El pecado de mi madre
Giorgios Vyzenos
No teníamos otra hermana que Annie. Era la consentida de nuestra pequeña
familia, y prácticamente todos la amábamos. Pero
de todos, quien más la amaba era mi madre. En
la mesa siempre sentaba Annie a su lado y le daba lo mejor que hubiera. Y aunque nos vestía con los
vestidos de nuestro difunto padre, a Annie se los compraba nuevos.
Nunca la obligaba a asistir a la escuela; si gustaba, permanecía en casa, algo
que a nosotros, jamás nos permitía de manera
alguna.
Tales excepciones podían engendrar celos perjudiciales en
los niños; incluso en aquellos tan pequeños como
mis hermanos y
yo, en el contexto de tiempo cuando suceden estas
cosas. Pero téngase en cuenta que en lo más
íntimo,
sabíamos que mi madre nos daba afecto imparcial e
igual a todos. Estábamos seguros de que eran
sólo manifestaciones afectuosas externas, cuya
benignidad sólo se daba a la chica de nuestro hogar.
Y no sólo aceptábamos este especial tratamiento
hacia ella, sino que ayudábamos a incrementarlo.
Pues Annie, aparte de ser la única hermana, era frágil y enfermiza. Incluso el regalón
de la casa, huérfano de padre desde el útero,
aquel que tenía
derecho a cosechar del bien maternal más que
todos, había cedido su derecho ante su pobre
hermana sin vacilar, porque Annie no era arrogante ni
exigente en esto.
Por el contrario, se portaba muy amable con nosotros, y a todos nos amaba. Y,
curiosamente, su
ternura hacia
nosotros no disminuyó ni con su enfermedad, todo lo
contrario. Recuerdo el negro de sus ojos grandes
vivaces y sus cejas arqueadas cercanas, que se veían más oscuras mientras más pálida se
notaba su cara. Tenía una cara somnolienta y melancólica,
en la que un trazo de felicidad se asomaba
cuando estábamos todos reunidos cerca.
Por lo general, solía guardar bajo su almohada la fruta que como medicina le daban las mujeres
del vecindario y nos las repartía cuando llegábamos
de la escuela. Esto, secretamente, porque
siempre enfurecía a nuestra madre que no consentía
que nos comiéramos lo que su hija enferma apenas había
probado.
Sin embargo, la enfermedad de Annie fue haciéndose peor y la atención de
mi madre creció similarmente. Mi madre no había
salido de
la casa desde que murió mi padre. Porque
habiendo enviudado muy joven, se avergonzaba de
la libertad que aun en Turquía se daba a la madre
de muchos hijos. Pero desde el día en que Annie
cayó enferma, echó de lado su modestia. Si alguien había
contraído una similar condición, corría a saber
cómo se había sanado. Si en algún lugar cierta anciana de viso extraño aparecía o alguien famoso
por sus conocimientos de hierbas medicinales, no
dudaba en pedirles ayuda. Un entendido, según
conocimiento popular, lo sabe todo. Y personas que
poseen tales poderes supernaturales, a veces se
esconden tras la apariencia de un pobre caminante.
El gordo barbero vecino, nos visitó por cuenta propia y como si tal fuera su
derecho. Era el único médico autorizado en nuestra
región. Tan pronto lo vi, corrí para el pulpero
porque no se acercaría a la niña enferma sin antes
tomarse, cuanto menos, cincuenta tragos de raki.
–Soy un viejo −le dijo con impaciencia a mi madre−, soy un hombre
viejo, buena mujer y si no “empino el codo”, que me
da cosquilllas, mis ojos no ven bien.
Y no mentía. Mientras más bebía, más fácil parecía
discernir cuál de nuestras gallinas en el patio era más
gruesa a fin de llevársela cuando se fuera.
Aunque mi madre había dejado de usar de sus medicamentos por buen tiempo,
todavía le pagaba regularmente y sin pesar.
Primeramente, por no disgustarlo; segundo, porque la
consolaba muy a menudo diciéndole que el curso de
la enfermedad seguía por buen rumbo y conforme a lo
que la ciencia podía esperar a partir de sus
recetas. Esto último, por desgracia, era muy cierto.
La condición de Annie avanzaba con lentitud de
modo imperceptible, siempre hacia lo peor. Y lo
prolongado de este mal imperceptible fue
transformando a nuestra madre en otra. Como toda enfermedad
les era desconocida, la gente creía que como
desorden natural, esta cedería al conocimiento
médico rústico del lugar o sino la conducirla a la
muerte en poco tiempo. Y tan pronto persistiera
o se hiciera crónica, se atribuía a causas
sobrenaturales. El
enfermo, ubicado en un
lugar maldito, debía cruzar de noche el río
en el momento en que las nereidas celebraran sus orgías
invisibles o, tal vez, pisar un gato negro, después de
todo, no sería otro que el mismo diablo disfrazado.
Mi madre en un principio era más devota y menos supersticiosa; primero
porque miraba aquellos diagnósticos con horror y
porque se
rehusaba a los encantamientos sugeridos por
temor al pecado. Ya el
sacerdote había recitado los exorcismos del mal
sobre la niña enferma, en caso de alguna
eventualidad. Pero ahora, había cambiado de
parecer. A medida que la condición de debilidad
incrementaba, el amor materno triunfaba sobre el
temor al pecado y la religión cohabitaba con la superstición. Al lado de la cruz,
en los pechos de Annie, ella colgó un amuleto con
unas misteriosas palabras árabes. Al agua bendita le
seguía la brujería, y tras la oración sacerdotal,
los hechizos. Pero todo en vano. La niña seguía
peor y nuestra madre paulatinamente irreconocible.
Podía decirse que se había olvidado de sus otros hijos.
En cuanto a quién nos alimentaba o nos bañaba o remendaba nuestras ropas,
ella siquiera se enteraba. Una anciana de la aldea de
Sofidiosa, quien vivía bajo nuestro techo por
largos años se ocupaba, según le permitía su edad
matusalénica. Hubo tiempos en que no veíamos a
nuestra madre por días. Y cuando todos aquellos
medios se agotaron y todo remedio intentado,
arribamos a nuestro último refugio. Mi madre alzó en brazos la
estropeada niña y la cargó hasta la iglesia en
cuyo milagroso lugar, con la esperanza de que así
sería detenido el mal, nos acomodamos. En la
Iglesia, con una vela amarilla, ante los íconos
sagrados, la imagen de María y el frío suelo, colocamos a nuestra sola y única hermanita,
el dulce
objeto de nuestros anhelos.
