(Fragmento)
Vida y opiniones Alexis Zorba – del Cap III
………………….
Oí
una risa detrás de mí. Bajé de un brinco de las
alturas dantescas, me volví y pude ver que allí
estaba Zorba, de pie, riéndose con toda la cara.
–¿Qué
maneras son ésas, patrón? –gritó–. Hace horas
que te busco, sin dar contigo.
Y
como viera que yo quedaba silencioso, inmóvil:
–Ya
pasó la hora del mediodía –exclamó–, la
gallina está pronta; se pasará de cocida, la
pobrecilla. ¿Entiendes?
–Entiendo;
pero no tengo apetito.
–¡Que
no tiene apetito! –dijo Zorba golpeándose el
muslo–. Si no has comido nada desde esta mañana.
El cuerpo tiene su propia almita, también, ten
compasión de ella. Dale de comer, patrón, dale de
comer; es el borriquillo que nos lleva ¿sabes? Si
no lo alimentas, te dejará plantado en lo mejor del
camino.
Desde
hacía años menospreciaba yo los goces de la gula,
y, de haberme sido cómodo, hubiera comido a
escondidas, como si cometiera una acción vergonzosa.
Pero para evitar los rezongos de Zorba, le dije:
–Bueno,
ya voy.
Nos
dirigimos juntos al pueblo. Las horas transcurridas
entre los peñascos de la costa habían pasado como
horas de amor, en un relámpago. Yo sentía aún que
se posaba en mí el aliento ardiente del florentino.
–¿Estabas
pensando en el lignito? –preguntó Zorba con
alguna vacilación.
–¿En
qué otra cosa había de pensar? –le respondí
riendo–. Mañana comenzaremos los trabajos. Tenía
que concluir con ciertos cálculos.
Zorba
me miró de reojo y calló. Nuevamente comprendía
yo que me estaba sopesando, sin saber todavía lo
que era de creer y lo que no lo era.
–¿Y
qué sacaste de esos cálculos? –volvió a
preguntar, adelantándose en la averiguación con
prudencia.
–Que
dentro de tres meses debemos extraer diez toneladas
de lignito diarias para cubrir los gastos.
Zorba
volvió a mirarme, aunque esta vez con cierta
inquietud. Luego al breve rato:
–¿Y
por qué demonios has ido a la orilla del mar para
trazar cálculos? Perdóname, patrón, si te
interrogo acerca de esto; es que no comprendo. Yo,
cuando ando a trompicones con los números, querría
hundirme en un hoyo para no ver nada. Si alzo los
ojos y veo el mar, o un árbol, o una mujer, por
vieja que sea ¿eh?, ¡a la porra con todo! Ahí se
van cálculos y números al diablo. Les salen alas
enseguida ¡y échales un galgo!...
–La
culpa es tuya, Zorba –dije burlándome–. No
tienes fuerzas como para concentrar el pensamiento.
–¿Acaso
lo sé yo, patrón? Depende del modo de ver las
cosas. Hay ocasiones en que hasta el mismo sabio
Salomón... Mira, un día pasaba yo por una
aldehuela. Un viejo abuelo nonagenario estaba
plantando un almendro. «¡Eh, padrecito!», le digo,
«¿plantando un almendro?» Y él, todo doblado
como estaba, se vuelve hacia mí y me dice: «Yo,
hijo, obro como si no hubiera de morir nunca.» «Y
yo», le respondo, «obro como si mi muerte fuera
inminente.» ¿Quién de los dos acertaba, patrón?
Me
miró con expresión triunfante:
–¡Aquí
te quiero ver! –dijo.
Yo
callaba. Dos senderos igualmente cuesta arriba
pueden llevar a la cima. Obrar como si no existiera
la muerte, obrar con el pensamiento puesto sin cesar
en la muerte, quizás sea la misma cosa. Pero en el
momento en que Zorba me le preguntó, yo no lo sabía.
–¿Entonces?
