Giorgios Ioannus


Giorgos Ioannou nació en Salónica, 1927. Fue el primogénito de una familia de refugiados arruinados económicamente. Creció y estudió en su tierra natal, en circunstancias difíciles. Obtuvo su licenciatura en literatura de la Universidad Aristotélica, y en 1960 fue nombrado profesor de griego de educación secundaria. Enseñó en varios lugares (Kinuria, Veggazi, Kalamaria). En 1971 se trasladó a Atenas. Al comienzo fue a una escuela secundaria y más tarde pasó a trabajar al Ministerio de Educación, donde permaneció por el resto de su vida. Publicó en 1954 una pequeña colección poética Los Girasoles, seguida de un segundo libro, otro poemario, en 1963. Desde entonces, se dedicó a la prosa, por la que obtuvo su reconocimiento como hombre de letras. Tradujo textos antiguos, publicó colecciones de canciones populares, cuentos de hadas, obras de teatro, crónicas y estudios. En 1979 fue galardonado con el Premio Gubernamental por su libro Nuestra propia sangre. Su vida de escritor estuvo muy influida por los años de la guerra, la ocupación, la resistencia y la Guerra Civil tal y como se experimentó en Salónica, lugar de crianza.

 

Niebla

Giorgos Ioannou,

De La única herencia, Kedros, 1982

Trad. Alejandro Aguilar

No sé ya que ocurre con la neblina cuando sigue cayendo espesa o se perdió completamente como la escarcha sobre las tejas matutinas. Viendo la escarcha virginal reluciendo por todos lados, decíamos: Hizo frío en la noche o las verduras se van a hacer más dulces con la escarcha, vamos a hacer dolmades.

Cuando llegaba la época de neblina, tenía siempre mi mente puesta en ella. Día tras día esperaba que me cubriera y perderme yo, invisible, en su interior. Me afligía mucho, sin embargo, cuando caía todos los días, a la hora que era castigado con los papeles en la oficina. Rogaba que durara hasta la noche, pero regularmente, alrededor del mediodía, era dispersada por un sol especialmente desagradable.

Pero, una vez, cuando despertaba la tarde, la hora en que decía que iría al cine o a la cafetería, veía por todos lados, desde la ventana, la inmensa vista de la niebla, cambiaba inmediatamente de planes y de rumbos. Levantaba el cuello de la gabardina, bajaba con seguridad las escaleras y me iba hacia la playa, sin más rodeos. La niebla es para que camines en ella. Atraviesas algo que es más denso que el aire y te sostiene. Pero también había algo más, niebla sin puerto es algo incompatible.

La niebla era aún más dulce, cuando se bordaba en lo más alto aquella lluvia, una lluvia muy alta en nuestro cielo. Esa que no te moja, pero te riega solamente para que brote tu cabello la próxima semana. Y entonces adquirían sentido las luces, los tranvías y los cláxones. Incluso las casas se volvían seductoras en la vaporización.

Después llegaba a la cafetería del puerto, aquél que desde hace años está ya destruido, a reencontrarme con mis amigos. Y cuando no estaba ahí -y no estaba nunca ahí- me sentaba horas y esperaba. Detrás de los vidrios caminaban en fila las sombras de aquellos, que ahora han muerto. Pegaban su cara por un momento en el vidrio empañado y otros entraban (a adentro), mientras otros se dirigían al este, a la Torre de la Sangra. Aunque nadie me lo señalara, salía y seguía una sombra, que nunca pude atrapar.

No me acuerdo de dónde venía la niebla, probablemente bajaba de lo alto. Ahora, siempre, sale de lo profundo de los sueños. En aquella época vivíamos cubiertos con un sombrero pesado, que se tomaba con presión para que se mantuviera bien.

Cae mucha niebla, me vuelvo uno con ella, y comienzo. Sigo otras sombras nombrándolas. Camino observando el empedrado; éste en muchas calles y callejones todavía se conserva. No existe, con certeza, dentro de las piedras, la hierba fina, que había brotado entonces. Todo ha sido destruido o secado. Ninguna muerte es buena. Ay, si fuera verdad aquello que dicen, que volveremos a encontrar a todos…

Siguiendo las sombras, entro siempre a la misma calle. Los árboles y las plantas se cosechan en la soledad y en la turbiedad. Se vuelven como castillos enormes. Llego a la arrogante casa cubierta de yedra y follaje. A pesar de que las sombras vacilan como si me señalaran, yo no me acerco al portón. Me imagino que sólo alguna cara querida me convencerá alguna vez a pasar.

Me voy y me vuelvo a perder entre los tranvías, las luces y el movimiento. Mi mente está pegada a la niebla y a todo lo que vi dentro de ella. Intentando olvidarme, camino mucho las noches aniebladas. Siento algún alivio con el caminar. Los grandes castigos se filtran poco a poco en el cuerpo y se canalizan de los pies al piso húmedo.

 

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