Todo el mundo decía que estaba poseída por el maligno. Mi madre ya no tenía
dudas de ello y hasta la propia enfermita lo percibía.
Por tanto, debía permanecer cuarenta días con
sus noches en la iglesia, ante el altar, ante la
Madre del Salvador, confiada en su misericordia y
compasión, a fuer de quedar libre de aquella satánica
aflicción que por dentro le consumía, royéndole
inmisericorde el tierno árbol de su vida. Cuarenta
días y noches. Porque
es terrible el poder de resistencia de los
demonios en la invisible batalla de la gracia divina
contra ellos. Tras tal periodo, el mal es derrotado
y desaparece con toda su desgracia. No faltaron historias en
las que el afligido siente en su organismo los
retortijones de la final batalla y al enemigo
huyendo en forma extraña; sobre todo, en el momento
exacto en el que el sacerdote portando la sagrada forma
canta
el “Con temor.”
Los débiles quedan aplastados bajo el tamaño del tremendo milagro que se ha
operado. Mas no hay de qué arrepentirse. Porque si
perdieran la vida, al menos ganarían algo más
valioso: la salvación de sus almas. La posibilidad de
todo esto preocupó profundamente a mi madre, quien
enseguida acomodó
a Annie y comenzó a preguntarle solícitamente
cómo
se sentía. El carácter sagrado del lugar, la vista
de las imágenes, la fragancia del incienso tenía
al parecer un favorable
efecto a su espíritu melancólico. Luego de
unos instantes se animó y comenzó a charlar con
nosotros.
–¿Con quién quieres jugar primero –mi madre le preguntó con ternura−
con
Christakis o con Giorgi?
La enfermita lanzó una mirada de soslayo, expresiva, como si la
reprendiera por ser indiferente a nosotros, y
contestó lenta y pensativamente:
–¿A cuál de los dos quiero? No quiero a uno sin el otro. Yo quiero a todos
mis hermanos.
Mi madre se conmovió de culpa y permaneció en silencio. Luego de un
tiempo, trajo
a otro de nuestros hermanos a la iglesia, sólo
por aquel primer día. Más tarde, despidió a los demás y se quedó
conmigo a su lado. Todavía recuerdo la impresión
que causó en mi imaginación infantil aquella
noche en la Iglesia. La tenue luz de las lámparas
delanteras del iconostasio, solo hacían más
asombrosa la oscuridad frente a nosotros como si hasta
ese momento hubiéramos estado por completo en la oscuridad.
Cada vez que la flama temblaba me
parecía que el santo en el ícono, en la pared
contraria, había comenzado a cobrar vida y se
movía
luchando por librarse de la madera para descender al
suelo en sus ropajes rojos y amplios, con el halo en
su cabeza y sus vigilantes ojos en aquel rostro pálido e
impasible. O cuando el viento frío aullaba por
las ventanas altas, y agitaba ruidosamente sus pequeños
vidrios, y yo creía que los muertos, enterrados
alrededor de la iglesia, trataban de subir por las
paredes y penetrar adentro. Así, paralizado del
terror, vi muchas veces frente a mí un esqueleto
con sus manos extendidas y descarnadas, listo para calentarlas
en el brasero que ardía frente a nosotros.
Y, sin embargo, no me atrevía mostrar la menor aprehensión por amor a mi
hermana, considerando un gran honor estar cerca de
ella y por mi madre, quien me habría enviado a casa
de haber sospechado el más mínimo temor en mí.
Así, durante las noches subsiguientes, mientras sufría aquellos miedos con
forzado estoicismo, y llevaba a cabo con presteza
mis obligaciones e intentaba portarme lo más grato
posible.
Los fines de semana prendía el fuego, buscaba agua, y barría la iglesia.
En días festivos y domingos de madrugada, guiaba a
mi hermana de la mano y la ayudaba a estar de pie
oyendo lo que el cura leía ante la hermosa puerta.
Durante el servicio, esparcía la frazada de lana en
la cual la enfermita se acostaba boca abajo para que
el sacerdote, portando los sacramentos, pudiera pasar
sobre ella. Al finalizar el servicio, traía su
almohada frente a la puerta izquierda del santuario
interior, de suerte que ella pudiera arrodillarse o
el sacerdote poner su mano sobre ella y hacer el
signo de la cruz sobre su rostro diciendo: Por tu crucifixión, oh Cristo, la
tiranía ha sido destruida, el poder del enemigo
aplastado, etc.”
Y en todas estas cosas, mi pobre hermana me seguía con su semblante pálido
y melancólico, con sus pasos lentos e inciertos,
atrayendo la compasión de los fieles que imploraban con rezos
su recuperación que tardaba
lamentablemente en llegar. Al contrario,
la humedad, el frío y, sí, el horror de aquellas noches
en la iglesia, no tardaron en tener su efecto
negativo sobre la enfermita, cuyo estado comenzó
a inspirarnos lo peor. Mi madre se dio
cuenta y comenzó a mostrar notable
indiferencia a lo que no estuviera relacionado con la niña
directamente. Y no hablaba con
nadie excepto con ella y con los santos a quienes rogaba.
Un día, me le acerqué sin que lo notara, mientras ella lloraba de rodillas ante
la imagen de Cristo, escuché:
–Llévate al que quieras, –decía, pero déjame mi niña. Veo que es
seguro cuanto ha de pasar. Te has acordado de mi
pecado y determinaste llevarme un niño de castigo.
¡Gracias, Señor!
Después de varios momentos de profundo silencio, en el que podían oírse
sus lágrimas gotear sobre las baldosas, suspiró desde
lo más profundo de su corazón y, titubeando un
poco, añadió:
–Traje conmigo ante tus pies a dos de mis hijos... ¡Permite que me quede
con la niña!
