Emannuel
Roidis
Las
tribulaciones de un marido sirio
Me da vergüenza confesarlo. Van ocho meses desde la boda y todavía sigo
enamorado de mi mujer, aunque la principal razón
por la que me casé fue porque mi condición de
amante no era exactamente de mi agrado. No creo que
ninguna otra enfermedad sea tan tortuosa. No tenía
apetito ni ánimo, incluso ni disposición para el
trabajo o para la diversión. Fuera de Cristina,
todo lo demás me parecía insípido, sin sal,
desabrido y aburrido. Recuerdo que un día en el
hotel, hice reír a todo el mundo, cuando me quejé
de que el atún salado estaba soso, aunque bonito.
Mis familiares no querían esta unión porque ella
no tenía nada y en cuanto a mí, mi patrimonio era
mi casa paterna, tres mil dracmas de ingreso
provenientes de dos almacenes y un puesto de ciento
sesenta dracmas. Entonces, ¿cómo sería posible
que viviéramos con eso?, puesto que la joven
carente de dote, era hija única, además tan mimada
que gustaba de diversiones, adornos y bailes.
Todo cuanto me advirtieron resultó como me decían. Ni siquiera podía
alegar que me había cegado la pasión. No hay otro
individuo más positivo que yo. Otros enamorados
imaginan el tan inmenso placer de poseer a su amada
que, sin miedo al engaño, lo compran al costo que
sea. Yo no era romántico. No soñaba con algo particular. Solo esperaba que las cosas regresaran a la
normalidad que había antes de enamorarme. Evocaba
aquel bendito estado como el enfermo que recuerda el
tiempo cuando estuvo sano. Quería a Cristina sólo
para el disfrute, para llenarme, aburrirme de ella y
comenzar entonces, como antes, a comer, a dormir e
ir de paseo, a jugar cartas al club. Aun así, no me
habría decidido a casarme, si fuera por un anciano
tío al que creíamos indigente, viéndole vestirse
a diario como Diógenes, no hubiera muerto en esos días
como resultado de privaciones y miserias. Habiendo
sufrido de una dolencia del pecho, me había pedido
cien dracmas para médicos y medicinas. Pero en
lugar de tratarse tal fin, prefirió añadirlos a
otros cincuenta mil que había escondido en el colchón
de paja en el que lo encontraron muerto una mañana.
Su desgracia me hizo reflexionar sobre cuan absurdo
era todavía seguir atormentándome por mi falta de
sueño y apetito, dado que tenía los medios para
sanarme. Me casé con Cristina y me dieron los que
uno pasa por la quinina n 'librarse de la fiebre.
Aunque yo era un paciente impaciente, me sentía por una común superstición
y nuestro obispo Likouros, de esperar a finales de
mayo hasta casarme. Inmediatamente después de la
boda nos fuimos a Zian de luna de miel. Allí puedo
decir que pasé días de mucha felicidad. Puede que
diga lo que allí vi aquel día: La isla era
exuberante, nuestra casa veraniega cómoda, la
comida excelente, el clima agradable y Cristina aun
más amable. Lo que me hizo preferirla por sobre
otras chicas es su carencia de los defectos
virginales, que repudiaba en otras chicas. Ni era
delgada ni anémica o vergonzante, ni tampoco tan
joven. Creo que algo mayorcita para mí. De veinte a
veintiocho años de edad, morena, alta, amplios
hombros, pecho protuberante, fuego en la mirada,
elegante y vestida de manera formal. Para que todos
esos méritos no suenen increíbles, es suficiente añadir
que era de Esmirna.
Nos quedamos en Kea todo el verano y mi recuperación obraba prodigiosamente.
Creo haber descubierto el dicho de Bismarck "Bienaventurados
los que celebran", antes que él. Los
sentimentales ven como un defecto de dicha ocupación
y el matrimonio como la tumba del amor. Pero yo no
podía tener tal queja puesto que yo me había
casado con intención de enterrar el amor, no con
deseo de placeres extraordinarios, sino para lograr
cierta estabilidad y paz. Y cada día iba teniendo más
éxito en mi interés pacifista. De mañana nos bañábamos
en el mar; de tarde íbamos de paseos o en
excursiones por barco. Volviendo exhausto, comía
como lobo y habiendo dicho a Cristina cuanto había
que decir dormía como un lirón hasta por la mañana.
