Viaje a Montevideo en tren

                                                                        Gustavo Gastaldo

 

C aía la cálida tarde rosarina del Domingo 1° de Noviembre de 1939, cuando me senté en mi ubicación con una sonrisa en los labios y henchido de satisfacción después de haber visto la goleada de 6 a 1 que mi equipo Rosario Central le propinara a Atlanta, con 5 goles del inigualable rubio Harry Hayes y uno de Aníbal Maffei. Encendí un Fontanares, le pegué una profunda y sabrosa pitada y me dispuse a disfrutar del viaje en El Rápido, que me depositaría en Retiro en poco más de 4 horas.

Tarde hermosa, triunfo Canalla, el tren que se desplazaba raudo como una centella, factores que obraron en mi de una manera positiva, llevándome a un estado de cuasi felicidad.

Este estado y un anuncio en el diario La Prensa, el cual había empezado a hojear, promocionando el servicio de Buenos Aires a Montevideo en tren, me decidieron a realizar el viaje a la capital uruguaya.

Este servicio se realizaba por un ferrocarril que había empezado a funcionar hacía 3 años, luego de varios lustros de tormentosos trámites y febriles negociaciones entre la empresa y los gobiernos del Uruguay y la Argentina. El ferrocarril, denominado “Ferrocarril de Montevideo a Buenos Aires”, era una empresa de capital canadiense, con asiento en la capital charrúa y con favorables comentarios sobre sus servicios.

Cuatro días después de mí periplo por Rosario, me dirigí a la terminal del ferrocarril en Buenos Aires que estaba ubicada en Dársena Norte en lo que era el Hotel de Inmigrantes. Luego de adquirir mi pasaje en primera, me arrimé hasta a la punta del andén observando detenidamente la formación.

La locomotora era una imponente Baldwin rodado 2-10-2 similar a las bestias que había podido ver años atrás en el ferrocarril Central Norte allá en Salta y Jujuy, pero de trocha media. Mucha locomotora. Tres coches de primera, tres coches de segunda, dos dormitorios,  un coche comedor y dos furgones, todos metálicos y  prolijamente pintados de negro con filetes amarillos en su parte inferior y a la altura de las ventanillas, componían el convoy.

Ya sentado en mí asiento, justo a las 20 horas, un silbato largo del guarda y luego  tres pitidos de la locomotora, anunciaron la partida. Desde la ventanilla podía escuchar el acompasado bramido de los pistones que como explosiones acompañaban la salida del tren. Cuando íbamos tomando algo de velocidad, comenzamos a reducir la marcha. La locomotora y los dos primeros vagones iban introduciéndose en el ferry  “Eloisa de Alzaga”. El resto de los coches, eran desenganchados y acomodados por otra pequeña locomotora en la extensa cubierta de la nave.

Esta tarea demandó unas tres horas, lapso en el que muchos de los viajantes, incluido yo,  aprovechamos para anotarnos en el primer turno de la cena en el lujoso coche comedor. Ya estaban cenando los del segundo turno cuando se dieron por finalizadas las maniobras para acomodar la formación en el ferry.

Nuevamente el silbato del guarda, los tres pitidos de la locomotora y ahora el pito del barco, nos anunciaban que finalmente partíamos o zarpábamos o lo que fuere. Alguien gritó: “Todos a bordo”, nunca mejor aplicada una frase. Tuve la suerte que mi ventanilla daba al río, lo que me permitió ver las luces de Buenos Aires que se iban achicando hasta perderse en la espesa oscuridad de la noche. Se planteó una situación muy rara. Cuando esperaba el ruido y el traqueteo del paso de las ruedas por las uniones de los rieles, solo se percibía el suave vaivén que producían las olas en la embarcación. Otro detalle que me llamó poderosamente la atención era que en los portaequipajes no había ni valijas ni bolsos, había salvavidas. Luego de un par de horas, conseguí, mediante un ardid monetario, que el camarero me permitiera bajar a estirar las piernas, ya que estaba terminantemente prohibido bajar del tren mientras navegaba. Me dirigí, obviamente a la locomotora. Desde abajo pude ver las siluetas del  maquinista y del foguista tenuemente iluminadas por la mortecina y bien ferroviaria luz de la cabina,  antiparras puestas y chaleco salvavidas, mirando atentamente hacia delante, hacia la vía, la vía navegable. Ante mi pedido, accedieron a que subiera a la cabina. Ambos sentados en sus ubicaciones, estaban abocados en mantener la presión a 15 libras. “Acá todo es más difícil, -me dice el maquinista señor Waldemar- andar por la vía es fácil, acá no, hay que tener en cuenta las corrientes, el oleaje, el viento y sobre todo las mareas, eso es lo más difícil, hay que estar muy atentos, los puntos de referencia son prácticamente nulos y a veces cuando hay niebla, ni le digo, la otra noche un barco que venía desde Colonia, me arrancó parte del miriñaque. Que se le va a hacer, me quejé a la oficina de tráfico y no me dieron ni la hora, me dijeron que si hubiera sido en tierra, intervenían, pero como había sido en el río, no podían, que en todo caso hiciera la denuncia en Prefectura.”  