Mientras la oía, un escalofrío helado recorrió mis nervios
y mis oídos me zumbaban. No podía oír más
aquello. En el momento en que me percaté, mi
madre, sobrecogida por una agonía terrible, cayó
rendida sobre el mármol del piso, y yo, en vez de correr
en su ayuda, me apresuré a salir de la iglesia
corriendo frenético y gritando a todo pulmón, como
si la muerte misma me estuviera persiguiendo.
Mis dientes castañeaban de pavor y yo corría y continuaba corriendo. Y
sin darme cuenta, ya había llegado a considerable
distancia de la iglesia. Me detuve entonces a tomar aliento y
ver quién venía detrás de mí. Pero no había nadie.
Poco a poco comencé a entrar en razón y me puse a reflexionar.
Reuní todos mis gestos de ternura y cariño hacia mi madre y traté de
recordar cuándo la habría ofendido, cuándo la
habría
desobedecido, pero no recordaba. Al contrario,
encontré que desde que nació mi hermanita, no sólo
no me había querido como yo deseaba, sino que me
había ido dando de codo, cada vez más. Entonces comprendí por qué mi padre se dio a la costumbre
de llamarme “el equivocado”. Me sobrecogió un
sentido de injusticia y lloré:
–¡Ay!, –decía–, mi madre, no me quiere ni me ama. Jamás volveré a esa
iglesia. Regresé a casa triste y deprimido.
Mi madre no tardó en seguirme con la niña. Porque el sacerdote, conmovido por mis gritos, había
entrado en la iglesia y al ver la niña enferma,
pidió a mi madre que la removiera de allí.
–Dios es grande, hija, –le dijo –y su gracia llega al mundo entero. Si ha de
sanar tu hija, lo mismo lo hará en tu propia casa
que aquí.
¡Infeliz la madre que aquello escuchaba! Porque eran las razones típicas con que los curas consuelan generalmente
a los moribundos, para que no entreguen su espíritu en la
iglesia o profanen la santidad del lugar.
Cuando volví a verla de nuevo, estaba tan atribulada como antes. Aun
así se comportó muy dulce y gentil conmigo. Me
tomó en sus brazos, me arrulló, y me besaba
tiernamente, una y otra vez. Yo creí que trataba de
compensarme por lo que había dicho. Pero
aquella noche no pude comer ni dormir. Yacía en mi
cama con los ojos cerrados, y atentos mis oídos a cualquier movimiento
de mi madre,
quien
como siempre, velaba al lado de la enferma. Sería
tal vez medianoche cuando empezó a moverse de un
lado a otro por
el cuarto. Supuse que estaría preparando la cama
para acostarse, pero no. Después de un rato, se
sentó y en voz queda inició un cántico fúnebre.
Era el cántico fúnebre de mi padre. Ella solía
cantarlo con frecuencia antes de que Annie enfermara,
pero esta era la primera vez que lo escuchaba desde entonces. El canto lo compuso, para el
sepelio de mi padre a pedido de ella, un gitano
andrajoso quemado del sol, muy conocido en
nuestra área por su habilidad para componer tales cánticos.
Todavía puedo ver su negro y grasoso cabello, sus
pequeños y centelleantes ojos y su peludo pecho
desnudo. Se sentó adentro pasando el portón en el patio,
rodeado de cachivaches de cobre recogidos para
soldar. La cabeza echada a un lado, acompañaba el enlutado canto con
los tonos quejumbrosos de su
lira de tres cuerdas.
Mi madre estaba frente a él, Annie en sus brazos, escuchando anegada en
lágrimas. Yo apegado a su traje, tapando mi rostro
con los pliegues de su falda; porque en verdad,
pese a lo dulce de la melodía, el rostro del
cantor me atemorizaba.
Cuando mi madre se aprendió la luctuosa canción, desató una
punta de su velo y de allí sacó dos monedas, −en aquel
tiempo teníamos bastante−, y la dio al gitano.
Luego le brindó pan y vino más algunas sobras de
comida. Y en tanto almorzaba en los bajos, mi
madre permanecía en el piso de arriba, repitiendo
el canto constantemente para memorizarlo. Debe de haberlo encontrado
precioso, pues cuando el gitano estaba por marcharse, corrió tras
él para entregarle unos
pantalones que habían sido de mi padre.
–¡Dios haya perdonado a tu marido, mujer! –Dijo el bardo sorprendido,
cargando sus utensilios de cobre cuando se marchó de nuestro
patio.
Este era el canto que mi madre entonaba aquella noche. Lo escuché y dejé correr
mis lágrimas en silencio, pero no me atrevía a
moverme. ¡De repente, olí fragancia de incienso!
–¡Oh – me dije–, murió nuestra pobre Annie! Y me levanté del colchón.
Entonces me encontré ante una escena mucho más extraña.
La pobre niña respiraba pesadamente, como siempre. A su lado, había
colocado un traje de
hombre, ordenado como si lo fueran a vestir. Y en el
taburete cubierto de un paño negro, una
palangana llena de agua y dentro dos velas prendidas,
una a cada lado. Mi madre de rodillas, echaba el incienso sobre aquellos objetos y
observaba muy cuidadosamente la superficie del agua.
Debo haberme puesto amarillo del miedo. Porque cuando me notó, corrió a
calmarme.
–No temas, hijo, –dijo misteriosamente – son los vestidos de tu padre.
Ven y ruega conmigo a tu padre para que llegue y la
sane.
Y me hizo hincarme cerca. Yo grité:
–¡Ven, y llévame, padre, para que Annie se ponga bien! –ahogado en mis sollozos.
Y di una mirada lastimera a mi
madre, para demostrarle que sabía que oraba para que
me muriera en lugar de mi hermana. No me daba cuenta
de que con esta acción, −qué tonto yo−, la arrojaba
a ella a mayor desesperación. Creo que ella ya me perdonó, pues en ese entonces, era muy joven
e incapaz de reconocer cuánto bien había en su corazón.
