¿Por qué apostatar?
En
nuestra sociedad, un gran número de personas son bautizadas en su infancia debido
al lógico deseo y a la secular tradición de celebrar los acontecimientos
importantes de la vida (como lo son los nacimientos) más que a verdaderas y profundas
creencias personales. Es decir, son adscritas a una confesión religiosa, por lo
general la Iglesia Católica, a una edad en que ni disponen de capacidad para
valorar el significado de ese acto ni cuentan con autonomía suficiente para
tomar sus propias decisiones, por lo que al alcanzar la edad adulta se
encuentran perteneciendo activa o pasivamente a una confesión que no han
escogido, con la que no se identifican y que además no les proporciona ninguna
satisfacción.
Por el
contrario, las confesiones religiosas sí se benefician de dicha circunstancia,
ya que gracias a los “registros de bautismo” hacen aumentar artificiosamente su
número de fieles en determinadas estadísticas para obtener mayores privilegios
sociales y económicos, sin preocuparles demasiado la integridad de las
creencias de dichos fieles ni si sus prácticas se corresponden realmente con su
supuesta condición.
Amparándose
en ese tipo de subterfugios, gobiernos de distinto signo han favorecido
reiteradamente los intereses de la Iglesia Católica con el argumento de que la
“mayoría” de la población pertenece a esa confesión religiosa, sin tener en
cuenta que gran parte de los ciudadanos no sólo no se ha pronunciado jamás
sobre esa cuestión desde que alcanzaron la mayoría de edad legal, sino que el
artículo 16.2 de la Constitución prohíbe explícitamente cualquier posible
requerimiento de declarar obligatoriamente al respecto.
Así
pues, al no existir un vehículo legal en el que la Administración del Estado
pueda ampararse para justificar el número de fieles de ninguna confesión, no
hay tampoco, en un Estado legalmente aconfesional como el nuestro, ninguna base
legítima para favorecer los intereses particulares de una opción religiosa
particular. Sólo una manifestación espontánea de cada persona individual
expresando sus propias creencias u opiniones, o la adhesión (o no) voluntaria y
demostrable a alguna de las distintas confesiones podría tener algún viso de
credibilidad en ese sentido. Pero como no existe, ni por motivos legales puede
existir, un registro de dicha naturaleza en nuestro país, nadie tiene derecho a
reclamar ventajas sociales o privilegios en nombre de las supuestas creencias
de los ciudadanos.
Elegir
la propia adscripción ideológica o religiosa es un derecho incuestionable de
todos los ciudadanos, reconocido legalmente en el artículo 16 de la
Constitución Española. La posibilidad de cambiar o de abandonar cualquier
religión también está recogida en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980
así como en distintos tratados internacionales, entre ellos la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 1948. Por ello, el objetivo principal de estas
páginas es alentar a aquellos que no se consideren creyentes a expresar sus
propias ideas y, en caso de que lo deseen, a manifestar su derecho a dejar de
pertenecer a la Iglesia Católica o a cualquier otra confesión religiosa,
mediante el ejercicio de la apostasía.
Para los
que consideramos la libertad individual un bien supremo, la adscripción de una
persona a una confesión religiosa desde el momento mismo del nacimiento, sin
intervención ninguna de su voluntad, es una infamia que sólo se mantiene en
vigor a causa de una tradición social que por desidia de la Administración no dispone
de alternativas laicas para suplirla, y del interés de la Iglesia Católica por
justificar una supuesta representatividad social que no se corresponde con la
realidad.
Apostatar no es un acto ofensivo ni de desconsideración hacia nada ni hacia nadie. Para aquellos que hemos decidido
dar este paso, reconocer públicamente que no compartimos la fe de la Iglesia y
que no deseamos que ésta obtenga provecho de nuestra indeferencia es, sencillamente, un acto de responsabilidad propio de un
espíritu libre, honesto y comprometido.
El hecho de ejercer la
apostasía, al margen de la opinión que pueda merecer a la Iglesia, no conlleva
para el interesado ninguna consecuencia legal, ya que se trata de un derecho
implícitamente reconocido tanto en la legislación internacional como en la
nacional.
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