Aprovechando el diálogo establecido con el maquinista o jefe de máquinas, a esa altura no lo tenía bien en claro,  me despache con algunas preguntas, sobre todo  como era un viaje normal a Montevideo o viceversa. Interviniendo, me responde coloquial Dardo, el foguista o ayudante del jefe de máquinas, “y, tiene sus vericuetos,- señala - si bien no hay pasos a nivel o puentes o señales, hay bancos de arena muy peligrosos y corrientes traicioneras que pueden darnos un gran dolor de cabeza, y sobre todo las lisas”. –“Las lisas!? como?, pregunté sorprendido, los peces?”- “Si, las lisas, así como lo oye. Las lisas son peces casi demoníacos diría yo, tienen la innoble particularidad de saltar del agua, para volver a caer unos metros más adelante y en ese ímpetu demencial varias veces se han lanzado como saetas plateadas sobre la locomotora y los vagones. Fíjese que los vagones tienen triple vidrio en las ventanillas, en los primeros viajes rompían los vidrios y del golpe desmayaron a más de un pasajero, de ahí el triple vidrio. Y no le digo los daños que nos causan en las locomotoras. En su vuelo, se introducen entra las bielas y si uno no se da cuenta, al llegar a destino no nos podemos mover porque los mecanismos están atascados con los cuerpos de estos infames peces. Lo que se dice un verdadero problema. Por eso mi querido amigo, acá en la cabina hay que estar atento a todo: la presión de la caldera, la temperatura, el oleaje, las corrientes, la profundidad y sobre todo las lisas”. Luego de despedirme, me volví a mi asiento pensativo y con un dejo de asombro. Juro que hasta que llegamos a Montevideo, ninguna lisa golpeó las ventanillas ni observé ninguna volando junto a nuestro tren. Tal vez no había ningún cardumen cerca.

Me encontraba desayunando en el coche restaurante ya bien entrada la mañana, cuando nuestro tren se cruzó con el buque Ciudad de Buenos Aires, de la compañía Mihanovich. Pasó junto a nosotros, gallardo, esbelto, con sus tres chimeneas que resaltaban aún más su esbeltez. Pañuelos de saludo al aire por parte de los pasajeros del buque y de nuestro tren.

Llegamos a Montevideo sin novedad a las 11,05 comienzan las tareas para desembarcar el tren de ferry  y una vez armado en el muelle, luego de tres pitazos, la poderosa locomotora se pone en marcha arrastrando el convoy hasta la estación y punta de riel distante 150 metros.

Caben algunas reflexiones y comentarios. En una charla con el jefe de taller de Montevideo Sr. Tabaré Urruzmendi,  me manifestó lo siguiente: “Vea, el ferrocarril es raro, atípico pero tiene sus ventajas, en cuanto a la red, con solo dos cuadrillas de vía y obras de tres personas cada una nos alcanza y nos sobra para mantener en perfecto estado el 100% de las vías del ferrocarril, o sea los 800 metros que la componen, cabe señalar que la enrieladura del ferry la mantiene la dotación del buque que a veces es un problema, ya que esta gente se maneja en millas náuticas y a veces cuando hay que cambiar un tramo de vía se hacer unos líos infernales ya que nosotros nos manejamos en pulgadas. En lo que respecta al desgaste del material rodante, es prácticamente nulo, salvo la suspensión, que con el movimiento por oleaje, tiene un deterioro considerable. Por el lado del combustible, el gasto es el normal, no olvide que la locomotora viene en orden de marcha durante todo el trayecto. Tuvimos hace quince días un problemita con el Sindicato de Marineros, Grumetes y Afines del Uruguay que pretendía que la locomotora llevara en su frente un ancla como seguridad, el Sindicato de Ferroviarios estalló en protestas. Al final hubo un acuerdo, llevaríamos dos anclas en lugar de una, pero irían en uno de los furgones.”

