Miniaturas
George Philippou Pierides
1
El poeta solìa hacer frecuentes visitas a nuestra casa en aquel tiempo,
siempre justo cuando el sol se ponìa.
Se sentaba en el porche, bebiendo su café y mirando al Pentadaktylos *. Él!
el amado Pentadaktylos, estaba orgulloso de ella,
sobre todo en momentos como éste cuando se
levantaba en silencio y fuerte en el crepúsculo púrpura.
Estaba muy cansado, yo incluso diría desilusionado, sino sabía que toda la
mezquindad y la falsedad que nos rodea le hirieron,
pero sin sacudir los cimientos de su vida y de su
obra. Encontrar la paz en las pequeñas alegrías de
la vida fue una de las formas que tuvo su valor
espiritual –como en esos momentos de tranquilidad
en la terraza– viendo con los ojos de un poeta la
esencia de lo que han de ofrecer.
‒¡Qué hermosa, qué buena serìa la vida en esta isla!, ‒dijo.
En su mirada dolida pude ver expresada, –como en un microcosmos, como una
revelación–, todo lo oculto en el bosque salvaje
de sus versos.
Gran cantidad de tiempo ha pasado desde ese entonces. El poeta yace y reposa
en el suelo de su patria. Y sin embargo, cada vez
que, por casualidad, veo en la terraza el atardecer,
puedo ver que aquella mirada suya, viviente, mirando
al Pentadaktylos directamente opuesto.
2
Se hizo una taza de café y, así como estaba, en pijamas, sin siquiera
refrescarse en algo, salió al patio. Sentado en el
taburete, puso la humeante taza de café en el escalòn
y encendió el primer cigarrillo del día.
Gustaba siempre levantarse temprano, le encantaba la madrugada; incluso
cuando durmiera bien. Se levantaba luminoso, fresco
a sentarse y dar forma a los sueños para que
coincidieran con la magia del día aùn virgen. Pero
ahora dar forma ya no era nada, simplemente se
relajaba y dejaba su mente vagar en un mar de sueños
y preocupaciones.
El limonero se habìa quedado inmóvil en la mediana luz. De repente, sus
hojas superiores temblaron doradas al toque de los
rayos del sol brillante detrás de la azotea de la
casa de al lado. Todo se llenó de alegría de
repente.
Y recordó a Anita... Era encantadoramente seria cuando criticaba mis veros.
Creía que la poesía debìa estar comprometida con
la Revolución. A este punto, Stamatis, la gitana
morena, la bohemia entre nosotros, estuvo de acuerdo
con ella. Y sin embargo, nos encantó, como si
fueran una inseperable pareja a la que permitìamos
gobernarnos. Tuvimos nuestros sueños y encontramos
la manera de hacerlos realidad por medio del debate
y la canción. Y tú, Janto, con tu buena voz, me
pregunto, ¿que habrà sido de tu guitarra y tu amor
por la humanidad?
La gata se acercó sigilosamente; se acurrucó en el suelo y se sentó inmóvil,
los ojos rasgados semicerrados, como si de alguna
manera inexplicable, compartiera sus sueños –o al
menos lo parecía, por un momento–, viera algo
parecido en su mirada verde, cuando se volvió y le
miró...
Más tarde Stamatis había estado poseso por un deseo loco de escapar. Iría
hasta el puerto y permanecerìa allí durante horas,
mirando los barcos anclados. Después, cuando nos unìa,
se sentaba en silencio. Hasta, finalmente, cuando
logró ahorrar lo suficiente para su pasaje y se fue
una mañana nublada cuando el mar estaba turbio y el
embarcadero olía a algas, a algarrobos y a vino...
Escuchó a su esposa lavar y luego la sintiò trajinando en la cocina
mientras preparaba leche de Themoula. Y el ojo de su
mente ondeaba una imagen de Themoula cuando le llegó
el momento a ella para defender la poesía
comprometida con sus propios ideales. Él se sonrió,
pero luego se acordó de que era absolutamente
necesario comprarle una cama. Crecìa rápidamente,
ya tenía cuatro años y necesitaba un lugar donde
dormir cómodamente.