Ya no tenía sueños, excepto uno que interpretaba
como un síntoma de mi convalecencia. La noche era cálida
y habíamos ido al balcón por un poco de aire
fresco después de cena. No recuerdo ninguna otra
luna llena más brillante, ni un mar tan
centelleante ni mejores aromas provenientes del
bosque y los jardines. Cristina era de lo más
encantadora con su vestido blanco suelto o peignoir
como se le decía, en el que su cabello desatado
colgaba hasta sus rodillas como un refluyentes y
negro río.
Ella miraba los susurros del mar, tarareando la cavatina de entonces "Hernani,
Hernani, ven y ráptame", cuando de repente,
con modestia, tiende sus oídos al canto del ruiseñor
en el jardín vecino. Todas estas cosas eran
ciertamente poéticas, pero a la cena había comido
demasiado atún, de difícil digestión, que bajé
con dos o tres vasos del vino dulce de Kea. Me
sobrecogió el sueño y entonces... a soñar, no con
cánticos de ruiseñor ni negros bucles trenzados ni
plenilunios, sino que me encontraba en Siria en el
club, y que le ganaba tres manos en ristra a Aluisio
Katzaiti, un experto jugador de piquet. Luego de tal
sueño, y otro de tres enfermedades de transmisión
sexual, en orden. Sería injusto no reconocer que
estaba completamente curado. La siguiente semana
regresamos a Siria, luego de cuatro meses en Kea, y
tras haber recuperado mi anterior tranquilidad y
haber ganado toda mi prosa y dos kilos más de peso
como corroboré tras pesarme en casa de aduanas al
desembarcar.
Me habría reído ciertamente entonces, si alguien me hubiera predicho que
después de un tiempo estaría más infeliz y más
enamorado que antes de mi boda. La primera causa de
la recaída fue un baile, dado por el Sr. Alcalde en
honor de un visitante ministro de la Marina que era
también su huésped. El baile había sido anunciado
tan prematura e inesperadamente que las mujeres de
Siria tuvieron poco tiempo de prepararse. Se
pusieron en un estado de notable agitación. Durante
tres días Cristina corrió a las tiendas
comerciales, y al cuarto toda la casa se había
convertido en un taller de costura. Había piezas de
tela, lino, accesorios sostenes y zapatos que probar
por dondequiera. Yo no podía encontrar dónde
sentarme. Por la tarde tenía que esperar hasta las
nueve o aun más tarde para que la costurera
despejara la mesa de almuerzo, a fin tomar alguna
una ensalada o algún pescado frito. A nuestra única,
y enciclopédica sirvienta, le había ordenado que
fuera costurera y ya no tenía tiempo de cocinar.
Pero sería injusto de mi parte quejarme de esto, ya
que el mal era general. En Siria, excepto en Navidad,
Pascua y otras fiestas importantes, es hábito
ayunar en la víspera de grandes bailes. Lo peor era
la incesante preocupación de Cristina y todos
aquellos trozos de papel con que se recogía el pelo
de noche. Desde el día en que recibimos la maldita
invitación, era como si yo no tuviera mujer.
Pese a lo grande que mi disgusto fuera contra toda aquella preparación,
debo admitir que Cristina se había acicalado
plenamente, con un vestido de larga cola de seda
pesada y sobre su cabeza la último reliquia que
quedaba del joyero de su madre, una suerte de
diadema antigua de rubíes cuyas púrpuras llamas
armonizaban admirablemente con el negro color de su
pelo. Así adornada me recordaba a la bella
Semiramis, a Fedra, Cleopatra,
Teodora
y a otras heroínas que perturbaban mi sueño cuando
niño de escuela.
La casa del alcalde era grande, pero mayor era su miedo a pasar por alto el
más mínimo líder de su partido fuera un repostero,
un desollador, o curtidor, o incluso algún pulpero.