Luego de profundo silencio, quemó incienso de nuevo sobre aquellos objetos, concentrando
su atención
en el agua de la palangana y
en el taburete. De repente, una pequeña mariposa circuló por encima y tocó ligeramente la
superficie de todo aquello. Mi madre se inclinó
reverentemente e hizo la señal de la cruz como en
la iglesia cuando el cura pasa con los sacramentos.
–¡Persígnate−, hijo mío! −Susurró profundamente conmovida y temerosa de
levantar sus ojos.
Obedecí mecánicamente.
Cuando la pequeña mariposa voló al fondo de la habitación, mi madre
suspiró con alivio, se levantó y con alegría
notable, afirmó:
–¡Esa era el alma de tu padre! –dijo–, mirando con devoción y afecto el
vuelo de la mariposa. Luego
bebió del agua y me hizo también beber de ella.
Recordé entonces, que en el pasado nos había hecho beber agua de aquella
palangana, tan pronto nos levantábamos. Y cuando esto
hacía pasaba el día entero alegre y festiva como
si disfrutara alguna grande, pero secreta dicha.
Tras hacerme beber, pasó adonde Annie recipiente en mano. La enferma no dormía, pero
no estaba totalmente despierta. Sus párpados
entreabiertos y sus ojos entrecerrados, miraban
a
través de las densas pestañas.
Mi madre, con sumo cuidado, levantó el demacrado cuerpo de
la niña, mientras sostenía su cabeza en una mano,
y con la otra le ofrecía del recipiente humedeciendo
sus labios marchitos.
–Ven, mi amor, −decía, toma de esta agua para que sanes.
La paciente no abría los ojos, pero parecía oír su voz y comprendía. Sus
labios se abrieron en una sonrisa dulce y agradable.
Entonces, sorbió unas gotas de agua que estaban destinadas a
curarle, pues enseguida
que tragó el agua, abrió los ojos e intentó
respirar,
mientras
un suspiro se le escapaba y cayó pesadamente sobre
el antebrazo de mi madre.
–¡Pobrecita Annie! ¡Ya está libre de todos sus tormentos!
Muchos reprochaban a mi madre que, aunque innumerables mujeres que no eran
familia habían llorado sobre el cadáver de mi
padre, ella solo virtió lágrimas
silenciosas. La pobre mujer lo hacía por temor a
ser malentendida y para no sobrepasar los límites de
la modestia, pues había quedado viuda muy joven.
No era mucho mayor al morir mi hermana. Pero ahora no le daba el menor
pensamiento a cuanto el mundo pensara de sus
desgarradores lamentos. Todo el barrio se levantó y
vino a consolarla. Mas su dolor era tan increíble
como inconsolable.
–Se volverá loca –murmuraban quienes la veían arrodillarse ante las
tumbas de mi padre y de mi hermana.
–Los abandonará a su suerte, –decían quienes la encontraban por la
calle, –sus otros hijos serán abandonados y quedarán al descuido.
Se necesitó algún tiempo, más amonestaciones y reprimendas de la iglesia, para
que entrara en razón y se acordara de sus
hijos sobrevivientes; para que retomara de nuevo
sus deberes hogareños. Para que se diera cuenta en qué
nos habíamos convertido tras la larga enfermedad de
nuestra hermana. Todo el dinero del hogar había ido
a
parar al médico y se había gastado en medicinas. Ella
vendió las sábanas de lana, obra de sus propias
manos, y muchas alfombras kilimia por pequeñas
sumas, o las había regalado en premio de compensación a
charlatanes y encantadores. Otras, nos las robaron
estos útimos, sacando ventaja de la falta de
vigilancia que prevalecía en el hogar. Además, teníamos
poco ya de qué vivir, nuestros recursos alimenticios
se habían extinguido; pero esto, en lugar de
disuadirla la animaba más que
antes de Annie enfermarse.
Mi madre moderó su pena, o sería mejor decir que lo ocultaba
mucho mejor. Logró
sobreponerse a su timidez por edad y sexo y, pala en
mano, se alquiló como obrera como si nunca hubiera
disfrutado de una vida más cómoda e independiente.
Por mucho tiempo nos mantuvo mediante el sudor de su
frente. Los salarios eran bajos y nuestras
necesidades grandes, sin embargo, rehusaba que
ninguno de nosotros aliviara su carga trabajando a
su lado.
Hacía planes futuros y los examinaba en el hogar día a día. Mi hermano
mayor aprendería el oficio de mi padre, a fin de
tomar su lugar en la familia. Yo estaba destinado, o
al menos eso deseaba, a irme fuera como pasó. Pero
primero se hacía necesario aprender de letra,
terminar nuestra escuela. Porque, como ella solía decir:
“Sin educación, son troncos sin pulir”.
Nuestros apuros económicos llegaron al máximo
cuando hubo una sequía en todo el país y el
precio de los alimentos subió. Pero mi madre, en vez de
preocuparse de cómo nos alimentaría, aumentó el número
de bocas, tras una larga búsqueda, cuando adoptó una niña
ajena. Este hecho, sin duda cambió la monótona y austera
vida familiar introduciendo una nueva y abundante viveza.
La ceremonia de adopción tomó aire festivo. Nuestra madre nos vistió
con nuestras mejores galas, limpios y bien peinados,
y nos condujo a la iglesia como si fuéramos a
recibir la comunión. Cuando acabó el servicio, nos
detuvimos frente una imagen de Cristo, en medio de
una muchedumbre y en presencia de sus verdaderos
padres, donde recibió su nueva hija en adopción de manos del
cura y prometer para que lo oyeran todos que se
comprometía a criarla y amarla como si fuera de su carne
carne y su hueso.
La entrada de la niña en casa no fue de menor triunfo y pompa. La mayor de la comunidad y mi madre con la niña,
precedían la procesión, luego íbamos nosotros.
Nuestros familiares y los de la nueva hermana, nos
siguieron hasta el portón de nuestro patio. Afuera,
la mayor tomó la niña en manos, la alzó y mostró por
unos momentos a todos los presentes.
Entonces dijo voz alta:
–¿Quién de ustedes es más pariente o padre o familiar de esta niña
que la propia Miguelina y sus críos?