Dejé al Sr. Urruzmendi  y me puse en campaña en conseguir pasaje a Buenos Aires el los hidroaviones de CAUSA que hacía un poco más de un año operaba entre ambas capitales. Ahora quería ver el Río de la Plata, pero desde el aire. No se si habrá sido por el tema de las lisas que reconozco, me había dejado bastante traumado.

MISCELANEAS:

Quedan algunos puntos  sobre la trayectoria de este pintoresco ferrocarril. En 1937 solicitó permiso para extender sus servicios en temporada estival hasta Mar del Plata. Se hizo efectivo recién en el verano de 1940. Volvió a repetir este itinerario durante el verano de 1941. Pero desistió del mismo al finalizar dicha temporada alegando que el salitre virtualmente le carcomía el material rodante y sobre todo el ataque de las gaviotas, que llegando a la Ciudad Feliz era infernal: se lanzaban en vuelo alocado contra las formaciones lo que provocaba el pánico entre los pasajeros y más precisamente en el personal de conducción que durante las dos temporadas 7 maquinistas y 8 foguistas terminaron con severos deterioros mentales.

El ferrocarril, no obstante, apuntaba a más, mucho más. Aprovechando un mito rioplatense como Carlos Gardel, el 24 de Junio de 1943, día del aniversario de la muerte del Zorzal, el presidente del directorio local del Ferrocarril, Ingeniero Washington Caetano Abadie anuncia  luego de un acuerdo con el SNCF de Francia, la prestación de un  servicio a París y el cambio de la denominación del ferrocarril que a partir de ese preciso momento pasaría a llamarse “Ferrocarril de Montevideo a Buenos Aires y París”. Una novedad significó que la formación ferroviaria viajaría en una especie de bodega con lo que se solucionaba el problema de la salinidad, las gaviotas, las lisas y cualquier otra plaga zoológica que pudiera atentar contra el servicio.

La publicidad decía ” El ferrocarril de Montevideo a Buenos Aires y París es como el Zorzal Criollo, nació en Uruguay, creció en Buenos Aires y enloquece a los franceses en París”. Aviso publicitario harto elocuente, que no cayó bien en Buenos Aires, por lo del lugar de nacimiento del Mudo.

El 18 de Julio de 1943 zarpó el primer tren del puerto de Montevideo, sin escalas hasta Marsella y de allí por el canal de Lulú de Saint Etienne a París vía Lyon. Gran fiesta en la vecina orilla. El presidente uruguayo, Juan José de Amézaga, con lágrimas el los ojos despidió a la formación (ya dentro del vapor Sarandí del Yí, con la locomotora prendida y el personal de conducción con sus correspondientes chalecos salvavidas, pero esta vez equipados con grotescas máscaras de gas, haciendo sonar frenéticamente su silbato en señal de júbilo.

El fervor del pueblo uruguayo estaba en su punto culminante.

Cinco días después, una infausta noticia conmovió a todos rioplatenses: el vapor  uruguayo Sarandí del Yí se había ido a pique con tren y todo, a poco de atravesar furiosamente la línea del Ecuador, un feroz ciclón de características descomunales había mandado al fondo del océano al mismísimo ferrocarril con todos sus proyectos e ilusiones. El Titanic charrúa había emprendido su viaje a las profundidades para toda la eternidad.

La tragedia fue un duro golpe para todos los integrantes del directorio local de la empresa. En una apesadumbrada reunión de accionistas se resuelve la liquidación y el cierre definitivo del ferrocarril.

Tiempo después, lo único que trascendió, fue el traslado definitivo a Buenos Aires junto con su familia, del presidente del ferrocarril, Ing. Washington Caetano Abadie, donde armó una importante flota de taxis, con una particularidad, todos eran negros con el techo pintado de amarillo (años después serían el color oficial de los taxis en la capital argentina), el color de su Peñarol querido y de su amado Ferrocarril de Montevideo a Buenos Aires y París.