Así había muchísima gente presente, y como ocurre
siempre en Siria, los bailarines varones excedían a
las mujeres a razón de tres a una. Esperaban por
pareja a la puerta principal con tarjetas de pedido
de baile en sus manos y las seguían por los
escalones suplicando alguna pieza. Cuando entramos,
al menos quince de ellos se apresuraron a invitar a
Cristina, a quien yo admiraba su valor y destreza
con que distribuía como pan sagrado miradas y
sonrisas a cada pretendiente. Esta situación duró
sin interrupciones a lo largo de toda la tarde. Yo
fui el único para quien no quedó nada, aunque la
aventura del baile la trajera cercana a mí, unas
dos o tres veces. Sin ánimo de bailar y atormentado
por mis pensamientos, buscaba alguien conocido entre
el gentío, cuando la vi pegada a la pared como un
tapiz a la Srta. Claritina Galaxidi, una virgen de
cuarenta años, a la que apreciaba mucho, no
ciertamente por su belleza madura, sino por su
bondad, amabilidad, la ingenuidad de sus maneras y
su vestido y por su aparente falta de toda pretensión
en lo que a conquista y coqueteo se referería.
Bailaba, además, lo suficientemente bien, cuando
lograba conseguir pareja. Yo estaba en buenos términos
con ella, como amigo, nada más que eso, y a ella le
complacía conversar conmigo, darme consejos de
salud o de economía doméstica, y ocasionalmente
enviarme galletitas de semillas de anís con nueces,
para que apreciara su arte de repostería. Basando
en todo esto, resulta entendible mi sorpresa cuando
nen lugar de extenderme su mano como solía, me
recibió el “buenas tardes” con una mirada de
frialdad, casi hostil.
- No baila usted esta noche. Le dije sin pensar, olvidando que esto no
dependía enteramente de su voluntad.
- No, señor.
- ¿Qué extraño?, siendo usted nuestra mejor bailarina.
- Hay otras cosas mucho más extrañas.
- ¿No me ha de decir cuáles?
- Hay ciertos hombres, que, habiendo asegurado una mujer joven por años,
parecería imposible que amaran a otra mujer sabia,
tranquila, modesta, buena ama de casa, y luego se
van y se casan con una botarate, con una persona
voluble, una coqueta, una sesihueca que tenía
aventuras con todo el mundo y continuó haciéndolo
después de casada.
Luego de esto, me vi forzado a concluir que la señorita Claritina no era
cuanto parecía, en sus atenciones, consejos y
distribución de galletitas. Esta inesperada
revelación de pretensiones matrimoniales de la
solterona, que podía ser mi madre de haberse casado
a tiempo, era a todas luces risible. Pero esa noche,
mis nervios estaban de puntas y en lugar de reírme,
no encontré que fuera indigno de mí vengarme
diciendo: - No recuerdo jamás haber tenido tal
conversación con una joven.
La señorita Claritina mordió sus labios volviéndome la espalda. Pero la
frase, "igualmente ha hecho con todo el mundo y
ha continuado haciendo igual después de su boda"
no cesaba de resonar en mis oídos como el silbido
de una víbora. La verdad es que Cristina exageraba.
Mientras la espiaba, su distribución de sonrisas y
miradas no era tan equitativa como pensaba al inicio.
Una enorme porción de ella recaía en un joven
elegante y rubio más que en otros. El individuo,
tras dos piezas con ella, permanecía detrás
mientras ella bailaba, y luego retomaba una larga
charla durante el intermedio en la pista. Lo extraño
era que el hombre me era enteramente desconocido,
dado que los habitantes de Ermópulos se conocen
como monjes de un convento.
Perplejo estaba cuando vino a sentarse junto a mí, mi viejo amigo Evangelos
Chaldupis, el más perverso e inteligente de los
sirios, desvergonzado como un mono y más cínico
que Diógenes. A fin de evitar las burlas del mundo,
había inventado una risa más fuerte que la de
todos, con relación a las destacadas e innumerables
infidelidades de su última esposa. Había colgado
en la pared de su oficina, figuras de Hefesto, de
Agamenón, Menelao, Belisario, Enrique IV y la suya
propia para estar en compañía de sus "ilustres
cofraternos”. A lo largo de aquellos cinco años
de vida matrimonial, nunca una queja salió de sus
labios, ni un regaño, ni un reproche, ningún señalamiento,
sólo ironía, sorna, y sonrisas tan venenosas, que
para muchos la cuestión era, si efectivamente la
mujer había muerto de cáncer o por lo cáustico de
sus insultos. Tras el luto, anunció que ya era de
nuevo un soltero elegible. Sin embargo, por precaución,
como dijo, dado que su ingenio se había un tanto
desgastado en defensa de su honor, había tomado
tres resoluciones respecto a la próxima Sra.