No le gustaba la idea de pedir un nuevo anticipo de su salario. Thoukides
daría su actuación habitual a fin de demostrarle
cuán grande era el favor que le pedìa y entonces
actuar como jefe paternal –¡el muy avaro! Pero no
había otra forma. Así que le pediría un adelanto
y lo pediría hoy. Entonces se compraría la cama
color rosa con las golondrinas que él y su esposa
habían visto el otro día en Houvaris.
3
En serio, ¿qué habría pasado con la guitarra de Janto, ahora que se había
vuelto respetable? ¿Recuerda – qué cuerdas debìa
tocar su memoria– aquel que una vez fuera el
cantante entre nosotros? ¿Quién lo puede decir? ¿Quién
puede decir lo que sucede en las modos oscuros del
corazón de una persona?
Sabes siquiera lo que hay en tu corazón?
Todo cuanto puedes ver es que aquel joven, una vez esbelto, que mostró
tanta sensibilidad cuando cantaba y compartìa los
planes idealistas que hicimos entonces –es ahora
ese pequeño caballero con el estómago y las
piernas rechonchas, con sus manos grasientas que
entrò en la iglesia, puso una moneda en la caja,
encendió una vela, echó un vistazo por pura
costumbre en el reloj de oro en su muñeca, y se
sentó en una de las bancas reservadas para los VIP,
la más cercana al Psaltis de la izquierda.
En su rostro tenía una expresión de devoción complaciente. Y a pesar del
hecho de que está de pie con bastante normalidad,
no sé por qué tengo la impresión de que está de
puntillas para lucir más alto. De vez en cuando,
acompaña a la Psaltis armoniosamente. Ese ha de ser
su banco regular, –me dije para mí. Y mis
sospechas se confirmaron cuando llegó el momento
del "credo" que lo dijo como si fuera un
miembro de un comité o como si fuera su turno de
hablar.
Nos encontramos en nuestro camino, y sucedió entonces algo que no esperaba.
Por un breve momento, como un repentino destello de
relámpago, vi en sus ojos azules y por la forma en
que me sonrió, al antiguo Xanthos. Era como si
aquella vieja sonrisa suya hubiera quedado olvidado
tras su rostro presente y me la hubiera mostrado
solamente a mí.
4
Sentado, aturdido frente a la hoja de papel blanco, intentaba de nuevo
concentrarse, encontrar algún hilo que lo llevara a
dar cuerpo articulado a la masa aún nebulosa que
era su libro futuro. Pero el persitente zumbido de
una mosca no le dejaba, estaba pegada al cristal de
la ventana, y luchaba por conseguir salir a través
del vidrio, zumbando sus alas. Afuera, un sol
brillante invitaba y la mosca no podía entender què
evitaba que pudiera volar.
De vez en cuando renunciaba a sus esfuerzos; caminaba de aquí para allá
sobre la superficie ininteligiblemente firme, se
frotaba las alas con sus patas traseras, y despuès
la cabeza con las delanteras; finalmente quedó inmóvil
como si meditara o como si hubiera llegado a un
acuerdo.
En todo caso es lo que el hombre miraba y sentía; de alguna forma extraña,
experimentaba el tormento de la mosca como un
reflejo de su propia incapacidad para entender el
lado sórdido de la realidad y llegar a un acuerdo
con esta.
Pronto la mosca comenzó a volar alrededor de la habitación y, de repente,
como si hubiera tomado una nueva decisión, se lanzó
contra la pared invisible estrellàndose
horriblemente, y de nuevo comenzò a golpear sus
alas contra el cristal con tozudez heroica.
El hombre se levantó, abrió la ventana y, con un soplo, envió a la mosca
a su camino. Luego cerró la ventana y se quedó
mirando con nostalgia el espacio.
5
Cuando la sirvienta se inclinó adelante con la bandeja con un dulce y una
taza de café, frente al padre Yervasios, la señora
Polimnia notó los ojos del sacerdote clavados con
avidez en los senos abundantes de la joven, y de allí
a tientas, más y más hacia abajo.
Debería avergonzarse de sí mismo, se dijo en su agitación. Pero la sonrisa eclesiástica que llevaba en su
rostro se mantuvo sin cambios.
Mrs. Polimnia se ha adaptado a sí misma con máximo cuidado en su papel de
presidenta de la Asociación de Caridad y llenaba
bien su parte.
