La Toma de Refugio y La Recepción de los Preceptos

 

Bhikkhu Bodhi

 

 

A01. Las razones por tomar refugio

 

Cuando se dice que la práctica de la enseñanza del Buda comienza con la toma de  refugio, esto suscita inmediatamente una importante pregunta. La cuestión es:  ``¿Para qué necesitamos un refugio?'' Un refugio es una persona, lugar o cosa que  ofrece protección frente a daños y peligros. Así, cuando comenzamos la práctica  por la toma de refugio, esto implica que la práctica se propone protegernos de  daños y peligros. Nuestra pregunta original sobre la necesidad de un refugio puede  así ser reformulada en otra pregunta: ``¿De qué daños y peligros necesitamos ser  protegidos?'' Si lanzamos una mirada observadora sobre nuestras vidas, tal vez no  nos veamos expuestos a ningún peligro personal inminente. Quizá nuestros  trabajos sean estables, nuestra salud excelente, nuestras familias bien  suministradas, nuestros recursos adecuados, y todo esto nos puede dar la suficiente  razón para considerarnos seguros. En tal caso, la toma de refugio se convierte en  algo completamente superfluo.

 

Para comprender la necesidad para un refugio debemos aprender a ver nuestra  posición tal como realmente es, es decir, verla adecuadamente y contrastada con su  trasfondo total. Desde la perspectiva del Buda­Dharma la situación humana es  como un iceberg: una pequeña parte de su masa aparece sobre la superficie,  mientras que el vasto substrato permanece debajo, oculto a nuestra mirada. Debido  a los límites de nuestra visión mental, nuestra percepción es incapaz de penetrar  bajo la corteza superficial para ver nuestra situación en su profundidad subyacente.  Pero ni siquiera hay necesidad de hablar sobre lo que no podemos ver; incluso lo  que nos es inmediatamente visible rara vez lo percibimos con adecuación. El Buda  enseña que la cognición está subordinada al deseo. De un modo sutil oculto a  nuestra mirada nuestros deseos condicionan nuestras percepciones, deformándolos  para adecuarse al molde que ellos mismos quieren imponer. Así pues, nuestras  mentes trabajan según la vía de la selección y la exclusión. Tomamos nota de  aquellas cosas agradables a nuestras preconcepciones; borramos o distorsionamos  todo aquello que amenaza con darlas al traste.

 

Desde el punto de vista de una comprensión más profunda y amplia, el sentido de  seguridad del que ordinariamente disfrutamos aparece como una falsa seguridad  sostenida por la inconsciencia y la capacidad mental para el subterfugio. Nuestra  posición aparece como inexpugnable debido únicamente a las limitaciones y  distorsiones de nuestra perspectiva. Sin embargo, la vía real hacia la seguridad  permea a través de la visión correcta, no a través del pensamiento ilusorio. Para ir  más allá del miedo y del peligro debemos agudizar y ampliar nuestra visión.  Hemos de atravesar los engaños que nos arrullan en una confortable complacencia  para tener una visión directa sobre las profundidades de nuestra existencia, sin  volvernos para atrás con inquietud o correr tras distracciones. Cuando hacemos  esto, se vuelve eminentemente claro que caminamos por una estrecha senda al  borde de un peligroso abismo. En palabras del Buda, somos como un viajero que  atraviesa un denso bosque bordeado por una ciénaga y un precipicio; como un  hombre arrastrado por una corriente que busca un lugar seguro agarrándose a  juncos y cañas; como un marinero cruzando un turbulento océano; o como un  hombre perseguido por serpientes venenosas y enemigos asesinos. Tal vez los peligros a los que estamos expuestos no siempre nos son evidentes. Con gran  frecuencia son sutiles, camuflados, difíciles de detectar. Pero aunque no los  veamos de forma evidente, permanece el hecho desnudo de que están ahí de todos  modos. Si deseamos liberarnos de ellos primero debemos hacer el esfuerzo de  reconocerles por lo que son. Sin embargo, esto requiere coraje y determinación.  En base a la enseñanza del Buda los peligros que hacen necesaria la búsqueda de  un refugio pueden agruparse en tres clases generales: (1) peligros pertenecientes a  la vida presente; (2) los pertenecientes a vidas futuras; (3) los pertenecientes al  curso general de la existencia. Cada uno de ellos implica a su vez dos aspectos: (A)  un aspecto objetivo relacionado con un rasgo particular del mundo; (B) un aspecto  subjetivo que es un rasgo correspondiente a nuestra constitución mental.  Trataremos ahora cada uno de ellos.