Haldupis: que fuera fea, estúpida y rica. Tan
codiciada tríada de cualificaciones la encontró
encarnada en la señorita Panagota Torlutis, una
suerte de joven hipopótamo, cuyo volumen había
espantado a todos los demás buscadores de fortuna.
El extraño varón tras observarme por un buen rato con molesta persistencia,
me preguntó:
- ¿Qué te pasa?, tienes el rostro más sombrío que las montañas de Yuras.
- Nada, -contesté, solo un pequeño dolor de cabeza.
- Y te duele mucho más, porque no me escuchaste cuando te dije que Cristina
no te convendría, que tenía demasiada sangre
ardiente en sus venas y que se daba un ligero
parecido a mi difunta esposa. Veo que su antiguo
amigo Carolo Vituris, está a su lado, añadió señalando
al rubio mozalbete que no cesaba de hablarle. Parece
que que tienen mucho que decirse.
- ¿Su viejo amigo? Pregunté. ¿Y cómo es que le conozco? Es la primera
vez que lo veo.
- Por la razón de que escasamente anteayer, regresó de Europa. Cinco años
atrás, antes de que te establecieras en Siria,
estuvo locamente enamorado de Cristina, a quien no
le era posible desposar por faltarle los medios para
mantenerla. Su desesperación fue tal que quiso
suicidarse y pudo haberlo hecho si mi esposa no
hubiera hecho su causa consolarle. Fue, creo, su
primer amante. Los cogí in fraganti en el jardín
de Koimos, un día, que pasé a visitar a Anika. Mi
esposa pronto se aburrió de él porque era
excesivamente sentimental. Además parece que él
seguía recordando la tuya. Lo enviaron a Francia
para que olvidara de ambas y a estudiar farmacia
para seguir la carrera de su padre. Pero parece que
no tuvo éxito en conseguir una hierba para el
olvido. Observa cómo devora a Cristina con los ojos.
Mi consejo es que lo vigiles y
no traigas frecuentemente a tu esposa a bailes.
- Seguiré su consejo usted.
- No te olvides que si aparentas celos o si la angustias e intentas
restringirla, es seguro que serás tú quien pague
los platos rotos.
- ¿Qué debo hacer, entonces?
- Ni yo lo sé. Pero, dado que no seguiste mi consejo, lo más que puedo
sugerirte es que sigas mi ejemplo sin importar lo
que suceda y no lo tomes a pecho. Piensa que la cosa
en sí no tiene importancia. Podrías tal vez colgar
en tus paredes las figuras de Agamenón, Hefesto,
Menelao...
Me levanté de forma abrupta temiendo no poder resistir la tentación de
escupirle la cara al truhán. En ese momento comenzó
el cotillón, que pareció interminable. Gracias a
Dios que terminó y la gente comenzó a irse. Fui
por el abrigo de piel de mi esposa, la empaqué en
este e íbamos hacia la puerta cuando nos salieron
al paso tres bailarines, alegando que aún faltaba
una pieza final y que ella se la había prometido a
los tres. Ella no recordaba. La forma más sencilla
y habitual de no comprometerse era alegar cansancio
y no bailar con ninguno. En su lugar, les propuso
sacar suertes. El destino, o tal vez incluso un poco
de manipulación, logró que Vituris ganara y mi
tormento se prolongó otra hora. Sin embargo hay que
admitir que la música de aquel baile final, del
director de la orquesta y del violinista Pacifico,
era hermosa y de ritmo tan ágil que puso ala a los
del alcalde y de otros sirios igualmente respetables.
Pasaron vino tibio lo que llevó la vivacidad
general a un máximo, yo me sólo me arrimé a un ángulo
de la pared para observar los remolinos que daba
Cristina en brazos de Carolos. El Chaldupis deseaba
volver a acercarse a mí para verter su veneno en mi
herida, pero la mirada que le di al respecto fue, al
parecer, tan furiosa que creyó prudente darme la
espalda. Fuimos los últimos en salir y al entrar en
nuestro dormitorio, el reloj marcaba las cinco.