El Padre de la niña, pálido, miraba apesadumbrado. Su esposa,
recostada en su hombro, lloraba. Mi madre temblaba
de miedo que alguno respondiera “yo” tronchando su alegría. Pero nadie
lo hizo.
Entonces, los padres la abrazaron por vez última y se marcharon junto a
sus otros familiares,
mientras los nuestros entraron con la mayor a
disfrutar de nuestra hospitalidad.
Desde ese momento, mi madre comenzó a prodigar a nuestra flamante hermana, atenciones que ninguno de nosotros había
recibido a esa edad y en tiempos mejores. Mientras
tanto yo, poco después, era un triste nostálgico y
vagabundo en tierra extraña; mis hermanos dormían
por otro lado de aprendices en talleres de algunos
artesanos y la niña
ajena reinaba en nuestra casa como si fuera la suya
propia.
Los irrisorios salarios de mis hermanos podrían haber aliviado a nuestra
madre, y por esta razón se lo entregaban, pero en
lugar de usar el dinero para el alivio de nuestra
carga, lo empleaba para dar a la niña una dote, así
que continuó trabajando muy duro como siempre. Yo
estaba lejos, muy lejos, y por muchos años ignoraba
cuanto acontecía en nuestra casa. Pero antes de que
pudiera regresar, la niña ya había sido criada y
educada, acumulado dote y finalmente se había casado,
tal y como
si verdaderamente hubiera sido parte de
nuestra familia.
Su matrimonio, deliberadamente apresurado, fue causa de auténtica alegría entre mis hermanos. Los pobres respiraron
de alivio al levantárseles aquella sobre carga.
Y con razón, porque aquella
hija, aparte de que jamás sintió afecto de
hermanos hacia ellos, fue bien desagradecida con
la mujer que la había cuidado y mostrado el
profundo afecto que pocos hijos legítimos suyos
disfrutaron. Así, tenían buenas razones
para alegrarse y suponían que nuestra madre hubiera
ya aprendido su lección.
Imagine su estupefacción cuando, días después de la boda, se
presentó en casa con una segunda niña, una bebé en
pañales, arrullándola tiernamente en sus brazos
–Pobrecilla – decía inclinándose amorosamente ante su rostro. No era
suficiente que hubiera quedado huérfana en el vientre,
sino que muere su madre y la deja tirada por ahí en la calle.
Y feliz de la infortunada coincidencia, la exhibía ante mis hermanos
mudos de la sorpresa, como botín
de su victoria.
La reverencia filial era muy poderosa, y la autoridad de mi madre, inmensa,
pero mis pobres hermanos se hallaban tan decepcionados
que no dudaron en dejarle saber que mejor sería desistir de sus planes. Pero ella se
les mostró muy
poco convencida. Entonces, demostraron abiertamente su
insatisfacción negándole el manejo de su dinero.
Todo en vano.
–No tienen que darme nada, –decía mi madre, –trabajaré y proveeré para
ella como lo he hecho con ustedes. Y cuando mi Giorgios
regrese del extranjero, él le dará dote
y la casará. ¡No lo duden! ¡Me lo prometió!
¡Proveeré para ti y tu niña adoptiva, madre! ¡Sí!
Eso es lo que dijo. ¡Dios me lo bendiga!.
Giorgios soy yo. Y sí, había hecho aquella promesa, pero mucho más
temprano en el contexto de cuando ella trabajaba para mantener
a nuestra
primera hermana adoptiva y a todos. Yo la acompañaba
durante las vacaciones de escuela, jugando a su lado,
mientras ella cavaba o desyerbaba. Un día,
suspendimos el trabajo y volvíamos del campo
huyendo de un calor insoportable que logró que ella
se desmayara. En el camino, cayó un
aguacero torrencial de los que caen en nuestra zona,
tras haber recibido el caliente hechizo o
“calentón” como le dicen nuestros paisanos. No estábamos demasiado lejos de la aldea,
pero debíamos cruzar una corriente crecida. Mi madre quiso
colocarme sobre sus hombros,
pero me rehusé.
–Estás muy débil por el desmayo –le dije –, podrías dejarme caer al
río.
Y agarrando mis vestidos, me arrojé a la corriente antes que pudiera aguantarme.
Pero había tenido más confianza de la debida en mi propia fortaleza, porque
antes de
que pensara en salirme de allí, me fallaron las
rodillas y perdí el pie, cayendo en la corriente como
cáscara de nuez.
Un grito desgarrador de horror es todo cuanto recuerdo de después de
aquello. Fue la voz de mi madre, que se había tirado a la
corriente para salvarme. ¿Fue de milagro que
yo no causara su ahogamiento o el mío? Cuando
dicen que "se lo llevó el río", se trata
de alguien que se ahogó cruzando este particular cuerpo de
agua... Sin embargo, mi madre, débil como estaba,
agotada como iba, y pesada por el agua acumulada en
su traje provinciano, no dudó en exponer su vida al
peligro, aun cuando se tratara de aquel hijo suyo,
el que
había ofrecido a Dios a cambio de la primera niña.
Cuando llegó a la casa y me bajé de sus hombros, todavía me encontraba
asombrado. Por eso atribuí el percance, no a mi
falta de cuidado, sino a la obra de mi madre:
–No trabajes más, mamá, –le dije–, mientras me vestía con ropa seca.
–¿Y quién
se va a ocupar de nosotros, si no trabajo yo?
–preguntó
suspirando.
–Yo lo haré, madre, yo–respondí con infantil exhuberancia.
–¿Y nuestra hija adoptiva?
–¡Por ella también!
Mi madre sonrió involuntariamente, debido a la actitud impositiva que asumí.
Entonces dio fin a la conversación, diciendo:
–Date alimento a ti primero que ya veremos.
Poco después de esto, partí para el exterior.
Es muy probable que ella no prestara gran atención a mi promesa. Yo, sin
embargo, siempre me acordé de su falta de egoísmo
al darme una segunda oportunidad en la vida, pues a ella
se la debía de primeras. Es por eso que
mantuve la promesa en mi corazón y mientras más
crecía, más me sentía obligado a cumplirla:
–No llores madre mía, me marcho a ganar dinero, –le dije al partir–. No lo
dudes. De ahora en adelante, proveeré para ti y
para la niña
adoptiva, pero por favor, no quiero que trabajes más,
¿oíste?