De mediana edad, corpulenta, una pequeña cara pálida y de doble hilera el
doble mentón, evidente por la forma que suspira,
levanta los ojos y mira al techo, dotada de todas
las virtudes, excepto una: la capacidad de pensar,
la que compensa con un enorme talento para la
astucia.
El padre Yervasios, a quien no le daba la menor preocupación cuanto pasara
tras la sonrisa de la señora Polimnia, pronto
recuperó su aspecto venerable, tomó el dulce y
sorbió un poco de agua, tras primero haberse vuelto
en direcciòn a la señora Polimnia y desearle buena
salud. A continuación, sin dejar su café, le
informó hasta què punto los asuntos matrimoniales
de la familia Vernakides habían llegado.
Pero este asunto, aunque interesante, era sólo el preludio exigido por los
buenos modales. Mrs. Polimnia escuchaba, a veces añadiendo
un tut-tut para mostrar lo mucho que le importaba,
pero en realidad esperando que el reverendo empezara
a hablar sobre el verdadero propósito de su visita.
A pesar que de ninguna manera esa fuera su primera
visita, pues hacìa seis meses habìa estado
viniendo regularmente con igual fin, acercándose al
asunto del mismo modo indirecto y a ponerse a
trabajar con igual pregunta:
–¿Qué piensa usted de la última oferta de la empresa, la señora
Polimnia?
–Interesante, por supuesto, –le contestaba con un ligero suspiro–.
Pero es tan difícil para mí dejar mi casa, mis
comodidades ... voy a tener que pensarlo bien.
–Entiendo cómo se siente. Pero ta genuina preocupación genuina de tan
devota feligrés me obliga a advertirle que es una
oportunidad de oro.
El asunto en juego era la casa de doña Polimnia, de estilo antiguo con un
enorme patio. Ubicada en nueva vía, se encontraba
exprimida entre los altos edificios del tipo que en
los últimos años han cambiado el aspecto de la
capital y el sentido de nuestras vidas.
En medio de toda esta confusión, sólo una cosa la señora Polimnia entendìa:
de año en año, incluso de mes a mes, a medida que
su casa aumentaba de valor, se sentìa cada vez más
segura de sí misma.
Una vez más la visita Padre Yervasios no tendrá ningún resultado
satisfactorio. La cuestión se mantendrá en espera
y la Sra. Polimnia pretenderá tambalearse al borde
de una decisión y esperar por la próxima oferta de
la empresa.
Y, el padre Yervasios, que se ha comprometido como intermediario, una vez más
irà a decirle a la empresa que "la chica es un
hueso duro de roer".
6
En este pequeño país nuestro en palabras del verdadero Papadiamantis es
un: "Pequeña la aldea, grande su mal."
Aunque esto no sea la regla general, hay entre
muchas personas aquí una inexplicable maldad, una
inexplicable envidia de sus vecinos.
Quizás porque vivimos muy cerca, unos de otros –y las paredes de nuestras
casas son de cristal– que perdemos tanto tiempo
espiando a los demás tras de las persianas,
perseguiendo las pequeñas rivalidades de nuestros
corazones que ya empienzan a pudrirse.
No pocas veces, además, el siguiente cuento árabe resulta ser cierto.
Había una vez un buen musulmán. Y una noche de muchas allí se le apareció
un ángel enviado a decirle:
–Allah ha visto su piedad, y para recompensarlo le dará todo lo que pida.
Pero le dará el doble a su vecino.
El hombre se hallaba en una difìcil posición. ¿Qué le iba a pedir? Y què
posible valor podría tener cualquier regalo de Dios
si su vecino adquirìa el doble.
Cayó de rodillas y le pidió al ángel que le diera hasta la noche
siguiente para pensarolo. Y el Ángel accedió.
El buen musulmàn pensó y pensó de nuevo y a la noche siguiente ya estaba
listo. Cuando apareció el Ángel, se inclinó ante
él y le dijo:
–Mi respuesta a Dios es que él debe apagar uno de mis ojos.
7
De todas las buenas palabras que el líder del partido, dirigido a su público,
a los que habían hecho una impresión especial
sobre Leonis figuraba la frase "mi indomable
pueblo".
