenido, los textos también van centrándose en algunos temas básicos, especialmente la fugacidad de la vida humana, opuesta a la constante renovación de los ciclos naturales, como en el poema “El ciervo”.

 

Pero es recién en Cosas del cuerpo (1999) que el proceso de depuración literaria se completa. La maduración personal y artística del autor le permiten armonizar los elementos retóricos y estilísticos con sus propias reflexiones, llegando a fusionarlos en una poética centrada en el cuerpo y su materialidad elemental. Las imágenes parecen estar más rigurosamente seleccionadas que antes, dando preferencia a elementos como cuevas, desiertos, y hasta a los animales más simples y humildes: malaguas, lenguados, ranas. Incluso en la estructura del poemario, el orden y la organización de los textos, hay una mayor elaboración y precisión. De este libro proviene el poema que da título a la antología y que vuelve sobre el antiguo y siempre actual tópico del carpe diem.

 

La publicación de El guardián del hielo, un libro destinado a circular por todo el mundo de habla hispana, contribuirá sin lugar a dudas a la difusión de la obra de José Watanabe, uno de los más importantes escritores surgidos de la efervescencia poética que se vivió en el Perú durante las décadas del sesenta y setenta.

 

 

 

 

Habitó entre nosotros

 

Con apenas unas semanas de publicado, el poemario Habitó entre nosotros (PUC, 2002) de José Watanabe (La Libertad, 1946) figuró en todas las listas de los mejores libros del año que suelen hacerse a fines de diciembre. Una muestra del interés con que la crítica y los lectores han recibido este “Evangelio según Watanabe” (el libro narra “poéticamente” algunos episodios de la vida de Jesucristo), y también de las expectativas creadas en torno a un autor, considerado como uno de los mejores poetas en lengua española de la segunda mitad del siglo XX.

 

Los 23 poemas que constituyen Habitó... son enunciados por personajes que van desde José, María y los apóstoles hasta todos aquellos entre los que habitó Jesucristo, como los mercaderes que corrió de la puerta del templo o la mujer que hizo la limpieza después de la Última Cena. Ellos dan sus versiones sobre los sucesos que vivieron empleando siempre un lenguaje sencillo, el de la gente común y corriente (el poeta limita sus recursos retóricos  apenas a algunos símiles y adjetivos), enfatizando sus propias necesidades y limitaciones. “Soy un hombre añoso”  dice José; y Pedro, antes de negar a su maestro, confiesa ser “un animal pequeño y asustado”.

 

A esas voces se suma la de un “nosotros” que a la manera de los coros de las tragedias griegas –Watanabe publicó en el 2000 una versión libre de Antígona de Sófocles- dialoga en nombre de la comunidad con el personaje principal: “¿Percibes ahora, Señor, lo que el enfermo que despierta/ de madrugada/ y siente que la soledad le entristece cada órgano?”. En ese coro deposita Watanabe uno de los elementos esenciales de su  propuesta y que puede resumirse en versos como “Somos de la tierra, Señor, pescadores y labriegos,/ y sin alas“, o “¿Es el cielo  como el campo deleitoso/ donde hacen el amor los campesinos,/ heno, hierbas,  frutas...?”. En otras palabras, la reafirmación del presente terrenal, de lo sensorial y humano, frente a los desvaríos metafísicos de los posteriores intérpretes de la doctrina cristiana.

 

El otro elemento central es la función de la palabra y de la parábola como forma discursiva. Los poemas de Watanabe siempre han tenido mucho de parábolas (“Pienso que el nivel expresivo más alto es la parábola” afirmó en una entrevista) y en este libro el único texto en el que Jesucristo habla directamente es  “Razón de las parábolas”, resaltando la capacidad de llegar a todos y de perdurar de este tipo de relatos: “Por eso  hablo así,  hilando/ La Palabra en vides, en semillas de mostaza...”. Pero el poeta va más allá y partiendo de la cita bíblica del epígrafe del libro (“Y el verbo se hizo carne v habitó entre nosotros”) propone a la Palabra como único vínculo posible entre lo humano y lo divino, y hace de Jesucristo no “el hijo de Dios”, sino una encarnación de esa Palabra.