 

A01. Los peligros pertenecientes a la vida presente

 

A.­ Aspecto objetivo. El peligro más obvio con el que nos confrontamos es la  absoluta fragilidad de nuestro cuerpo físico y sus soportes materiales. Desde el  momento de nuestro nacimiento estamos sujetos a enfermedades, accidentes y  heridas. La naturaleza nos turba con desastres tales como terremotos e  inundaciones, la existencia social con crímenes, explotación, represión y la  amenaza de la guerra. Los acontecimientos en los frentes político, social y  económico rara vez dejan transcurrir mucho tiempo sin irrumpir en crisis. Las  tentativas de reforma y revolución siempre agitan una y otra vez la vieja historia de  estancamiento, violencia y consiguiente desilusión. Incluso en tiempos de relativa  tranquilidad el orden de nuestras vidas nunca es completamente perfecto. Una cosa  u otra parece siempre estar desenfocada. Dificultades y apuros se suceden sin fin.  Incluso si fuésemos lo suficientemente afortunados como para escapar de las serias  adversidades, hay una que no podemos evitar. Es la muerte. Estamos abocados a  morir y a pesar de toda nuestra riqueza, experiencia y poder, permanecemos  impotentes ante nuestra inevitable mortalidad. La muerte pende sobre nosotros  desde el momento en que nacemos. Cada instante nos lleva más cerca de lo  inevitable. Dado que nos movemos en esta situación, al sentirnos seguros en medio  de nuestras comodidades, somos como un hombre que camina a través de un lago  helado que se cree seguro mientras el hielo cruje bajo sus pies.

 

Los peligros que penden sobre nosotros se hacen incluso más problemáticos debido  al rasgo común de la incertidumbre. No tenemos conocimiento de cuándo tendrán  lugar. Si supiésemos que la calamidad va a golpearnos, al menos nos  prepararíamos de antemano para resignarnos estoicamente. Pero ni siquiera  gozamos de esta prevención respecto al futuro. Dado que carecemos del beneficio  del conocimiento premonitorio, nuestras esperanzas permanecen ahí, momento tras  momento, emparejadas a un vago presentimiento de que en cualquier segundo, en  un instante, pueden hacerse pedazos súbitamente. Nuestra salud puede venirse  abajo por la enfermedad, nuestro negocio ir a pique, nuestros amigos volverse  contra nosotros, nuestros seres queridos morir . . . No sabemos. No podemos tener ninguna garantía de que estos reveses no aparecerán ante nosotros. Incluso la  muerte, que es lo único cierto que podemos estar seguros de que ocurrirá,  exactamente cuándo lo hará permanece incierto.

 

B. Aspecto subjetivo. Las adversidades recién descritas son los rasgos objetivos  vinculados a la constitución del mundo. Por un lado hay calamidades, crisis y  dificultades, por otro, la incertidumbre radical que les impregna. El aspecto  subjetivo del peligro perteneciente a la vida presente consiste en nuestra respuesta  negativa a este doble riesgo.

 

El elemento de incertidumbre tiende a provocar en nosotros una persistente  inquietud que corre bajo la superficie de nuestra auto­seguridad. A un nivel interior  profundo sentimos la inestabilidad de nuestras dependencias, su transitoriedad y  vulnerabilidad al cambio, y esta conciencia produce una persistente aprensión que  surge a veces con un tono de ansiedad. Tal vez no siempre seamos capaces de  concretar la fuente de nuestra inquietud, pero permanece al acecho en la corriente  subterránea de la mente --un miedo indeterminado que mantenemos con  familiaridad puede destaparse súbitamente, dejándonos sin nuestros puntos de  referencia habituales.