El discurso duró hora y media. Y durante todo ese tiempo Leonis habían
visto, como magnetizado por los fuegos artificiales
brillantes que brotaban de la boca del orador y
flotaban en el aire, brillando, en el parpadeo de
palabras sobre el progreso y la prosperidad y "las
demandas del pueblo", es decir, para cada
miembro del partido, Leonis incluido, por supuesto.
De vez en cuando el orador echaba la cabeza hacia atrás, los ojos
desorbitados, el rugido más fuerte, ducho con su público
en epítetos halagadores hicieron que Leonis se
sintiera importante. E indomable.
Así le dejó la sensación de encuentro: muy satisfecho de sí mismo. Todo
parecía sonreírle: el mediodía brillante de la
primavera, los escaparates llenos, la gente que
camina a lo largo con un humor festivo, el
pensamiento del asado del domingo esperándolo en
casa.
¿Y por qué no habría de sonreír? A su tienda le estaba yendo bien, y el
precio de la tierra en su área iba en aumento. Y
dado que era una persona de importancia en el
comercio local, el líder del partido le consideraba
una figura clave y nada le negaba.
8
La lluvia continuó durante enero. El pueblo estaba hasta las rodillas en
barro. Y entonces el cielo se despejó y en los
campos bien regados creció el verde de extremo a
extremo.
El único árbol en el patio, un almendro que se inclinó con la edad antes
de tiempo, logró en unas pocas ramas vivas que le
quedaban, soltar unos brotes dispersos que tenìan
dentro todo el mensaje de la otra siguiente
primavera.
El viejo Kosmas apareciò en la puerta, miró hacia el cielo brillante, a
los campos soleados y, apoyado en su bastón, se
dirigió a la puerta con aquel paso de arrastre suyo.
En el mismo momento el tractor de Nikolis apareció
alrededor de la curva creando una fila infernal.
Kosmas se detuvo en seco y esperò a que pasara.
Cuando Nikolis llegó a la puerta, detuvo el tractor
sin apagar el motor. Kosmas sintió cierta sorpresa
cuando vio a Nikolis sentado allá arriba, en su
tractor, ponerse una gorra de color caqui con el
pico ancho: era como si fuera parte de la máquina.
–Buenos días, vecino, –gritó Nikolis lo más fuerte que pudo, para ser
escuchado por encima del ruido que el motor estaba
haciendo.
–Buenos días–, respondió Kosmas miserablemente–.
–Parece un buen año, eh! –dijo Nikolis apuntando a los campos.
–Si Dios quiere–, dijo Kosmas–, aunque molesto por algo, volvió a
entrar en su patio.
Se volvió lentamente a la esquina del patio, donde habìa un viejo carro de
dos ruedas, descapotable, podrido, con sus ruedas
hundidas en el barro. Se quedó mirándolo,
sintiendo una mezcla de bienestar en la promesa de
los campos verdes y de amargura por el hecho de que
él no tendría ninguna participación en la cosecha.
Sus campos estaban en otras manos. Y Kosmas, que había
sido agricultor durante tanto tiempo, uno de los
mejores en el pueblo, podía esperar más que la
renta ahora.
–Por lo menos yo no dejé que me persuadiera de venderlo... Él va a pagar
la deuda de un día.
Estaba hablando de su hijo, que había logrado convencer al padre de
hipotecar la finca; y había tomado el dinero y se
habìa ido a Nicosia. Era un hombre de negocios
ahora, eso es lo más lejos Kosmas podía distinguir,
un caballero que siempre está ocupado con una cosa
u otra, siempre de prisa, que habla mucho, que lleva
tratos con gente importante y, al parecer, hace
mucho dinero, a juzgar por el hecho de que se la
pasa tan descuidadamente.
Kosmas no culpa a su hijo. De hecho, a veces se admiraba. Pero, por otro
lado, por mostrar tanta indiferencia hacia su tierra,
Kosmas no podía entenderlo.
En ese estado de confusión mental, vio el cabriolet recuperar su belleza
original. Oh, si pudiera aprovechar a su yegua de
nuevo, la vieja rucia Gris, y la dejó ir tropezando
al trote con esa luz al lado de ella, llevándolo de
vuelta como en los viejos tiempos.