–inquirió Zorba con sorna–. No te requemes la
sangre, patrón, que no hay solución. Hablemos de
otra cosa. Yo, en este momento, pienso en el
almuerzo, en la gallina y en el pilaf con canela
espolvoreada. Comamos primero, lastrémonos primero,
después veremos. Cada cosa a su tiempo. Por ahora,
ante nosotros se halla el pilaf, pues que nuestro
espíritu se haga pilaf. Mañana será el lignito el
que esté frente a nosotros; pues ¡que mañana sea
lignito nuestro espíritu! Nada de cosas a medias,
¿comprendes?
Entrábamos
en el pueblo. Las mujeres sentadas en los umbrales
charlaban; los ancianos, apoyados en bastones,
permanecían en silencio. Bajo un granado grávido
de frutas una viejecilla arrugada despiojaba a su
nieto.
Frente
al café se hallaba un anciano muy erguido, de
facciones severas y expresión concentrada, de nariz
aguileña, con presencia señorial; era Mavrandoni,
el decano de la aldea, el que nos había arrendado
la mina. La víspera se había presentado en casa de
doña Hortensia con el propósito de llevarnos
consigo a la suya.
–Es
vergonzoso que los dejemos en un albergue, como si
no hubiera almas hospitalarias en el pueblo.
Era
persona grave, de hablar ponderado. Nosotros no
aceptamos su invitación. Se sintió ofendido,
aunque no insistió.
–Cumplí
con mi deber –dijo al retirarse; ustedes son
libres y obran como mejor les parezca.
Poco
después nos envió dos bolas de queso, un cesto de
granadas, una jarra de pasas de uva y de higos y una
damajuana de raki.
–Saludos
de parte del capitán Mavrandoni –dijo el criado
al descargar el borrico–; dice que es poca cosa,
aunque enviada de todo corazón.
Saludamos
al notable de la aldea con abundantes palabras
cordiales.
–¡Larga
vida os sea concedida! –contestó apoyando la mano
en el pecho.
Y
calló.
–No
le agrada mucho hablar –murmuró Zorba–; es
hombre insociable.
–Altivo
–corregí yo–; a mí me gusta.
Llegábamos
ya a casa. Las ventanas de la nariz le palpitaban a
Zorba alegremente. Doña Hortensia, en cuanto nos
vio en el umbral, lanzó un gritito y volvió a
entrar en la cocina.
Zorba
tendió la mesa en el patio, bajo la parra sin hojas.
Cortó grandes rebanadas de pan, trajo el vino, puso
los platos y los cubiertos. Volvióse hacia mí con
maliciosa mirada, señalando la mesa: ¡en ella había
tres cubiertos!
–¿Comprendes,
patrón? –susurró.
–Comprendo
–respondí–, comprendo, viejo libertino.
–Las
gallinas viejas dan caldo gordo –dijo lamiéndose
los labios–. ¡Si lo sabré yo!
Corría
de un lado a otro, ágil, con ojos destellantes,
tarareando canciones de amor.
–Esto
es vida, patrón. Buena vida, y gallina regalada.
Mira, en estos momentos estoy obrando como si
hubiera de morirme dentro de un minuto. Y me doy
prisa para que no me lleve Mandinga antes de
haberme comido la gallina.
–¡A
la mesa! –ordenó doña Hortensia.
Levantó
la olla y vino a posarla ante nosotros. Pero se quedó
boquiabierta al advertir que en la mesa había tres
cubiertos. Roja de placer, lo miró a Zorba, y sus
ojillos ácidos, de color azul pervinca, parpadearon
con repetido aletear.
–Se
le abrasan los pantalones –díjome Zorba en voz
queda.
Luego,
con extremada cortesía, volvióse hacia la dama:
–Hermosa
ninfa de las ondas –díjole–, somos náufragos y
el mar nos ha arrojado a tu reino. ¡Dígnate
compartir nuestro alimento, sirena mía!