 

Esta ansiedad es una perturbación suficiente en sí misma. No obstante, nuestros  miedos se ven frecuentemente confirmados. El curso de los acontecimientos sigue  una configuración que le es propia independientemente de nuestra voluntad, y los  dos no coinciden necesariamente. El mundo ocasiona enfermedades, pérdidas y  muerte, hechos que se producen en el tiempo de su maduración. Cuando el curso  de los acontecimientos entra en conflicto con nuestra voluntad el resultado es dolor  e insatisfacción. Si el conflicto es pequeño nos volvemos enfadados, perturbados,  deprimidos o molestos; si es grande experimentamos angustia, aflicción o  desesperación. En cualquier caso, a partir de la escisión entre deseo y el mundo  emerge una desarmonía fundamental cuyo resultado para nosotros es sufrimiento.  El sufrimiento surgido no es significativo únicamente en sí mismo; tiene un valor  sintomático que apunta hacia una enfermedad cimentada más profundamente que  la subyace. Esta enfermedad reside en nuestra actitud hacia el mundo. Actuamos a  partir de una estructura mental hecha de expectativas, proyecciones y demandas.  Esperamos que la realidad se conforme a nuestros deseos, que se someta a nuestros  mandatos, que confirme nuestras preconcepciones, pero ésta rechaza hacerlo así.  Cuando lo rechaza encontramos dolor y decepción, nacido del conflicto entre  expectativas y realidad. Para escapar de este sufrimiento uno de los dos debe  cambiar, o nuestra voluntad o el mundo. Dado que no podemos alterar la  naturaleza del mundo para hacer que se armonice con nuestra voluntad, la única  alternativa es cambiar nosotros mismos mediante el abandono del apego y la  aversión hacia el mundo. Hemos de renunciar a nuestro aferramiento, detener  anhelos y asideros, aprender a contemplar el flujo de los acontecimientos con  desapegada ecuanimidad libre del vaivén entre alegría y abatimiento.

 

La mente de la ecuanimidad, asentada más allá del juego de los opuestos  mundanos, es la más elevada seguridad y protección, ahora bien, para obtener esta  ecuanimidad necesitamos guía. La guía disponible no puede protegernos de la adversidad objetiva; sólo puede salvaguardarnos de los peligros de una respuesta  negativa --de la ansiedad, tristeza, frustración y desesperación. Esta es la única  protección posible y dado que nos otorga esta protección esencial, tal guía puede  considerarse un genuino refugio.

 

Esta es la primera razón para tomar refugio; la necesidad de protección de las  reacciones negativas respecto a los peligros que nos acosan aquí y ahora.

 

A02. Los peligros pertenecientes a vidas futuras

 

A. Aspecto objetivo. Nuestra sujeción al daño y al peligro no termina con la  muerte. Desde la perspectiva de la enseñanza del Buda, el acontecimiento de la  muerte es el preludio de un nuevo nacimiento y por tanto el potencial pasaje a un  sufrimiento ulterior. El Buda enseña que todos los seres vivientes ligados por la  ignorancia y la avidez están sujetos a renacer. En la medida en que el impulso  básico a seguir existiendo permanezca intacto, la corriente individualizada de  existencia continúa tras la muerte, heredando las impresiones y disposiciones  acumuladas en la vida anterior. No hay un alma que transmigre de una vida a la  siguiente, pero hay una corriente de conciencia en curso que surge tras la muerte en  una nueva forma apropiada a sus propias tendencias dominantes.