Volvió sus ojos oscuros en la dirección de la calle principal –mira, ahí
va su cabriolet, volando a lo largo de... Pero de
repente el panorama cambió y, en lugar de su
cabriolet, vio que el autobús del pueblo que se
llevaba a los trabajadores a la ciudad, y detrás de
él otro autobús y detrás otros varios coches.
–¿Cómo podemos ir, Rucia Gris? Los coches nos van a tumbar, –se dijo
Kosmas a sí mismo con aquella sonrisa amarga.
9
En su camino a la exposición, pensaba sobre el artista muerto. Él y unos
amigos y admiradores del verdadero artista, habían
llegado con la idea de una exposición donde se había
hecho todo lo posible por reunir suficientes cuadros
para mostrarle al público la naturaleza de su
innovadora contribución al arte.
La noche anterior había estado presente en la inauguración del Ministro.
Había sido un evento social adornado con elogios
adecuados, pero aun había parecido irrelevante para
su propósito en la organización de la feria.
–Por supuesto, –dijo, la apertura no tiene nada que ver con la realidad,
es sólo una formalidad aceptada, un mal necesario–.
Y se decidió a pagarle al programa otra visita, hoy.
Tan pronto como estuvo en la galería, sintió el ambiente que esperaba.
Estaba en una mezcla de placer y de recuerdos estéticos, y se hizo
inconsciente a todo lo demás –hasta que se dio
cuenta que no había un alma en toda la galería. Su
buen humor lo abandonó de inmediato, dando lugar a
una amarga sensación de desolación.
Como era su costumbre cuando estaba deprimido, comenzó a caminar por las
calles de la ciudad durante horas, sin rumbo; después
a los suburbios hasta que, sin darse cuenta, se
encontró en la Colina del Arcángel.
Caminó hasta el borde mismo del precipicio y permaneciò allí.
Debajo suyo se extendió un modelo de grandes jardines con árboles frutales
y más allá, al fondo, una magnífica vista de los
rayos oblicuos del sol de la tarde: la ciudad.
Quedose mirando los jardines de frutas. Las apretadas filas de árboles
formando una imagen de orden y armonía que tuvo su
efecto en él. Su mente se sentía más tranquila.
Fue entonces cuando se dio cuenta de uqe una, dos,
tres e incluso más cometas volaban sobre la ciudad.
Pensó en los niños, al otro extremo de la cuerda
con la mente volando por encima de ellos en el aire.
–Todavía hay esperanza, –dijo. Y se sintió como Anteo iba sintiendo
que tocaba a la Madre Tierra.
10
Cuando el buscador de lo ideal se dio cuenta de què se trataba se encontrò
que no estaba ni entre sus amigos ni entre sus
opositores. Y se encerró en sí mismo.
En un primer momento se encontró con un placer enfermizo en su desilusión,
su soledad representaba ante sí mismo como una
especie de singularidad. ¿Por cuánto tiempo?
Comenzó a sentirse cansado, a perder el sentimiento
de lo justo, de hombre justo acongojado que le
adormeciera de noche.
Empezó a mentir despierto durante horas, preocupado por una nostalgia
subyacente y, de vez en cuando, sumido en un estado
entre el sueño y la vigilia, experimentando
momentos de pesadilla.
...Como si estuviera caminando por la playa en algún lugar de la isla. La
inmensidad del mar brillaba en los primeros rayos
del sol. Los campos ondulados pacíficamente a los
pies de las montañas yacìan
en el tenue frío que
la mañana arrastra. Por encima, la masa verde de la
montaña se elevaba
en el aire.
Y pensar que toda esta belleza que lo sojuzgaba
ya no estaba accesible. Sólo podía
sentir a su alrededor la presencia deseable e
indeseable de las personas, extendiendo la mano de
la amistad y, al mismo tiempo, dando la espalda a esta. Todo lo que podía sentir era un dolor hueco, una sensación vaga, como si
hubiera sido privado de algo, sin la cual la belleza
de su isla perdìa todo significado.
Su cuerpo se puso pesado, como el plomo. Sus pies se hundían cada vez más
en la sustancia espesa que, de alguna manera
inexplicable, era a la vez la arena mojada y su
propio ser. Hasta que, al final, no pudo liberarse más
y se quedó allí con
sus raíces,
lagrimeo desmarcarse entre la realidad que veía con
sus ojos y el mundo imaginario dentro de él.