Yo no sabía que un chico de diez años no podía mantenerse por sí solo,
mucho menos a su madre en la distancia.
Nunca llegué a imaginar las temibles aventuras que me aguardaban, ni cuánta
pena causaría por la separación en la que
yo creía aliviarle su carga. Por años, no solo no
pude enviarle nada, mucho menos carta alguna. Estuvo años
recorriendo la calle, preguntando a los transeúntes
si me habían visto en algún lado. A veces, alguien
le decía que yo estaba en Estambul, en la
miseria y que me había hecho turco.
–¡Que se muerdan la lengua quienes dicen tal mentira! – respondía mi
madre. ¡Ese de quien hablan no puede ser mi hijo!
Pero luego de un tiempo, temblando de temor, se encerraba en nuestro
santuario y oraba a Dios, que me devolviera a la fe
de mis padres. Otras, le decían que había
naufragado en las costas de Chipre y mendigaba por
las calles.
–Que el fuego los ase, –replicaba–, lo dicen por celos. Mi hijo ya debe haber
hecho una fortuna y debe haberse ido en peregrinación
al Santo Sepulcro.
Pero después, salía a la calle a interrogar a los mendigos
viajantes o a dirigirse adonde hubiera algún rumor
sobre náufragos, en la esperanza de
encontrar en él a su hijo para entregarle sus pocos ahorros, como ocurrió cuando
los recibí de manos ajenas. Sin embargo, cuando la
interrogan mis hermanos sobre la niña adoptiva, se
olvidaba de todo y los amenazaba diciéndoles que, en
cuanto yo regresara del extranjero, los avergonzaría
con mi generosidad dando a la niña su dote y casándola
con ceremonia y pompa.
–¿Eh, y ahora qué dicen? ¡Mi hijo me lo prometió!
¡Bendito sea!
Afortunadamente aquellas malas noticias sobre mí no eran ciertas. Y cuando tras
larga ausencia regresé a casa, estuve en
condiciones de cumplirle mi promesa, al menos con mi
madre que era tan frugal. En cuanto a la hija
adoptiva, no me vio tan dispuesto como esperaba.
Por el contrario, no bien recién llegado, le expresé mis objeciones a que
permaneciera viviendo entre nosotros, ante su asombro.
Aunque en verdad, no me oponía a la
debilidad de mi madre, es más, encontraba su
parcialidad con las niñas cónsona con mis
propios sentimientos y deseos.
No había nada que más deseara a mi regreso que encontrar en la casa una
hermanita cuyo alegre rostro, y atenciones amorosas,
alejaran de mi corazón y mi memoria, el aislamiento y
la melancolía sufridas en tierra extranjera. A
cambio, yo habría estado dispuesto a contarle las maravillas de
las tierras extranjeras, mis
vagabundeos y mis logros; incluso habría
estado propenso a complacerla en cuanto deseara:
bailes, fiestas, incluso le habría dado una dote y,
finalmente, bailaría en su boda.
Pero yo imaginaba una hermana bella, amable, inteligente, educada,
cultivada y diestra en manualidades; en suma, dotada
de las virtudes que conocí en las muchachas de los
lugares por donde anduve entonces. Y en lugar de eso,
¿qué encntré? Lo contrario. Mi hermana
adoptiva era baja de estatura, fea y demacrada, de mala disposición,
mal formada y, sobre todo, lenta de mente, con poco
ingenio; me inspiró antipatía desde el principio.
–Devuelve a Katerina, –le dije un día a mi madre. ¡Devuélvela si me amas!
¡Esta vez te hablo sinceramente! ¡Te traeré otra
hija de la ciudad! Una bien formada, inteligente,
que sea un día adorno de nuestra casa.
De inmediato describí con vivos colores cómo sería la huérfana que le
traería, y cómo la amaría. Al levantar mis ojos,
ella me sorprendió con gruesas y silenciosas
lágrimas que corrían por sus mejillas pálidas,
entrecerrando sus ojos en los que expresaba una
indecible pena.
–¡Oh! –me dijo con desesperación–. ¡Pensé que amarías a Katerina, más
que los otros, pero, me he engañado! ¡Ellos no
quieren ninguna hermana, pero tú quieres otra! ¿Y qué
culpa tiene la pobrecita si Dios la hizo como es? Si
hubieras tenido una hermana carnal estúpida y fea, ¿podrías cambiarla por una
lista y bella?
–¡No, mamá! ¡Por supuesto que no! –respondí. Pero aun así sería hija
tuya como lo soy yo. En cambio esta nada tuyo es, es una
total extraña para todos.
–¡No! –dijo mi madre sollozando, ¡no! ¡La niña no es una
extraña! ¡Es mía! La tomé de los brazos de su
madre muerta, de solo tres meses de vida, cuando lloraba, le
di mi seno para engañarla; la vestí de pañales y la
arrullé en tu cuna. ¡Es mi hija y tú eres su
hermano!
Después de esas palabras, levantó la cabeza majestuosa e imponente, de
modo desafiante, en espera de mi respuesta. No me
atreví a pronunciar palabra. Entonces bajó de
nuevo los ojos y en voz débil, tristemente
afirmó:
–¡Qué se le va hacer! Yo anhelaba que ella fuera mejor, pero mi pecado,
verás, que no me ha sido condonado todavía.
Dios la hizo así, poniendo a prueba mi
paciencia y a la vez con intención de perdonarme. ¡Gracias,
Señor!
Y mientras esto decía, puso su mano sobre el seno derecho, alzó sus ojos
llenos de lágrimas al cielo y se quedó en
silencio por unos largos instantes.
–Algo debe pesar en tu corazón, madre, –dije a continuación, con estremecimiento:
¡No te
enojes! Y agarrando su fría mano, la besé para
apaciguarla.
–¡Sí! –dijo con decisión. ¡Algo pesa aquí, demasiado pesado,
hijo mío! Hasta ahora, solo Dios y mi confesor lo
han sabido. Pero ya eres un hombre educado; a veces hablas
como mi director espiritual o tal vez mejor. Levántate,
cierre esa puerta y ven a sentarte que te hablaré
de eso, tal vez me dé algún consuelo; acaso tú me
compadezcas; quizás logres entonces querer a
Katerina como si fuera hermana tuya.