 

Según el Buda­Dharma, el renacimiento puede tener lugar en cualquiera de los seis  reinos del devenir. El más bajo de los seis lo constituyen los infiernos, regiones de  severo dolor y tormentos donde las acciones negativas reciben su debida  consumación. Después viene el reino animal donde el sufrimiento prevalece y la  fuerza bruta es el poder rector. A continuación está el reino de los ``espectros  hambrientos'' (petavisaya), seres sombríos afligidos por intensos deseos que nunca  pueden satisfacer. Por encima de ellos está el reino humano, con su familiar  equilibrio de felicidad y sufrimiento, virtud y maldad. Después se halla el mundo  de los semi­dioses (asuras), seres titánicos obsesionados por la envidia y la  ambición. Y en la cima se sitúan los mundos celestiales habitados por los dioses o  devas.

 

Los primeros tres reinos de renacimiento --infiernos, reino animal y reino de los  espectros­ junto al de los asuras, se denominan ``destinos nefastos'' (duggati) o  ``plano de la desgracia''(apayabhumi). Reciben estos nombres debido a la  preponderancia de sufrimiento que se halla en ellos. Por el contrario, el mundo  humano y los mundos celestiales se denominan ``destinos dichosos'' (sugati) pues  albergan una preponderancia de felicidad. El renacimiento en los destinos nefastos  se considera especialmente desafortunado no sólo por el sufrimiento intrínseco que  implican, sino también por otra razón; renacer ahí es desastroso porque librarse de  los destinos nefastos es extremadamente difícil. Un renacimiento afortunado  depende de la realización de actos meritorios, pero los seres de los reinos nefastos  encuentran escasas oportunidades para adquirir mérito; por ello el sufrimiento en  dichos reinos tiende a perpetuarse en un círculo muy difícil de romper. El Buda  dice que si un yugo con un solo agujero estuviese flotando aleatoriamente en el  océano y una tortuga ciega que vive en el mar subiese a la superficie una vez cada cien años, la probabilidad de que la tortuga pasase su cuello a través del agujero  sería mayor que la de un ser en los destinos nefastos poder recuperar la condición  humana. Por estas dos razones: debido a su desgracia inherente y a la dificultad de  liberarse de ellos, el renacimiento en los destinos nefastos es un grave peligro  perteneciente a la vida futura, del cual necesitamos protección.

 

B. Aspecto subjetivo. La protección para evitar caer en el plano de la desgracia no  puede obtenerse de los demás. Sólo puede conseguirse evitando las causas que  conducen a un renacimiento desafortunado. La causa para renacer en cualquier  plano específico de existencia reside en nuestro karma, es decir, en nuestras  acciones voluntarias y voliciones. El karma se divide en dos clases: saludable y  perjudicial. El primero son las acciones motivadas por el desapego, la benevolencia  y la comprensión, el segundo son las acciones motivadas por la avidez, la aversión y la ignorancia. Estas dos clases de karma generan renacimiento en dos planos  generales de existencia: el karma saludable produce el renacimiento en destinos  dichosos, el karma perjudicial produce el renacimiento en destinos nefastos.

 

No podemos eliminar los destinos nefastos en sí mismos; continuarán mientras el  mundo dure. Para evitar renacer en dichos reinos sólo podemos ejercer la auto­  observación controlando nuestras acciones, de modo que no se desborden sobre los  cursos perjudiciales conducentes al hundimiento en el plano de la desgracia. Ahora  bien, para evitar generar karma perjudicial necesitamos ayuda, y esto por dos  razones principales.  Primero, necesitamos ayuda porque las avenidas de acción abiertas a nosotros son  tan variadas y numerosas que frecuentemente no sabemos qué vía escoger.  Algunas acciones son obviamente saludables o perjudiciales, pero otras son  difíciles de evaluar, dejándonos en la perplejidad cuando nos encontramos con  ellas. Para elegir correctamente necesitamos guía; las indicaciones claras de  alguien que conoce el valor ético de todas las acciones y los senderos que  conducen a los diferentes reinos de existencia.