Sin embargo, al llegar, regresó a la obstinación de su voluntad
independiente, a
evitar ver
el significado de los sueños –pese
a que se
dio cuenta de que iba a hacerlo sufrir sin esperanzas
de redención.
11
No sé lo que me hizo pensar que en las montañas
boscosas que encontraría refugio del ruido y el
aire viciado que nos ahoga en las ciudades.
Puede que haya sido la necesidad de una
esperanza.
Pero cuando me encontré allí un domingo y traté de volver sobre mis
viejas canciones, me sentí desilusionado. Me senté
a un lado de la carretera y sonreì con amargura a
mi esperanza inocente, mientras observaba la
multitud de la que dichosa,
adornada con sus coches como salvajes adornados con
cuentas y plumas, perseguìa
su propia cola como si estuvieran en una enorme
prisa por
llegar a algùn
sitio, que asfixiaba tanto a
los pinos como a
mi espíritu con polvo.
Un
momento en que el "chuck chuck" de una
perdiz se oía desde el fondo de un barranco, parecía
como un grito de desesperación proveniente
de las entrañas de la montaña. Un instante después
un entrenador, lleno de voces jóvenes y canciones,
apareció alrededor de la curva. Subiò
y se detuvo a mi lado en la cima de la quebrada junto
a una
multitud ruidosa y colorida de adolescentes y niñas
que
salieron
de ella.
Tal vez la presencia de la juventud fue un soplo de aire fresco, pero me dejó
frío y no cambió mi depresión, ni mi estado de ánimo
crítico frente a lo que consideraba las
afectaciones vacías de la juventud: ropas
necias, modales descuidados bastante negativos y nada más.
Estaba a punto de levantarse e irme cuando me di cuenta de
Cristina
que
estaba entre ellos.
Ella
me vio también y corrió hacia mí en forma
agradable. Se
veía preciosa
en sus anchos
pantalones de colores, la
camiseta
roja y el
cabello
castaño, ondeando en el viento. Yo quería mucho a esta
niña y sabía que yo era
su tío favorito. Pero últimamente mis pensamientos
se habían mantenido entre lo que quería para ella siendo
ella muy
joven para tener su propio punto de vista y la
incapacidad mìa
de
comprender qué era lo que màs quería, ahora que ella con
sus propias opiniones no se ocupar de
las mías.
Era como si estuviera en un banco, en el opuesto,
junto con los otros niños de su generación,
siguiendo su camino sin ningún significado para mí.
Ella era entusiasta y tenìa prisa.
–Vamos a dar un paseo por el bosque junto a la
caída de agua, –dijo, y corrió de nuevo hasta
sus amigos.
Sin yo quererlo, me había contagiado un poco su alegría de vivir. Mi
estado de ánimo cambió; vi la multitud de jóvenes
en
dispersión hacer su camino triunfal al bosque, niños y niñas
juntos, corriendo alrededor y gritando; algunos
en parejas, con los brazos alrededor de los hombros del otro...
A medida que avanzaban en la distancia, Cristina se dio la vuelta y me
gritó adiós, agitando su mano derecha en el aire. No se me ocurre por qué,
pero aquella
onda
que
me hizo con
su mano me hizo pensar
en su abuela con
quien tenìa algùn parecido,
pese a
todos los cambios de nombre y demás. Era, como si
la sabiduría de la tía Cristaluz,
sabiduría que provenìa
de su corazón, hubiera
volado a
través de mi mente como un viento fresco,
esparciendo sospechas y temores.
¿Cómo, –reflexioné–, se puede esperar que los niños se sientan
obedientemente en la jaula a la que sus padres han
aterrizado con
toda su complacencia? ¿Cómo se puede esperar que
no obedezcan
al impulso que los lleva a aplastarse
en los bares?
Desde la vertiente opuesta, llegó una vez más el sonido de llamada de
la perdiz. Esta vez se trataba de un mensaje de esperanza de una nueva generación
rebelde.
__
"Pentadaktylos" (literalmente, "cinco dedos") es la
característica más sobresaliente del Rango de
Kyrenia, un pico que parece empujar cinco dedos
hacia el cielo.
Traducido del griego por Jack Gaist 52 REVISTA DE LA DIASPORA HELÉNICA
|