La
vieja cantante abrió los brazos y volvió a
estrecharlos contra su pecho, como si quisiera
encerrarnos en ellos a los dos; se meció
graciosamente, lo rozó a Zorba, luego a mí, y,
cloqueando, corrió a su habitación. Al poco rato
volvía contoneándose y meneándose, con el vestido
número uno de su ajuar: un viejo traje de
terciopelo verde, ajado, con lazos amarillos
deshilachados. La blusa estaba hospitalariamente
abierta y llevaba prendida en el escote una rosa de
paño muy desplegada. Traía en la mano la jaula del
loro, que colgó del parral.
Hicimos
que se sentara entre ambos, Zorba a su derecha, yo a
su izquierda.
Nos
arrojamos los tres sobre la comida. Durante largo
rato nadie dijo una palabra. Nutríamos a la bestia,
calmábamos con vino su sed; pronto el alimento se
transformaba en sangre, el mundo embellecía, la
mujer sentada a nuestro lado parecía a cada
instante más joven, sus arrugas se borraban. El
loro colgado frente a la mesa, de librea verde y
chaleco amarillo, se inclinaba para mirarnos y se
nos aparecía ya como un hombrecillo embrujado, ya
como el alma de la vieja cantante, que reproducía
sus vestiduras amarillas y verdes. Y, por encima de
nuestras cabezas, el parral deshojado se cubría de
pronto de gruesos racimos de uvas negras.
Zorba
meneó los ojos, abrió los brazos alzándolos a lo
alto, como si quisiera abrazar al mundo entero.
–¿Qué
ocurre, patrón? –exclamó sorprendido–. Se bebe
uno un vasito de vino y el mundo baila enloquecido.
¡Mira, lo que es la vida, patrón! Por tu alma,
dime ¿son uvas las que penden sobre nuestras
cabezas, o son ángeles? Yo no lo distingo bien. ¿O,
acaso, no hay nada allí, y nada existe, ni gallina,
ni sirena, ni Creta? ¡Habla, patrón, habla, que no
quede yo turulato!
Zorba
comenzaba a achisparse. Había dado buena cuenta de
su porción de gallina y contemplaba ahora a doña
Hortensia con mirada glotona. Cierto, su mirada se
arrojaba sobre ella, subía, bajaba, se deslizaba en
el pecho henchido y lo palpaba como una mano. Los
ojillos de la buena señora brillaban también;
gustaba ella evidentemente del vino y habíase
bebido no pocos vasos. Y el turbulento demonio de la
vid la llevó de nuevo a los felices tiempos de
antes. Enternecida, jovial, expansiva, se levantó,
echó el cerrojo a la puerta que daba a la calle,
con intención de evitar las miradas de los aldeanos
–«los bárbaros», como los llamaba–, encendió
un cigarrillo y su naricilla respingada a la
francesa fue expulsando largas volutas de humo.
En
tales ocasiones, todas las puertas femeninas se
entreabren, los centinelas se duermen y una palabra
amable resulta tan eficaz como el oro o el amor.
Encendí, pues, la pipa, y dije la palabra amable.
–Me
recuerdas, doña Hortensia, a Sarah Bernhardt...
cuando era joven. Tanta elegancia, gracia y cortesía,
tanta belleza, no esperaba yo por cierto hallarlas
en este lugar silvestre. ¿Qué Shakespeare te ha
enviado, pues, aquí, entre los bárbaros?
–¿Shakespeare?
–dijo ella abriendo los ojillos deslavados–. ¿Qué
Shakespeare?
Su
espíritu voló, ágilmente, hacia los teatros que
había conocido, en un abrir y cerrar de ojos recordó
los cafés-cantantes, de París a Beirut, de ahí a
lo largo de las costas de Anatolia, y, bruscamente,
despertó la memoria: era en Alejandría, una gran
sala con arañas de muchas luces, asientos de
terciopelo, hombres y mujeres, espaldas desnudas,
perfumes, flores. De pronto, el telón se alza y un
negro terrible apareció...