 

La segunda razón por la que necesitamos ayuda es porque, aunque podamos  discernir lo correcto de lo equivocado, con frecuencia nos sentimos impulsados a  seguir lo equivocado en contra de nuestro mejor juicio. Nuestras acciones no  siempre siguen el consejo de nuestras decisiones desapasionadas. Con frecuencia  son impulsivas, activadas por instintos que no podemos dominar o controlar. Al  ceder a estos instintos elaboramos nuestro propio daño, incluso mientras nos  observamos en vano haciéndolo. Tenemos que obtener la maestría sobre nuestra  mente para traer nuestra capacidad de acción bajo el control de nuestro sentido de  una sabiduría más elevada. Pero esta es una tarea que requiere disciplina. Para  aprender el curso recto de la disciplina necesitamos las enseñanzas de alguien que  comprenda los procesos sutiles de la mente y pueda mostrarnos cómo conquistar  las obsesiones que nos impulsan hacia modos nocivos y auto­destructivos de  comportamiento. Dado que dichas instrucciones y la persona que las otorga nos  ayudan a protegernos del daño y sufrimiento futuros, pueden considerarse como un  genuino refugio.

 

Esta es la segunda razón para tomar refugio: la necesidad de realizar la maestría  sobre nuestra capacidad para la acción con el propósito de evitar caer en los  destinos nefastos en vidas futuras.

 

A03. Los peligros pertenecientes al curso general de la existencia

 

A. Aspecto objetivo. Los peligros a los que estamos expuestos son inmensamente  mayores de los mencionados hasta ahora. Más allá de las evidentes adversidades e  infortunios de la vida presente y del riesgo a caer en el plano de la desgracia, hay  un peligro más fundamental y comprehensivo que fluye a través de todo el curso  de la existencia mundana. Se trata de la insatisfacción intrínseca del samsara.  Samsara es el ciclo del devenir, la rueda de nacimiento, vejez y muerte, que ha  estado girando desde un tiempo sin comienzo. El renacimiento no tiene lugar sólo  una vez para dar lugar a una eternidad en la vida futura. El proceso vital se repite  una y otra vez, la totalidad de su estructura aparece de nuevo y completamente con  cada giro: cada nacimiento resulta en vejez y muerte, cada muerte revela un nuevo  nacimiento. El renacimiento puede ser afortunado o desgraciado, pero dondequiera  que ocurra no detiene por ello el giro de la rueda. La ley de la impermanencia  impone su decreto sobre todo el dominio de la vida sensible; cualquier cosa que  surge debe finalmente cesar. Ni siquiera los cielos pueden suministrar una salida;  ahí también la vida se termina cuando el karma que ha producido un nacimiento  celestial se agota, para a continuación resurgir en otro plano, tal vez en las moradas  de la desgracia.

 

A causa de esta omnipresente transitoriedad todas las formas de existencia  condicionada aparecen al ojo de la sabiduría como esencialmente dukkha,  insatisfactorias o sufrimiento. Ninguno de nuestros soportes y dependencias está  exento de la necesidad del cambio y la extinción. Por ello aquello en lo que nos  apoyamos para nuestra comodidad y disfrute es en realidad una forma oculta de  sufrimiento; aquello en lo que confiamos para darnos seguridad está en sí mismo  expuesto al peligro; aquello hacia lo que nos volvemos para sentirnos protegidos  necesita a su vez ser protegido. Nada que queramos sostener podrá ser sostenido  para siempre sin perecer: ``Se está desmoronando, se está desmoronando, por ello  se le llama `el mundo'''.

 