La paradoja de todo esto y lo que me pareció más extraño, fue que a pesar
de todo lo que sufrí por lo que me dijera Chaldupis
y por el comportamiento de Cristina, en vez de
cambiar mis sentimientos, me hicieron amarla más o
al menos desearla más que el día en que me casé
con ella a fin de cesar de desearla. Aparte de los
celos y diez días de abstinencia, lo que contribuía
al ardor de mi deseo era el lujo temporal de su
decoración interior de ella, el sostén de seda,
faldas bordadas, zapatos satinados y el aroma
embriagador a iris y aceite de lavanda. Todas estas
cosas las adquieren los felices ciudadanos de las
grandes ciudades cuando quieren por una centavería,
pero para los desafortunados habitantes de Siria son
cosas extraordinarias, que no disfrutan sino cuando
hay un gran baile, de la misma manera que probamos
dulces franceses, pavo relleno y champaña en
Navidad y Pascua. Por eso, cuando me acerqué a
Cristina, debo aclarar cuán elocuentes eran mis
ojos, como describen en la literatura liviana sus
autores, y de quienes, reconozco mi error, me
burlaba por decir algo semejante. Antes de poder
abrir mi boca Cristina respondió a mi mirada:
-Estoy agotada, a punto de desplomarme, chiquillo, déjame tranquila por
favor esta noche.
Le deseé buenas noches y me fui con el corazón oprimido a mi habitación.
Aclaremos que ella no era culpable de aquel cuarto aparte. Fui yo quien lo
impuso, a nuestra vuelta, por ser más aristocrático
y en razón de que estaba un poco ya saciado en Kea.
A parte de todo, la gente enamorada tiene esta otra
peculiaridad: son incapaces de comprender que pueden
sentir hambre cuando están saciados, y que pueden
sentirse saciados cuando tienen hambre.
A la mañana siguiente todavía estaba dormida cuando salí para mi oficina
como a las once a. m. A mi regreso, la encontré
sentada al piano alegre y animada.
- Escucha, me dijo, qué agradable es esta pieza. Yo que no puedo tocar nada
sin partitura, la oí una vez, y la recuerdo
completa.
A medida que hablaba, comenzó a tocar la tres veces maldita melodía del
baile de ayer, cuyos tonos me recordaban mi
sufrimiento.
- Estoy ligeramente mareado, contesté bruscamente, y me molesta la música.
Deja eso para otro momento.
Me miró algo sorprendida, cerró el piano y se recostó cerca de la ventana.
Después de un rato, la vi saludar a alguien con
suma gracia y amabilidad.
- ¿A quién hablas? Pregunté con toda la indiferencia que pude.
- Con el profesor de baile, el anciano Kouertzin.
Me apresuré a la ventana de la habitación de al lado y de hecho vi al
viejo Kouertzin pasar, recostado del brazo del joven
Carolos Vituris. ¿Por qué había mencionado únicamente
a Kouertzin cuando la mayor parte de sus saludos
habrían ido al lado desigual?
Ese año fue extraordinariamente afortunado para los sirios, quienes
balanceadas sus cuentas, se hicieron fanáticos del
baile por pura alegría. En un solo mes, se dieron
once noches de bailes grandes y pequeños. Cristina
no hizo otra cosa que prepararse durante todo el día,
sentir cansancio toda la noche y descansar al
siguiente; yo no hice otra que acompañarla,
mantenerme despierto, ser presa de la ansiedad,
estar celoso, espiarla, y soñar con Hefesto,
Menelao y Vitoris. Este último, paseaba a diario
bajo nuestras ventanas, con suma frecuencia. Suerte
que las costumbres de la isla no permiten visitas
excepto el primer día del año y en el santo del
dueño de la casa. Una visita en días laborables
sería vista no menos escandalosa que una irrupción
en un harem. Prevalecían no obstante, los bailes y
las visitas diarias en los barcos y la plaza pública.
Aparte de estos casos, en dos o tres ocasiones vi
salir a mi esposa de la farmacia Vituris. Pero no
podía considerar esto sospechoso ni reprensible
puesto que allí era donde las mujeres de alta
sociedad adquirían sus productos de belleza. Pero
este pensamiento no evitaba que me mantuviera
agitado y nervioso.
Lo que me atormentaba y me preocupaba más era que raras veces podía ver a
Cristina tranquila y a solas. Ni un mariscal de
campo, en vísperas de una batalla, se veía tan
preocupado como ella. A las rápidas excursiones a
las tiendas, le sucedían consultas con sus amigas.