–¿Qué
Shakespeare? –dijo otra vez, orgullosa por haber
recordado–. ¿El que también llaman Otelo?
–El
mismo. ¿Qué Shakespeare, ¡oh flor de lis!, te
abandonó en estos peñascos salvajes?
Echó
una mirada en torno. Las puertas estaban cerradas,
el loro dormía, los conejos se reproducían, estábamos
solos. Conmovida, empezó a abrirnos su corazón,
como abrimos un viejo cofre lleno de especias, de
cartas de amor agostadas, de antiguos vestidos...
Hablaba
el griego más o menos bien, retorciendo las
palabras, confundiendo las sílabas. Sin embargo, la
entendíamos perfectamente, y a ratos nos costaba
contener la risa, a ratos –no pocas veces habíamos
empinado el codo– estallábamos en llanto.
–Pues
bien (esto es aproximadamente lo que nos contaba la
vieja sirena en su patio perfumado), pues bien, yo
tal como me veis, no era una cantante de café
concierto, no, no. Era una artista renombrada y
llevaba enaguas de seda con puntillas legítimas.
Pero el amor...
Suspiró
hondamente y encendió un cigarrillo con el de Zorba.
–He
amado a un almirante. Hubo una nueva revolución en
Creta y las fuerzas navales de las grandes potencias
echaron anclas en el puerto de Suda. Unos días
después yo también anclé allí. ¡Ah! ¡Qué
magnificencia! Hubierais visto a los cuatro
almirantes: el inglés, el francés, el italiano y
el ruso. Oro por todas partes, escarpines de charol
lustrado, y plumas en la cabeza. Como gallos. Unos
gallos grandes de ochenta a cien kilos cada uno. ¡Y
qué barbas! Rizadas, sedosas, morena, rubia, gris,
castaña, y ¡qué bien olían! Cada uno usaba un
perfume particular, y por eso yo los distinguía de
noche. Inglaterra olía a agua de colonia, Francia a
violetas, Rusia a almizcle e Italia, ¡ah, Italia se
apasionaba por el ámbar! ¡Qué barbas, Dios mío,
qué barbas!
»–Varias
veces, a bordo del buque almirante, reunidos los
cuatro jefes y yo, hemos charlado sobre la revolución,
ellos con las chaquetas desprendidas, yo con una
camisa de seda que se me pegaba al cuerpo, porque me
la empapaban con champaña. Era verano, ¿comprendes?
Hablábamos, pues, de la revolución, y eran las
nuestras conversaciones serias, y yo les cogía las
barbas y les rogaba que no bombardearan a los pobres
queridos cretenses. Se les veía con los catalejos,
sobre una roca, cerca de la Canea. Chiquitos,
chiquititos, como hormigas, con las bragas azules y
las botas amarillas. Y gritaban, gritaban, y tenían
una bandera...
Las
cañas de Indias que formaban el cercado del patio
se movieron. La antigua combatiente se detuvo,
aterrorizada. Entre las hojas, brillaban unos
ojillos maliciosos. Los chicos del pueblo habían
olido nuestra francachela y nos espiaban.
La
cantante trató de levantarse, pero no pudo: había
comido con exceso, había bebido mucho y hubo de
quedarse sentada, toda sudorosa. Zorba recogió una
piedra: los niños desaparecieron chillando.
–Continúa,
hermosa mía, continúa, tesoro –dijo Zorba,
acercando la silla un poco más.
–Decíale,
pues, al almirante italiano, con quien tenía mayor
confianza; decíale cogiéndole la barba: Mi
Canavaro –era éste su nombre–, mi Canavarito,
no hacer ¡bum! ¡bum!, no hacer ¡bum! ¡bum!
»–¡Cuántas
veces, yo que os hablo, he salvado de la muerte a
los cretenses! ¡Cuántas veces, estando listos los
cañones para abrir el fuego, yo le cogía la barba
al almirante y no lo dejaba que hiciera ¡bum! ¡bum!
