Petros Markaris

Petros Márkaris (Estambul, 1 de enero de 1937) traductor, dramaturgo, guionista y narrador griego, conocido por sus novelas policíacas en las que ha creado el personaje del comisario Kostas Jaritos. Natural de Turquía, de familia cristiana, de padre armenio y madre griega. Estudió Economía en Grecia, Turquía, Alemania y Austria antes de especializarse en la cultura alemana y dedicarse a la traducción de autores alemanes de importancia. Como miembro de la minoría armenia, durante muchos años no tuvo ciudadanía; obtuvo la griega después de la caída de la Dictadura de los Coroneles al retorno de la democracia, en 1974 como todos los armenios griegos. Reside en Atenas desde los años cincuenta. Comenzó su carrera literaria en 1965 como dramaturgo con la pieza Historia de Ali Retzos. Desde entonces ha escrito más obras de teatro, guiones cinematográficos y su famosa serie detectivesca, traducida a numerosos idiomas.

La tarjeta verde

Petros Makaris

El chico movìa  su pequeño pecho rechoncho de un lado a otro, los brazos estirados, amplios como las alas de un planeador, girando fuera de control. Había poca gente en la acera de la calle 3 de septiembre de modo que su madre no tenía que sostener los alimentos en una mano y a él del otro. Lo dejó seguir a pie a lo largo del lado más alejado de la carretera bajo un régimen de autonomía parcial.

El chico vio la lata en la plaza Victoria, a una distancia de unos diez pasos. Anteriormente había pateado un refresco aplastado, una bolsa de papel rasgado, un limón podrido y una caja de cartón vacía que, con gran alegría, había enviado tres tiendas más adelante. La lata aún no era parte de su colección. Miró rápidamente al hombre en cuclillas detrás de la lata con la cabeza hacia un lado y los ojos cerrados. Llevaba unos mahones raídos y una camisa a cuadros. Tenía un cartel colgado al cuello.

El chico siguió caminando tranquilamente. Como resultado de sus movimientos bruscos, la camiseta se le había subido dejando ver su crecida barriga. Cuando estuvo a un paso más adelante, alzó la vista hacia la torre de telecomunicaciones, al tiempo que, como de casualidad, hizo contacto el pie con la lata. El tiro fue suave, pero hábil, inclinose con el exterior del pie, el tipo engaña incluso al jugador de golf más experimentado. La lata giró un par de veces y se viró derramado las monedas por toda la calle. El chico no se volvió a mirar el resultado de su tiro, sino que corrió hacia su madre, igual que el jugador corre de vuelta al centro después de anotar un gol. En consecuencia, perdió la oportunidad de leer el cartel colgado alrededor del cuello del tipo en una cintilla de plata de las utilizadas para atar las flores o dulces: Soy un serbo-bosnio, tengo hambre.

**

El estrépito de la lata despertó al serbo-bosnio. No había visto al chico patearla y no podía explicarse cómo se le había volcado la lata. Le dio vueltas en posición correcta y comenzó a recoger las monedas. No habían ido muy lejos; solo una había rodado hasta la carretera, donde quedó detenida por una sandalia de mujer. La mujer que recogió la moneda tendría cerca de setenta años, una pieza de museo del tiempo en que la Plaza Victoria era el orgullo de la burguesía ateniense. Lanzó una mirada de enojo a la madre, que siguió su camino, indiferente a las travesuras de su hijo.

-¡Usted debería enseñarle modales a su pequeño, señora! -dijo, lo suficientemente alto como para ser escuchado dondequiera, menos por la madre y su pequeño.

Ella se acercó a la lata y, arrojando la moneda en ella, vio el cartel que decía: Soy un serbo-bosnio y tengo hambre.

-Y, en cuanto a usted, ¿cómo es que todos hemos acabado aquí? -dijo, lo suficientemente alto para ser escuchada por el serbo-bosnio, mas no por los transeúntes. Serbios, bosnios, serbo-bosnios, Skopjians, albaneses... toda una vida de la guerra civil y la mendicidad.