Unas veces enfada con la costurera por no haberle
cumplido una promesa, otras con el único peluquero
de Siria, Anastasio, por haber llegado tarde o
haberle propuesto peinarla en la tarde por no tener
tiempo en la noche. Y luego del baile, rendirse de
cansancio inmediatamente, a nuestro regreso, aquel
sueño profundo hasta la tarde y mi tortuoso desvelo.
No me era posible siquiera permanecer en cama, menos
digamos que dormir. Y así como visiones de prados
verdes y ríos torturan al viajero en el desierto,
así era que yo sufría el recuerdo de los buenos
tiempos en Kea, la soledad y el silencio con
Cristina postrada horas enteras en aquel diván
turco, con su vestido blanco y un libro del hogar a
mano. Y cuanto recordaba con mayor pasión ardiente,
no eran las delicias de la luna de miel, sino la
serenidad y el equilibrio de mente y sentidos, que
me permitía ocuparme de otras delicias y placeres
de la vida. Ahora, debido a los celos y a la
abstinencia, y a la concentración exclusiva de mis
deseos en una sola persona, me habían transformado
a mí, hombre sensible de Siria, en una especie de
viajero, en un declamador erótico qué recitaba sus
dolientes monólogos.
Una noche, incapaz de soportar más, abrí la puerta que nos separaba y
avancé sin hacer ruido a su cuarto que estaba, como
siempre, iluminado por una lámpara de aceite azul
que estaba ante el devocionario. La luz azul, que
transmitía una irrealidad de ensueño, había sido
invento mío en aquellos buenos días de Kea. La
fatiga y somnolencia a nuestro regreso había sido
tanto que dejó todas sus cosas regadas. El vestido
en una esquina del sofá, en el suelo la falda, el
sostén en una esquina de la cama, la guirnalda
sobre el busto de Koris, y dispersos en todos los
asientos el abanico, la faja, sus guantes, y las
medallas del cotillón. Su gato favorito dormía en
su chal blanco y las joyas de los brazaletes y
collares esparcidos en el mantel del mármol. El
cuarto parecía el templo de la diosa Desorden. Pero
no era posible en semejante caos, pasar inadvertido,
lo bien proporcionados que lucían todos sus
componentes. Entre otras cualidades de Cristina,
debo añadir que gustaba dormir con la mano detrás
de la cabeza, la rodilla doblada, como la antigua
estatua de Hermafroditas. Al instante podía estar
soñando con sus triunfos en el club, a juzgar por
la expresión de su sonrisa, similar a la distribuía
entre los pretendientes de baile, formada por sus
labios ligeramente entrecortados. Di un paso
adicional. Pero, de repente, me petrifiqué ante la
idea de que si la despertaba, aquella dulce sonrisa
se volvería una mueca de descontento, un bostezo,
una expresión de ¡uff! Y me daría la espalda. Y
tal trato no sería injustificado dado que hacía
solamente una hora que nos habíamos acostado y ya
la tenue luz del invierno se hacía visible por las
grietas de su ventana. Salí en puntillas, cerré la
puerta y empecé mi caminata y mi monólogo. Cuando
me percaté de lo fácil que sería para mi esposa
hacerme el más feliz de los hombres, si le
importaran menos las fiestas y el coqueteo, sentí
impulsos de estrangularla. Pero no había peligro.
No creo que exista en el mundo nadie de corazón más
suave que el mío. Si tuviera que matar los pollos
que consumo, preferiría alimentarme de salvado como
ellos.
Suplico a aquellos que se inclinan por considerarme estúpido, a que
consideren lo difícil que es sin poder suplicar
como amante ni exigir como marido sin resultarle
odioso a la mujer. Temía ambas situaciones hasta
tal punto que si Cristina me preguntaba por qué no
comía o por qué me veía tan mal dispuesto, yo
alegaba mal de estómago, o de cabeza de dientes, y
a veces hasta los nervios, con tal de encubrir el
verdadero dolor como si fuera un crimen. De hecho,
sabía perfectamente no hay nada que la mujer
perdone menos, trátese de infidelidad, de insultos
y castigos, o todo lo demás, de que la amen más
allá de lo que se merece. El día que un
hombre confiese a su mujer cuanto sufre por
su causa, no hay nada más que hacer, sino dejarla
ese mismo día, o sujetarse al cuello una piedra
y dejarse caer al mar.