Pero ¿quién me lo tuvo en cuenta? En materia de
condecoraciones...
Estaba
de veras disgustada, doña Hortensia, por la
ingratitud de los hombres. Golpeó la mesa con el puño
blando y arrugado. Y Zorba, tendiendo la mano
experta sobre las rodillas separadas de la dama, las
apretó a impulsos de simulada emoción, exclamando:
–¡Mi
Bubulina, * por favor te lo pido!, no hagas ¡bum! ¡bum!
–¡Quietas
las manos! –cloqueó la buena señora–. ¿Por
quién me has tomado, viejo?
Y
a la vez le dirigía una mirada lánguida.
–Dios
existe –decíale el pícaro libertino–, no te
aflijas, mi Bubulina. ¡Cuenta con nosotros,
queridita, no temas!
La
vieja sirena, alzando al cielo la mirada de sus
ojillos azules acídulos, vio al loro dormido en la
jaula, envuelto en su verde librea.
–¡Mi
Canavaro, mi Canavarito! –arrulló con amoroso
acento.
El
loro al reconocer la voz abrió los ojos y comenzó
a gritar con la voz ronca de un hombre que se está
ahogando:
–¡Canavaro!
¡Canavaro!
–¡Presente!
–exclamó Zorba, apoyando de nuevo la mano en las
viejas rodillas que tanto habían servido, cual si
quisiera tomar posesión de ellas. La añosa
cantante se meneó en la silla y abrió otra vez la
boquita arrugada:
–Yo
también he combatido, pecho a pecho, valientemente...
Pero llegaron los días nefastos. Creta fue liberada
y en consecuencia las naves de guerra recibieron
orden de levar anclas. «¿Y yo? ¿Qué será de mí?», clamaba prendiéndome de las cuatro
barbas. «¿Dónde piensan ustedes dejarme? Yo me he
habituado a esta esplendidez, me he habituado al
champaña y a los pollos asados, me he habituado a
ver cómo me saludan militarmente los lindos
marineritos de a bordo. ¿Qué será de mí, viuda
cuatro veces, mis señores almirantes?»
»–Ellos
¡se reían! ¡Ah, los hombres! Me cubrieron de
libras inglesas, de libras italianas, de rublos y de
napoleones. Los ponía yo en las medias, en el corpiño,
en los zapatos... La última noche, era yo un mar de
lágrimas y un lamento continuo. Entonces los
almirantes tuvieron compasión de mí, llenaron el
baño de champaña, me sumergieron en él –ya ven
con qué familiaridad nos tratábamos– y enseguida
se bebieron todo el champaña en honor mío. Se
emborracharon y apagaron las luces...
»–Por
la mañana yo tenía encima una mezcla de perfumes:
violetas, agua de colonia, almizcle y ámbar. A las
cuatro grandes potencias: Inglaterra, Francia, Rusia,
Italia, las tenía yo en las rodillas y jugaba con
ellas, mira, así...
Doña
Hortensia arqueó los regordetes bracitos, moviéndolos
de arriba hacia abajo, como si tuviera montada a una
criaturita en las rodillas.
–¿Ves?
¡Así! ¡Así!
»–En
cuanto amaneció, se oyeron salvas de cañón, por
mi honor lo juro, se oyeron salvas y una barca
blanca con doce remeros llegó en mi busca y me
trasladó a tierra.
Sacando
un pañuelito, se echó a llorar desconsoladamente.
–Mi
Bubulina –exclamó Zorba entusiasmado–, cierra
los ojos... Cierra los ojos, tesoro mío. ¡Yo soy
Canavaro!
–¡Quietas
las manos, te digo! –chilló de nuevo nuestra
buena amiga desatándose en arrumacos–. ¡Vea
usted la cara bonita! ¿Y dónde quedaron las
charreteras de oro, el tricornio, la barba perfumada?...