 

A partir de estos dos principios, los poemas de Watanabe tenían la posibilidad de salirse de los estrechos límites de la ortodoxia religiosa para entregarnos un evangelio mucho más crítico y actual. Eso fue lo que hizo Saramago en El evangelio según Jesucristo (1991), llevando la humanización de los personajes y los cuestionamientos al poder divino hasta extremos considerados por muchos como heréticos. La comparación entre ambos textos resulta inevitable (a pesar de las obvias diferencias entre el laconismo poético del peruano y la narrativa épica del portugués) y nos conduce a concluir que Watanabe no logra desarrollar plenamente sus propuestas, y que evita pasajes bíblicos que pudieron ser determinantes en su libro. ¿Qué habría dicho ese coro en el episodio de Barrabás?

 

Habitó entre nosotros, junto con la ya mencionada Antígona, representa el paso de Watanabe de una poesía reflexiva e intimista, que tuvo su mejor expresión en Historia natural (1994) y Cosas del cuerpo (1999), hacia otra de carácter más argumentativo e intertextual. El poeta aún está explorando y reconociendo esos nuevos territorios literarios.

 

 

La piedra alada

Los poemas de La piedra alada (Peisa, 2005) se inscriben dentro del sector más apreciado -tanto por la crítica como por los lectores- de la obra de José Watanabe. Son textos que parten de la observación de la naturaleza para obtener imágenes que desencadenan reflexiones sobre temas como el paso del tiempo, la soledad o la muerte. La novedad es que la mitad de estos poemas (que deben tanto a la tradición literaria japonesa como al imaginismo anglosajón), tienen como elemento central rocas y piedras de diversos tipos, desde La piedra del río en que el poeta solía descansar en su niñez hasta fósiles y cotidianas piedras de cocina.

Watanabe había escrito antes otros poemas sobre piedras –como Trocha entre los cañaverales de El huso de la palabra (1989)-, pero esta vez su aproximación es más minuciosa, pues está fundamentada en la evolución de su propia poesía. En sus libros anteriores lo natural ha remitido cada vez más a lo material y orgánico de la vida humana, un proceso que alcanzó su punto más alto en Cosas del cuerpo (1999). La piedra, inorgánica e inmóvil, representa por eso lo opuesto y complementario de lo humano: "La piedra te pide silencio. Hay tanto ruido / de palabras gesticulantes y arrogantes...", dice el poeta, señalando algunos de los valores simbólicos de las piedras.

La oposición entre lo humano y lo pétreo –entre lo vivo y lo muerto, lo efímero y lo permanente- es interpretada de distintos modos en los poemas: con un pesimismo sombrío en el poema La piedra alada, desde una contemplación irónica de En las aguas termales, o con el festivo afán integrador de Las piedras de mi hermano Valentín. Estas diferencias se remarcan en los versos finales de los poemas, las "moralejas" que algunos críticos han señalado como añadidos innecesarios. Sin negar que algunas veces resultan un tanto enfáticos y efectistas, estos versos finales son los que marcan la evolución de las piedras desde lápidas hasta esa última piedra "oronda, soberbia, casi respirando".

La segunda mitad del libro está dividida en las secciones: Tres canciones de amor, Arreglo de cuentas y Epílogos. Se trata de poemas en los que, ya sin la pesada carga de piedras y rocas, el autor regresa libremente a temas y motivos recurrentes en su poesía. Watanabe añade a su bestiario poético (en el que ya figuran desde leones y ballenas hasta ranas y lenguados) textos como El topo y Los gorriones; mientras que el retorno a los paisajes campesinos de su infancia lo lleva a rememorar El vado, El pan ("vivíamos en un pueblo de hambrunas") y El miedo, "el temor de poner el pie / en una huella sin esperanza", la del burro que hacía girar la rueda de un rústico molino".

En estos poemas nos reencontramos con el Watanabe más apreciado por los lectores jóvenes, aquel que con mucha ironía y sentido del humor pasa revista a algunos de nuestros mitos de hoy. El amor, en esas tres canciones, queda reducido a sus componentes más elementales y no es capaz de superar siquiera la fealdad (Fábula) o vejez (Cuestión de fe) de los amantes. Un trabajo poético desmitificador del que no se salvan ni la religiosidad (La plaza, Vivero) ni la propia poesía, abordada en Los gorriones ("balbuceamos, pergueñamos...") y Simeón, el estilita ("La sabiduría / consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar").