Con alivio, el serbo-bosnio observó a la mujer a pie. No quería llamar la atención. Su experiencia le había enseñado que un buen mendigo tiene que mezclarse con el medio ambiente, al igual que los árboles y los bancos. Haló sus piernas, apoyó la barbilla en las rodillas y cerró los ojos de nuevo. No quería parecer saludable. Tampoco, quería verse enfermo, portador de microbios en un lugar público. Por eso se inclinó y cerró los ojos: ni sano ni enfermo. Solo perturbado y, en consecuencia, sin poder trabajar. Su reloj interno le dijo cuando abrir los ojos una fracción de segundo a fin de inspeccionar la escena. Recurrió a este sistema de patrullaje y lo repitió a intervalos regulares.

Fue mientras "patrullaba" que los vio. Estaban de pie fuera de la cafetería esperando a cruzar la estrecha calle de la plaza. Dos fornidos muchachos, de brazos musculosos y anchos hombros, estaban bromeando y jugando.

Primero uno el otro día; ahora ya llegan de dos en dos, pensó para sí. A través de sus ojos medio abiertos, los vio venir hacia él, sonrientes y alegres.

Sacó la bolsa de hombro de debajo de sus rodillas y arrojó la lata con las monedas en él. Los otros dos lo vieron y pararon la guasa. Se separaron, uno hacia la calle 3 de septiembre y otro hacia la calle Aristóteles, para tumbarle la cabeza. El serbo-bosnio se alejó a fin de escapar calle abajo por la Elpidos.

Lo alcanzaron en la esquina. Uno de ellos le puso el brazo alrededor y comenzó a hablarle de manera amistosa en Serbio:

-¿Cuándo vas a meterte en la cabeza que te he dicho que no vinieras por aquí? Este lugar es para los niños. Hay cosas ricas que quitarles. Ahora me has obligado a traer mis amigos conmigo.

Lo apretó con más fuerza al cuelo, para mantenerlo en posición vertical, mientras su amigo lo golpeaba en silencio, metódico y sin expresión. Una multitud se había reunido: los que frecuentaban las plazas, los clientes, los camareros de los cafés cercanos y los transeúntes. Quienes vieron y no hicieron nada, cual si se tratase de una cuestión de principios no perder el espectáculo gratuito. Solo un niño, en brazos de su padre, golpeó el aire imitando los movimientos del matón.

Dejó que serbo-bosnio se hundiera en el suelo. Simplemente se agachó y agarró la bolsa. -Voy a tomar esto como prenda, -dijo de igual manera amistosa.

La multitud los dejó pasar. El que había hablado se detuvo delante del pequeño y pretendió hacer boxear con él. Entonces se dirigieron a la calle Aristóteles, bromeando y jugando.

Cuando se marcharon, el serbo-bosnio intentó levantarse. No quería dar oportunidad a ningún buenazo imprudente a que llamara la policía o a una ambulancia. Su preocupación resultó inútil cuando parte del público comenzó a dispersarse. Se secó la cara con un trapo y notó que estaba sangrando. Palpó su cara para cerciorarse de que estaba sangrando y comenzó a presionar con el trapo en los cortes para detener la sangre.

Se apoyó contra la pared hasta que fue capaz de coordinar sus pasos, y luego comenzó a caminar hacia la calle Phyli. Se detuvo frente a un puesto bouzouki. Las llaves las guardaba el dueño de la tienda en una esquina para que pudiera abrirse a la limpieza o para los camiones que traen de noche. Había acordado dar al propietario algo a cambio de dejarle cambiarse de ropa.

-Tienes un aspecto horrible. El dueño de tienda lo miró fijamente, con los ojos llenos de miedo y placer.

-Déme las llaves, -dijo el serbio-bosnio bruscamente.

No estaba de humor para pitorreo. Todo lo que quería era lavarse la cara, cambiarse y seguir su camino.

-¡Empaca tus trapos asquerosos y lárgate de aquí! -dijo el dueño, en un tono que no admitía objeciones. Pensé hacerte un favor, pero asustas a mis clientes.

Estuvo en el baño lo suficiente como para limpiar la sangre de su cara. Estaba doblando su ropa limpia en forma de bola cuando vio al dueño estaba en la puerta con la mano extendida.

-Mi dinero, -dijo. Vas a estar fuera de un tiro y no tendré manera de encontrarte después.

-No tener dinero... los hombres toman todo...