La juventud resulta en vejez, la salud en enfermedad, la vida en muerte. Toda  unión termina en separación y en el dolor que acompaña a la separación. Pero para  comprender la situación en toda su profundidad y gravedad debemos multiplicarla  al infinito. Desde un tiempo sin comienzo hemos estado transmigrando a través de  la rueda de la existencia, encontrándonos las mismas experiencias una y otra vez  con vertiginosa frecuencia: nacimiento, vejez, enfermedad y muerte, separación y  pérdida, fracaso y frustración. Repetidamente nos hemos hundido en el plano de la  desgracia; incontables veces hemos sido animal, espectro y morador del infierno.  Una y otra vez hemos experimentado sufrimiento, violencia, aflicción,  desesperación. El Buda declara que la cantidad de lágrimas y sangre que hemos  vertido en el curso de nuestra errancia samsárica es mayor que las aguas del océano; los huesos que hemos dejado atrás podrían formar un montón más alto que  los montes Himalaya. Hemos encontrado este sufrimiento incontables veces en el  pasado y en la medida en que las causas de nuestro giro en el samsara no sean  desconectadas, corremos el riesgo de encontrar más de lo mismo en el curso de  nuestro futuro errabundeo.

 

B. Aspecto subjetivo. Para deshacerse de estos peligros sólo hay una vía de  liberación: despojarse de todas las formas de existencia, incluso de las más  sublimes. Ahora bien, para que este despojarse sea efectivo debemos cortar las  causas que nos mantienen atados a la rueda. Las causas básicas que mantienen  nuestro vagabundeo en el samsara residen en nuestro interior. El Buda enseña que  vagamos de vida en vida porque estamos impulsados por un profundo e insaciable  instinto para perpetuar nuestro ser. A este instinto el Buda lo denomina bhava  tanha, la `sed por la existencia'. Mientras que la sed por la existencia permanezca  en funcionamiento, aunque sea de modo latente, la muerte no será un obstáculo  para la continuación del proceso vital. La sed llenará el hueco creado por la  muerte, generando una nueva forma de existencia determinada por el depósito de  karma previamente acumulado. Así pues, sed y existencia se sostienen mutuamente  en sucesión. La sed produce una nueva existencia, la nueva existencia ofrece la  base para que la sed reanude su búsqueda de gratificación.

 

Bajo este nexo vicioso que vincula sed y existencia repetida hay todavía un factor  más primordial denominado ``ignorancia'' (avijja). La ignorancia es un  inconsciencia básica de la verdadera naturaleza de las cosas, un estado sin  comienzo de desconocimiento espiritual. La inconsciencia opera de dos modos  distintos: por un lado oscurece la cognición correcta, por otro crea una red de  distorsiones cognitivas y perceptivas. Debido a la ignorancia vemos belleza en  cosas que son realmente repulsivas, permanencia en lo impermanente, placer en lo  no placentero y ego en fenómenos carentes de ego, transitorios e insustanciales.  Estas ilusiones sostienen el instinto activador de la sed. Al igual que el asno que  persigue una zanahoria suspendida del carro y colgando ante su morro, nos  precipitamos de cabeza tras las apariencias de belleza, permanencia, placer y ego,  sólo para hallarnos con las manos vacías y aún más severamente enredados en la  rueda del samsara.

 

Para liberarse de este fútil modelo es necesario erradicar la sed que lo mantiene en  movimiento, no sólo temporalmente sino de modo permanente y completo. Para  erradicar la sed ha de desprenderse la ignorancia que la sostiene, pues mientras se  permita a la ignorancia agitar sus ilusiones permanecerá la base para la  reanimación de la sed. El antídoto para la ignorancia es la sabiduría (p. pañña; s.  prajñâ). La sabiduría es el conocimiento penetrante que desgarra los velos de la  ignorancia con el propósito de ``ver las cosas tal como son realmente''. No es un  mero conocimiento conceptual sino una experiencia que debe ser generada en  nosotros mismos; ha de hacerse directa, inmediata y personal. Para suscitar esta  sabiduría necesitamos enseñanza, ayuda y guía, es decir, alguien que nos enseñe  qué debemos comprender y ver por nosotros mismos, así como los métodos  mediante los cuales podamos suscitar la sabiduría liberadora que cortará las cuerdas que nos atan al devenir repetido. Dado que quien da dicha guía y las  enseñanzas mismas suministra protección frente a los peligros de la  transmigración, pueden considerarse un genuino refugio.  Esta es la tercera razón para tomar refugio: la necesidad de liberación de la  omnipresente insatisfacción del samsara.

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