Estas razones y la forma en que lo decía, me dejaron descorazonado,
presa de una gran confusión. ¿Qué era lo que mi
madre deseaba confiarme pero no a mis otros hermanos?
Ella me había contado todos sus infortunios durante
mi
ausencia. Su vida previa la sabía como un cuento de
hadas. Entonces, ¿qué ocultaba que no se
atrevía a confesar a nadie sino a Dios y a su
confesor? Cuando regresé a sentarme cerca, mis
rodillas temblaban de un miedo vago y poderoso. Mi
madre colgó su cabeza, como un convicto delante de
un juez a quien está a punto de confesar sus terribles crímenes.
–¿Recuerdas tu hermana Annie? –preguntó tras momentos
de silencio aplastante.
–¡Sí, madre! ¡Cómo no la iba a recordar! ¡Fue nuestra única hermana,
murió frente a mis ojos!
–¡Sí! –dijo en un profundo suspiro –, ¡pero no fue mi única hija!
Tú eres cuatro años menor que Cristakis. Un año
después de él, nació mi primera hija.
“Fue para el tiempo en que Fotis Milonas planeaba casarse. Tu difunto
padre quiso dilatar su matrimonio hasta que yo
hubiera terminado mi cuarentena para ir juntos a la
ceremonia. Él también quería llevarme ante todos
y que disfrutara como mujer casada, dado que tu
abuela no me había permitido disfrutar cuando niña.
La boda se celebró de mañana, y en la tarde los huéspedes
se reunieron en casa. Tocaban violines y la
gente comía en el patio, la garrafa de vino
pasaba de mano en mano. Tu difunto padre se divertía,
y alegre me tiró el pañuelo para que me levantara
a bailar. Al verlo bailar, abrí mi corazón a él y
siendo como era tan joven, quise también bailar. Y
bailamos, todos bailamos de talones, pero nosotros
bailamos por más tiempo y mejor. A la medianoche,
llamé a tu padre aparte y le dije:
–Tengo conmigo una bebé de cuna y no puedo quedarme más tiempo. Debe de estar
hambrienta; mi seno está lleno, ¡cómo
lactarla en esta muchedumbre con mi mejor vestido!
Quédate, si quieres disfrutar más. Me
llevo la bebé a casa.
–¡Oh, muy bien, querida mujer! –dijo quien descanse en paz– y me dio una
palmadita en el hombro. Ven a bailar este último
baile conmigo, y luego ambos nos marchamos. Además,
el vino ya
se me sube a la cabeza, necesito una excusa para
irme.
Después de bailar la pieza nos fuimos. El novio mandó a los músicos para
que nos escoltaran hasta la mitad del camino. Pero aún
faltaba mucho para llegar a casa, pues la boda había
sido en Karsimachala. El siervo se fue adelante con la
linterna. Tu padre llevaba la niña y a mí,
igualmente, me llevaba de mano.
–¡Veo que estás cansada, mujer!
–Sí, Miguel, lo estoy.
–¡Vamos, un poquito más esfuerzo hasta que lleguemos! Yo haré la cama.
Siento haberte hecho bailar tanto.
–Está bien, hombre, –le dije. Lo hice por ti. Mañana descansaré.
“Cambié y lacté a la bebé mientras él preparaba la cama. Christaki
dormía junto a Venetia, a quien había dejado vigilándolo.
Poco después nos fuimos a dormir también. Entre
sueño escuché llorar la niña. ¡Pobrecita!–pensé. No se lactó lo suficiente. Y me doble sobre
su cuna para atenderla. Pero estaba muy cansada y no
podía sostenerme. Así que la tomé y la puse cerca
de mí en el colchón y le puse el pezón en su
boca. En ese instante, me sobrecogió el sueño de
nuevo.
"No sé cuanto tiempo pasó hasta la madrugada. Tan pronto sentí que
amaneció,
pensé devolverla a su cuna. Pero al ir a levantarla,
¿qué noto? ¡Estaba inmóvil!
“Desperté a tu padre. Le quité los pañales, la calentamos, frotamos su
naricita, ¡y nada!
–¡Sofocaste al bebé, mujer! –dijo tu padre rompiéndose en llanto. Yo
igual empecé a llorar y a gritar a todo pulmón.
Tu padre puso su mano sobre mi boca diciéndome:
–¡Calla, por qué gritas, burra! –Eso me dijo–, que Dios lo perdone. Llevábamos
tres años de casados y nunca me había dicho algo
semejante. Pero lo hizo en aquel instante: Para
qué lloras, ¿quieres despertar el vecindario a fin
de que conozcan que te emborrachaste y sofocaste tu
propia hija?
“Tenía razón. ¡Sea bendito el polvo que lo cubre! Porque de haberse
enterado la gente hubiera tenido que abrir la tierra
y meterme adentro de pura vergüenza.
"Pero, ¡qué se le va hacer! Pecado es pecado. Cuando enterramos a la niña y
regresamos de la iglesia, empezó el lamento grande.
Ya no lloraba en secreto. Usted
es joven, –me decían–, ya
tendrán
otros. Pero el tiempo pasaba y Dios no
me daba ninguno. ¡Es eso! ¡Dios me castiga por no
ser digna de proteger la niña que me dio! Y me sentía
mal frente a todo el mundo y temía a tu padre
porque todo aquel año pretendió no estar triste
para darme consuelo y valor. Más tarde comenzó a
volverse silencioso y pensativo. Tres años pasaron
sin que pudiera comer con algún disfrute ninguna comida.
Pero luego de esos años, tú naciste. Di muchas gracias a Dios e hice mis
ofrendas.
"Cuando llegaste mi corazón volvió a su sitio. Pero no hallaba paz. Tu padre
quería que fueras niña y un día me lo dejó
saber:
–Es también bienvenido, Despinio, pero yo quería que fuera una niña.