-No me vengas con eso, bribón. ¿Crees que soy tonto?

Estaba a punto de agarrarlo por el cuello de la camisa, pero vio la sangre y se apartó con disgusto.

El serbo-bosnio le mostró su rostro.

-¿Ves ahora?

-Por el hecho de que dieran una paliza, ¿crees que te me vas a quedar con el dinero?, ¿verdad? ¡Ya veremos!

Vio al propietario tirar tormentosamente por la puerta y arrojarla en su cara. En ese instante escuchó la llave en la cerradura.

-¿Se va a quedar ahí mientras llamo a la policía que lo venga a arrestar? -Gritó el propietario desde fuera.

De súbito, lo sobrecogió el pánico. Comenzó a golpear la puerta.

-Está bien, está bien, te dar dinero.

Agradeció a Dios haberle dado el buen sentido de no poner todas las monedas de su día en la bolsa, sino haber guardado un poco en sus bolsillos. Por supuesto, ahora iba a perder todas sus ganancias, pero, dado el estado en que se hallaba, lo último que querría era caer en manos de los guardias.

La puerta se abrió y el dueño agarró las tres mil dracmas.

-¡Aqui pagamos nuestras deudas! -gritó. No como ustedes que nos han sangrado desde Bruselas, con todos sus préstamos pendientes de pago. Y luego vienen acá y nos toman por alguno de su propia clase.

Pasó delante de él sin decir palabra.

**

-Vassilis, ¿por qué lo haces? -Milena dijo en serbio. ¿Por qué vas por ahí pretendiendo ser serbo-bosnio cuando eres griego?

Él no respondió. Había cubierto su rostro con una toalla empapada en agua helada. Se sentía agotado y no le molestó explicar todo de nuevo.

-Bueno, yo era un profesor de francés en Sarajevo y ahora limpio el vestíbulo y los baños del Hotel La Mirage. Es comprensible. Pero... no puedo entender en absoluto. En Bosnia eras griego y en Grecia te has vuelto bosnio.

Fue a tomar la toalla, con la que se había secado. Era una excusa para no responder. La conversación no llevaría a ninguna parte. Las cosas no habían salido como habían planeado, eso era todo lo que había. Después de dos fallidos intentos fallidos por entrar a la universidad de Grecia, estaba estudiando para ingeniero civil en Sarajevo. Fue allí que conoció Milena. Era un poco mayor que él y ya se había graduado con un título en Literatura Francesa. La madre de Vassilis había muerto mientras estudiaba en Sarajevo. No tenía otra familia. Así se convirtió en parte de la familia de Milena. Dentro de los tres meses de reunión, había ido a vivir con ella y la familia de su hermano. El hermano era un herrero. Al inicio de la guerra civil, la universidad cerró, nadie quería aprender francés así por nada más, y nadie quería nuevas casas construidas, sino que simplemente demolían las antiguas. Vassilis era su única esperanza. Empacaron sus cosas y se fueron a Grecia.

**

Aquí, sin embargo, la situación se invirtió. Estaba en su propio país que esperaba todo de él. Trató de encontrar trabajo relacionado con sus estudios -en construcción o en la industria. Cada vez que se topó con las puertas cerradas; bajó los humos. Cuando por fin se dio cuenta de que sólo era bueno como trabajador no calificado, bajó aun dos o tres más. Al final, intentó conseguir trabajo como peón en alguna obra, pero no le querían allí. Los trabajadores extranjeros que empleaban eran musculosos y trabajaban por la mitad del sueldo y en horas extraordinarias. Era de complexión delgada y griego. Podría denunciarlos por no pagarle el seguro y habrían de encontrarse en problemas con las autoridades.