¡Ah! ¡Ah!
Apretóle
suavemente la mano a Zorba y volvió a llorar. El
tiempo refrescó. Nos callamos un instante. El mar,
detrás de las cañas de Indias, suspiraba, al fin
apacible y tierno. No soplaba ya el viento y el sol
se puso. Dos cuervos nocturnos pasaron por sobre
nuestras cabezas y en el vuelo las alas silbaron
como si se desgarrara una tela de seda, la camisa de
seda de una cantante.
Caía
el crepúsculo como polvillo de oro y rociaba el
patio. El bucle suelto de doña Hortensia se encendió
agitándose con la brisa vespertina, como si tratara
de evadirse y llevar el incendio hasta las cabezas
cercanas. El pecho semidescubierto, las rodillas
separadas, endurecidas por la edad, las arrugas del
cuello, los zapatos gastados, se cubrieron de polvo
de oro.
Nuestra
vieja sirena tiritó. Entornando los ojuelos
enrojecidos por las lágrimas y el vino, miróme un
rato a mí, miró un rato a Zorba, que con los
labios secos estaba suspenso de su pecho. Mirónos a
ambos con aire interrogador, esforzándose por
aclarar cuál de los dos era Canavaro.
–Mi
Bubulina –arrullaba apasionado Zorba, apretando la
rodilla contra la rodilla de la mujer–. ¡No hay
Dios, no hay diablo, no te preocupes! Alza la
cabecita, pon la mano en la mejilla, y sin más entónanos
una bonita canción, y que reviente la Muerte.
Zorba
ardía. Con la mano izquierda retorcíase el bigote
y con la derecha acariciaba a la cantante achispada.
Hablábale, jadeante, con lánguido mirar. Por
cierto, no era esa vieja momificada y cubierta de
afeites lo que en realidad veía ante él, sino la
«especie hembra», como solía llamar a la mujer.
La individualidad desaparecía, la cara se borraba;
joven o decrépita, hermosa o fea, no eran más que
variantes sin importancia. Detrás de cada mujer se
erguía, austero, sagrado, lleno de misterio, el
rostro de Afrodita.
Ése
era el rostro que Zorba veía; a él le hablaba; sólo
a él deseaba; doña Hortensia no significaba más
que una máscara efímera y transparente que Zorba
rasgaba para besar la boca inmortal.
–Alza
el cuello de nieve, tesoro mío –repitió su voz
suplicante y anhelosa–, ¡alza el cuello de nieve,
canta una canción!
La
vieja cantante apoyó la mejilla en la mano
regordeta y agrietada por la lejía; sus miradas
languidecieron. Lanzó un grito lamentable y salvaje
y comenzó a cantar la canción que prefería, mil veces entonada,
mirándole a Zorba –ya había decidido cuál de
nosotros elegiría– con ojos desmayados, húmedos:
Al
azar de mis días,
¿Por
qué hube de encontrarte?...
Zorba
de un brinco corrió en busca de su santuri, se sentó
en el suelo a la turca, desnudó el instrumento, lo
acostó en las rodillas, alargó las manazas.
–¡Ohé!
¡Ohé! –berreó–. ¡Empuña un cuchillo y degüéllame,
Bubulina de mi alma!
Cuando
empezó a caer la noche, a brillar en el cielo el
lucero, a surgir, lisonjera y cómplice, la voz del
santuri, doña Hortensia, atracada de gallina y
arroz, de almendras tostadas y de vino, zozobró
pesadamente en el hombro de Zorba y suspiró. Frotóse
suavemente contra el huesudo costado del músico,
bostezó, suspiró nuevamente.
Zorba
con un ademán atrajo mi atención y bajando la voz:
–Le
arden los pantalones, patrón –murmuró–. ¡Vete!
*Bubulina: heroína de la guerra
de independencia (1821-28) que combatió
valientemente en el mar como Canaris y Miulis.
|