"Cuando tu abuela visitó el Santo Sepulcro, yo envié doce camisas y tres
monedas de oro para que me trajera un perdón por
escrito. ¡Y adivina! Ese mismo mes cuando la abuela
regresó con el perdón, quedé encinta de Annie.
"Cada cierto tiempo llamaba a la comadrona:
–Venga acá, Madama, ¿es una niña?
–Sí, hija, –decía la comadrona – ¿no ves? Es niña. No cabes ya en
tu ropa.
"Y yo me enternecía de felicidad.
"Cuando nació y resultó ser niña, mi alma me volvió al cuerpo. La
llamamos Annie igual que la hija muerta. Así no
faltaba ya nadie en casa.
–¡Gracias Dios mío!, –decía día y noche –. ¡Gracias porque has
levantado mi vergüenza y has limpiado mi pecado!
"Annie fue la niña de nuestros ojos. Tú te pusiste celoso y casi morías
de envidia. Tu padre te llamaba “el equivocado”
porque te había destetado demasiado temprano y me
recriminaba que yo te hubiera abandonado. Me oprimía
el corazón verte dejado pero, verás, yo no podía
dejar de mano a Annie. Temía a cada instante que
algo pudiera ocurrirle. Y tu difunto padre, no
importa cuanto me recriminase, tampoco podía imaginar
que ni una gota cayera en su cabeza. Pero la niñita,
mientras más atenciones recibía, de peor salud se ponía. Uno
podría pensar que Dios se había arrepentido
de entregárnosla. Ustedes eran de mejillas rosadas,
vivos e inquietos. ¡Ella tranquila, suave y
enfermiza! Cuando la vi tan pálida, vino a mi mente
la muertita, y la idea de que la había matado se
apoderó nuevamente de mí. ¡Todo eso hasta el día en que
también mi segunda hija murió!
"Quien no haya pasado por este trago amargo no puede comprender. Ya no tenía
esperanza de tener otra niña, tu padre había
muerto. De no haber habido unos padres que me dieran
su hija para criarla, me habría tenido que escapar a las
montañas. Cierto es que no resultó ser de buen carácter,
pero mientras la tuve y la cuidé, la mimé, sentí
que era mía y propia, y así olvidaba a la que perdí, y
calmaba un poco mi conciencia. Es por eso que te
digo que ahora no me pidas que salga de Katerina, para traer aquí tu buena y
hacendosa niña.
–¡No, no, madre! –le grité– incapaz de aguantarme para interrumpirla.
Ya
no pido nada, después de todo cuanto has dicho; solo
te pido que perdones mi falta de corazón. ¡Yo voy a
querer a Katerina como si fuera mi propia hermana y
nunca diré nada que la desagrade!
–¡Que Cristo y la Virgen María te bendigan! –Dijo mi madre suspirando.
Porque, mira, mi corazón siente piedad por la pobre
criatura y no quiero que nadie hable mal de ella. ¿Qué
voy yo a saber? ¿Sería el destino? ¿Obra de Dios?
No importa cuan mala sea o falta de inteligencia, yo
asumí esa responsabilidad por ella y eso es
suficiente.
"Su confesión me hizo una profunda impresión. Mis ojos se abrieron.
Comprendí muchos de los actos de mi madre, que a
ratos me habían parecido supersticiosos y
otros,
producto de una obsesión. Aquel terrible infortunio
había influido la vida entera de mi madre, todo por
ser sencilla, virtuosa y temerosa de Dios.
Su conciencia del pecado, su necesidad moral de
expiación y al mismo tiempo su imposibilidad, ¡qué
infierno más horrible y despiadado! ¡Por veinte años
largos años, la infortunada mujer había estado
atormentada sin lograr controlar las mordidas de su
conciencia, ni en días afortunados ni en los
desafortunados!
Desde que me enteré de la terrible historia, concentré toda mi atención
en tratar de aliviar su corazón, en tratar de
insistirle sobre la involuntaria e
inevitable naturaleza del pecado en primer lugar y por otro,
en la
infinita misericordia de Dios que
en su justicia no devuelve mal por mal, sino
que juzga conforme a nuestras intenciones. Y hubo un
tiempo en que creí que mis esfuerzos no eran en
vano. Sin embargo, tras dos años de ausencia,
vino a verme a Constantinopla y pensé, qué bueno,
poder hacer
algo impresionante a su favor.
En aquel tiempo yo era huésped de una de las más distinguidas casas de la
ciudad, y me había relacionado con el
Patriarca, Joaquín Segundo. Un día, mientras
hablaba bajo la tupida sombra del jardín, le relaté
la historia de mi madre e imploré su consejo. Su alta posición
religiosa de la que estaba investido, bien podría
hacer que inspirara a mi madre la creencia de una
absolución a su pecado. Aquel anciano de nunca
olvidar, apreció mi fervor religioso y me prometió
su más sincera cooperación. Así, la llevé a confesarse con su
Santidad el Patriarca. La
confesión duró bastante tiempo y por los gestos,
guiños y palabras suyas, me fue dando a entender que
se hallaba obligado a usar toda la fuerza de una retórica
simple y comprensible, para llegar a un resultado
deseable. Mi alegría era indescriptible. Mi madre
se despidió del venerable Patriarca con sincera
gratitud y vino de donde él con tanto contentamiento, tan
exuberante, como si le hubieran levantado una gran
piedra de molino del corazón. Cuando llegamos a la
posada, extrajo de su seno una cruz, regalo de su
Santidad, y empezó a besarla poco a poco sumiéndose en
sus pensamientos.
–Qué buen hombre el patriarca – le dije–. Supongo que ahora te habrá
devuelto el corazón a tu pecho.
Mi madre no respondió.
–¿No tienes nada que decirme, madre? –pregunté–, tras titubear un
instante.
–¿Qué se supone que diga, hijo mío? –respondió pensativa–. El
Patriarca es sabio y santo. Conoce todas las
intensiones, y más aún hasta la voluntad de Dios;
él perdona los
pecados de todo el mundo. Pero, ¿qué puedo
decirte? ¡Es un monje! Nunca ha tenido hijos como
para saber lo que significa haber matado a uno propio!
Y entonces sus ojos se llenaron de lágrimas, y yo me quedé en silencio. |