La mendicidad fue algo que se le ocurrió por casualidad, más bien como una broma. El día en que la última puerta se le cerró en la cara, agarró a un pedazo de cartón y escribió enojado: Soy un serbo-bosnio y tengo hambre. Luego se colgó la cuerda alrededor de su cuello y se sentó en el suelo. Quería mostrar a sus compatriotas griegos cómo uno de su propia clase termina de serbo-bosnio en su propio país. Pensó de esta manera avergonzarlos castigándose a sí mismo. Se rascaba el cerebro tratando de encontrar una solución a su problema de trabajo cuando escuchó el tintineo a sus pies. Se inclinó hacia adelante y vio la moneda de cien dracmas. Miró a su alrededor para ver si alguien le estaba mirando y luego la guardó en el bolsillo. En poco tiempo, otros cien dracmas, un billete esta vez. Y pronto llegó a la conclusión bien simple: si eras griego y estas rogando, eres un adicto. Si vienes de un país de los Balcanes mendigando, eres un ser inferior, que sirve para confirmar la generosidad del griega promedio bien lleno. Y así, de casualidad, descubrió la única profesión que era capaz de practicar: serbo-bosnio mendicante, profesional.

-Así que, ya que estás jugando al serbo-bosnio, ¿por qué no, al menos, conseguir un trabajo en una obra de construcción? Si quieres, puedo ponerlo en una palabra, -el hermano de Milena le había dicho. Él era un artesano y pronto lo habría arreglado.

Pero Vassilis no quería. Incluso si no pidieran cualquier documento, él podría dejar caer algo en griego, mientras estuviera en el trabajo y entonces, tendría mucho que explicar. Por supuesto, cuando estaba pidiendo tenía que vigilar su lengua, pero no tanto. Y, en cualquier caso, no quería que los contratistas griegos lo explotaran como a un serbo-bosnio.

En la reflexión de todo esto, buscó en su cerebro queriendo llegar a un nuevo lugar. No podía volver a la Plaza Victoria, sería peor la próxima vez. De pronto recordó que taberna en el extremo inferior de calle Lenorman. Había mesas en el exterior en el pequeño parque abierto todo el día. Echó a un lado la toalla y se ubico listo para salir en una misión de reconocimiento.

-Creo que he llegado a un buen lugar, -le dijo a Milena en Serbio.

Ella no respondió. Le miró por un momento en silencio, conteniendo las lágrimas. Entonces le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.

**

Él se instaló en el lugar donde la taberna formaba esquina con la calle. Frente a él estaba el pequeño parque con bancos y parterres. Las mesas de la taberna se encontraban entre ellos y estaban cubiertas con grandes hojas de papel agarradas por ligas elásticas para impedir que el viento las levantase.

A la hora del almuerzo, había pocos clientes y nadie le hizo caso. Pero tan pronto el primero de los clientes de tarde comenzó a llegar, se iniciaron las quejas. Uno de los camareros se le acercó y trató de explicarle en simples palabras y gestos que tenían trabajo que hacer y no lo querían interpuesto en su camino. Sin pensarlo dos veces, recogió sus cosas y se alejó. Se acomodó contra la pared de un edificio de apartamentos, junto a la taberna. De esta manera perdía la ventaja de la esquina de la calle, pero evitaba cualquier problema.

La taberna se llamaba "Kebabs de Korahais", y cuando vio a un hombre con la camisa desabrochada y empapado en sudor que se acercaba, se dio cuenta que se trataba de Korahais.

-Les dijimos que siguieran adelante, ¡no que cambiaran de lugar! -afirmó secamente. Yo no te quiero enfrente de mi casa.

-Este no es tu lugar.

-Este es mi edificio de apartamentos. Entiende. No mi apartamento, mi edificio. Los cuatro pisos. Empaca y sigue adelante.

Ya fuera por miedo o por el insoportable hedor a sudor y a carboncillo de Korahais, se movió. Pero, de todas formas, no iba a dejarse empujar. Tan pronto como Korahais dio la espalda, se dirigió hacia el pequeño parque. Eligió un banco y se sentó en el suelo junto a él. Hacia fuera delante de él estaban las mesas de la taberna con los clientes se clavaban en su comida. Sintió retumbar su estómago. El síndrome de Sarajevo, pensó. Si tienes hambre o no, en el momento que ves comida, el estómago inicia su ruido.

-Yannis, dale algo al mendigo de allí para que te deshagas de él. No quiero que me mire con esa mirada hambrienta mientras como.

-Hemos tratado de deshacernos de él desde esta mañana, pero no se va, -dijo el camarero.

-De todos modos, ¿qué te importa? -dijo el cliente a su esposa.

-¿Y qué me importa? No es suficiente que nos quedamos con ellos, ¿también han de molestarnos mientras estamos comiendo?