Dos días después de aquel doloroso desvelo, tras regresar de mi oficina un
poco antes de lo habitual, vi a Cristina cambiar de
semblante e intentar ocultar un papel, que tenía
detrás del espejo. Mi mente se dirigió
inmediatamente a Vituris, y la sospecha de que la
carta fuera suya se conformó por la nerviosidad y
angustia de mi esposa. Ni en esta ocasión era ya más
posible continuar mi sistema de guardar silencio
ante todo por temor a lo peor, dado que en esa carta
estaba la evidencia que quedaba poco más que temer.
La detonación inminente fue atajada por la puerta que se abrió de par en
par, la entrada de la fragancia de almizcle, de la
impetuosa esposa del alcalde, mostrándole a mi
esposa, su nuevo abrigo y su manto de plumas con
capucha. Cristina viose forzada, quisiera o no a
recibirla, mientras que yo, fingiendo que quería
dejar las damas en lo suyo, me dirigí a la habitación
de al lado, tras agarrar el sobre por la fuera detrás
del espejo. Me temblaban las manos al abrir el sobre.
La carta en cambio no era del romántico Carolos,
sino que hallé adentro tres cuentas Paolo
Giannopolu y de Geralopulo por sombreros, sedas,
velos, cintas y otros artículos, que ascendían a
la suma de dos mil setecientas dracmas. La cantidad
era indudablemente enorme, pero mayor era el alivio
que sentí ante la prueba que me hubiera hecho
colega Chaldoupis. Mi alegría era como la de un
prisionero, a quien se le ha conmutado la pena de
muerte por una pequeña multa. Me hallaba bajo esta
sensación, cuando después de la salida de aquella
visitante, Cristina algo tímida y humilde creída
de no tener ninguna disculpa con que aplacarme. En
lugar de regaños o quejas corrí a abrazarla con
todo mi corazón, diciéndole: No te preocupes.
Estaba sorprendida, le resultaba difícil entender o
adivinar, que sería lo que haría para que la
considerara digna de abrazos y besos si todo cuanto
había hecho era gastar nuestros ingresos de un período
de seis meses en unos pocos días.
Después de un rato, se fue a prepararse para nuestro paseo nocturno. Pero
el cielo inesperadamente se puso nublado;
destellaron relámpagos y comenzó a llover a cántaros.
Todavía estaba yo sentado junto a la ventana de
nuestra pequeña habitación, mirando la amarilla
catarata que caía de las alturas de Alta Siria,
viendo correr a la deriva, en la corriente,
peladuras de naranja, botellas, escombros, zapatos y
cadáveres de gallinas y ratones cuando de pronto el
panorama quedó en profunda oscuridad en ambos mis
ojos. Tal eclipse había sido causado por Cristina
con sus dos manos que, viéndome absorto y divertido
observado el aguacero, encontró divertido cegarme
de tal modo. Esto me recordó mis
días pasados. Gracias a esa tormenta providencial
nos encontrábamos tranquilos y solos por primera
vez desde nuestro regreso. Cuando retiró sus manos,
la expresión en mi mirada era tan elocuente que se
ruborizó. Entonces sonrió, volvió a pasar ante el
cierre de la puerta, y fue a sentarse en el sofá y
me conminada a que fuera a sentarme junto a ella. En
aquel momento en que me sumergía en aquel mar de
sensualidades, la tormenta estaba al máximo de su
furia. La lluvia había vuelto un diluvio, y el
viento levantaba los azulejos de los techos, y
golpes de truenos sucesivos resonaban. Estuviera
inclinado a ello o no, mi destino era ser romántico.
Los ardientes deseos y monólogos nocturnos, se
remplazaron al pase del pestillo de la puerta y el
acomodarnos en el diván bajo los silbidos de la
tormenta. Mi resistencia a la predestinación parecía
fútil, por lo que resultaba preferible que las
cosas siguieran como estaban. Debo además reconocer
mi antipatía contra el romanticismo había
disminuido considerablemente en el corto espacio de
una hora.