Hay otra línea, más culturalista y menos autobiográfica, dentro de la poesía de Watanabe, en la que el "yo poético" habla como a través de máscaras. En esa línea se encuentran su versión poética de Antígona (2000), Habitó entre nosotros (2002) y también su próximo poemario, El Minotauro, ya en proceso de corrección. Nosotros preferimos al Watanabe menos libresco pero mejor observador de la naturaleza, el de los libros que van desde El huso de la palabra hasta Cosas del cuerpo. La piedra alada ratifica la calidad de esa poesía, considerada entre las más importantes que se están escribiendo actualmente en el mundo de habla hispana.
 
 
 

Banderas detrás de la niebla

 

Si bien la obra de José Watanabe (Laredo, 1946) alcanzó reconocimiento unánime con El huso de la palabra (1989), es recién con Cosas del cuerpo (1999) que su poética, basada en la atenta observación de la naturaleza y la vida cotidiana, encuentra en una muy particular interpretación de la muerte –vista como el triunfo de los aspectos físicos de la vida (humana, animal o vegetal) sobre los inmateriales– sus más adecuados temas y motivos. Esta propuesta siguió desarrollándose en La piedra alada (2005), libro que ya desde el título anunciaba la oposición entre lo permanente y lo efímero; y es también el eje central de Banderas detrás de la niebla, su más reciente poemario.

 

La primera sección de este nuevo libro, Riendo y nublado, es precisamente un conjunto de textos sobre la muerte que se inicia con Responso ante el cadáver de mi madre: “A este cadáver le falta alegría,/ ¿alguna alegría puede entrar en su alma / que está tendida sobre sus órganos de polvo?” El oscuro pesimismo de Responso... (y también de El suicida, Los nonatos, Los búfalos) es apenas compensado por “la satisfacción” del yo poético al saberse aún vivo, aunque lo compruebe como si se tratara de un agonizante, poniendo un espejo cerca de su rostro: “Sí, ese señor entrecano en el marco dorado / soy yo. /...Y me da un enorme placer verlo, riendo y nublado. Soy yo”.

 

En medio de esa oscuridad llegamos a las Banderas detrás de la niebla, la segunda y más breve sección del libro: seis “artes poéticas”, poemas en que el autor, sin apartarse del tema central, reflexiona sobre su propia poesía. En Flores la poesía se define como “una fugaz y delicada acción del ojo”; pero aunque el poema es básicamente una imagen, no se deja de señalar su vínculo esencial con la palabra, “la única palabra / y el sol no puede quemarla en mi boca” (El algarrobo). De esta conjunción de imagen y palabra (que remite tanto a la contemplación oriental como al imaginismo literario estadounidense) surge la única posibilidad de trascendencia más allá de la muerte (Basho).

 

En Otros poemas, Watanabe traslada su escepticismo a situaciones de la vida cotidiana, revisando “mitos” contemporáneos, como la maternidad o el matrimonio, con ironía y humor negro. En El maratonista, por ejemplo, es el triunfo basado en el esfuerzo personal: “todavía insistes en llegar a donde ya no importa. / Esto ya no tiene sentido, no abuses / de nuestra piedad”. Buena parte de los textos nos presentan a amantes enfrentando problemas de comunicación (El salmón rojo) o buscando la tan anhelada trascendencia a través del erotismo” “el deseo de nuestros cuerpos / jugará esta noche, como el de todos los amantes / con la muerte y la disolución...” (En la calle de las compras).

 

El libro concluye con el poema El otro Asterión, recuperado del poemario El Minotauro que Watanabe escribió hace un año pero que ha decidido no publicar: “Creo que me equivoqué, estaba utilizando la figura del Minotauro o Asterión para hablar de mí”. Al parecer, con esta decisión estaría dejando de lado aquella línea poética, libresca y culturalista, que desarrolló en obras como Antígona (2000) y Habitó entre nosotros (2002), para centrarse en aquella otra (la de Cosas del cuerpo y La piedra alada) más relacionada a sus experiencias y recuerdos personales, y que en Banderas detrás de la niebla ratifica la madurez literaria alcanzada por José Watanabe.

 
 
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