Vassilis vio al camarero y Korahais próximos a él, pero él no se movió.

-¿No te dije que te fueras, malandrín?

-Aquí aparcar, aquí no ser tu lugar."

-Te voy a mostrar, ¡lo haré!

Y se agachó para sacarle por los pies. De repente, Vassilis se llenó de la misma ira que se había apoderado de él el día en que se había tornado en un serbo-bosnio. Se echó violentamente al camarero, que tropezó y cayó sobre la mesa donde la pareja estaba sentada. El plato, con los trozos de carne, cayó en el regazo de la mujer que empezó a gritar histéricamente. Se mostró feliz porque él era quien había empezado todo el alboroto.

Finalmente, Korahais, junto con al camarero y el marido de la mujer, consiguieron inmovilizarlo, hasta que el coche patrulla llegó a la escena.

**

-Que los envíen a todos de vuelta a donde vinieron, ¡así que tendremos un poco de paz!

La mujer estaba todavía en un ataque de histeria. Tenían a Vassilis atrapado dentro de una media luna, cuyos dos puntos fueron la mujer y su marido, mientras Korahais, el camarero y un policía formaron su círculo.

-No puedo enviarlo de vuelta, -respondió el sargento de guardia con la voz cansada. Es de un país que está pasando por una guerra civil y que tiene estatus de refugiado político.

Se volvió a Vassilis:

-Déjame ver tus papeles.

-No tener papeles. Ser refugiado político, ver en secreto.

Hablaba como todos los inmigrantes ilegales que en estos casos, no miran al representante de la ley y el orden.

-Así que eso es todo, ¿verdad? ¡Cualquier basura puede venir y dar vuelta a un lugar al revés y luego hacerse que es un refugiado político!- dijo Korahais furiosamente.

-¿Dónde lo recogieron? -el sargento de guardia preguntó al oficial patrullero.

-En el parque, sargento.

-¿Tiene permiso para tener mesas en el parque?

Korahais fijó sus ojos en él, para subrayar el hecho evidente de que estaba engrasando la palma de alguien, pero el sargento no se dejó impresionar.

-¿Tiene un permiso?- repitió.

-¿Y si no lo hago? ¿Eso significa que él puede romper mis mesas y alejarme mis clientes?

-Trae una acusación en su contra, si quieres.

-¿Y pasar los próximos tres años corriendo por los tribunales?

-Eso depende de usted.

Como no conseguía nada, Korahais volvió a Vassilis:

-En un jodido país como el nuestro, no es de extrañar que vengan aquí a despojar  nuestras casas y aplastar nuestras mesas. Y eso nos viene bien.

-No sé quéè cosas vengan a hacer. ¡No me sorprendería que estén recibiendo soborno de los inmigrantes! -dijo la mujer a su marido en el pasillo.

El sargento de la oyó, pero estaba acostumbrado y la dejó ir. Miró a Vassilis.

Dijo:

-Como no hay cargos en su contra, se puede ir.

-Tú  buen hombre. Amigo de gente de mi país.

Ya no tenía necesidad de velar por su griego. Le salió de su propia cuenta, de forma espontánea, roto:

-Corta la vaina esa y mejoramos. Considérate afortunado que no soporto al idiota ese.

Se refería a Korahais.

Él dijo: "mucha gracias", por una última vez y salió. Bajó las escaleras saltando los escaños de dos en dos. En la planta baja, lo detuvo una señora con cara de susto.

-¿Sabe usted en qué piso está el sargento de guardia?

-No la entiendo. Soy un extranjero", -respondió en Serbio.

La estación estaba en una calle desierta, de poca luz. La única provenía de una tienda de conveniencia por la noche. Sacó el letrero que se le había arrugado, lo enderezó como pudo, y se lo colgó al cuello. Se apoyó contra la pared de la tienda y se deslizó por ella hasta que quedó sentado en la acera. Había perdido la lata por lo que extendió el pañuelo. No había coches o autobuses cerca en ese momento y los pocos transeúntes iban apresurados e indiferentes. Pero, sin desmayar, continuó sentado allí hasta altas horas de la noche con aquel letrero alrededor del cuello: Soy un serbo-bosnio y tengo hambre.  

Traducción del inglés. Sin nombre del traductor.

 

 

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