De hecho, comparar los quietos y tranquilos disfrutes cotidianos en Kea, con
el sensual temblor que me sobrecogía, tras diez días
de exilio, con el que Cristina me había provocado
al pedirme que me allegara a ella me hicieron
concluir que la cantidad de bienaventuranza, que uno
puede sentir cerca de una mujer, es inversamente
proporcional a la ansiedad, los celos, las
privaciones y los sufrimientos que le precedieron. Sólo
quien ha pasado por semejante purgatorio, puede
entender que el don de penetrar al santuario de la
suprema voluptuosidad, cuyas puertas no puede abrir
ni una virgen modesta, ni una cariñosa esposa ni
una bienamada amante sino por una elegante mujer,
coqueta, caprichosa y no siempre buena.
Los bailes continuaron; mas no los favores de Cristina hacia Vituris, que me
habían perturbado el sueño. Ahora parecía
preferir los negros bigotes y anchos hombros de
nuestro fanfarrón comandante de guarnición, a los
rubios bucles y los suspiros del joven sentimental.
Después de un tiempo, encontró torpe al comandante
en sus maneras, dignas de un griego, al compararle
con las formas y la elegancia del nuevo cónsul
francés. Pero ni siquiera é tuvo largo reinado. La
elegancia de su abrigo parisino quedó eclipsada por
el uniforme y las medallas del Jefe de la escuadra
inglesa. Luego le llegó el turno al italiano
improvisador Regaldi, quien había estado en lugares
de interés en el este, en busca de dinero y fama, y
no había visto la oportunidad en Siria con ojos
indiferentes. Le divertía a ella retener este cisne
de Novara por un mes en Siria, y atontarlo al punto
de que, no contenta con los acrósticos que le
escribió en su álbum, le recitaba desde el
escenario un himno “A la sirena del Egeo” con lo
que conmocionó a los sirios y especialmente los que
entendían el italiano. Pero yo ya me hallaba sereno,
viendo sucederse los favoritos, cual fantasmas en
una lámpara mítica. Habría sido, de hecho, difícil
para cualquiera intentar conquistar a todo el mundo
y a la vez hallar tiempo para amar a uno en
particular. Llegué a considerar la incontrolable
coquetería de mi mujer
como un seguro contra una mayor calamidad,
algo así como un pararrayos, o como me dijera
Chaldupis, “un detente a los cuernos” Lo único
que me preocupaba era que ella tenía muy poco
tiempo para mí. Había estado desesperado viéndola
calmada y en silencio antes de la Cuaresma, que yo
impaciente aguardaba, cuando las fiestas quedaron súbitamente
interrumpidas en razón de la muerte del anciano don
Lionis qué sé yo ni qué, relacionado de algún
modo, con casi todos los organizadores de baile en
la isla. Creo que ni siquiera aquellos millones de
parientes herederos, siguieron la procesión del
funeral con tanta gratitud como la mía por su
condescendencia en morir.
Las cosas buenas, como las malas, rara vez vienen solas. Pocos días después
de mi liberación de la pesadilla de los bailes, me
puse a cotejar en la lista de ganadores, unos
billetes de lotería de Hamburgo que había heredado
de mi difunto tío, cuando me quedé perplejo al
notar el número 14.517. ¡Era el tercer premio que
pagaba cincuenta y cinco florines, algo así como
trescientos mil dracmas sirios! Corrí sin aliento a
decirlo a Cristina, que afortunadamente había
salido a visitar. Digo afortunado, porque su
ausencia me dio tiempo para pensar qué podría ser
más gratificante para mí, y qué me daría mayor
ventaja, si en vez de saber ella que estaba rico, me
creyera capaz de complacerla en sus caprichos más
allá de mis medios. Así que, sin decir palabra a
nadie, partí tres días después hacia Viena con el
pretexto de consultar unos médicos especialistas
por mi inexistente trastorno estomacal que había
usado de excusa dos meses atrás para ocultar mi
tormento mental. De Viena salté a Hamburgo y tras
recoger mis ganancias e invertirlas, regrese al cabo
de tres semanas a Cristina con el doble de adornos
que me había pedido. Observando su sorpresa y alegría
mientras abría la caja, pensaba felicitándome,
cuan pobre le hubiera parecido mi oferta, de haber
sabido de lo inesperado de mi suerte. Una condición
necesaria para la convivencia armoniosa con una
mujer coqueta es esconderle cuidadosamente dos cosas:
nueve décimas partes del amor, y, al menos, la
mitad de lo propios bienes.
Sin propensión de ninguna índole por deslumbrar a los sirios, preferí el
silencio y la secretividad extrema a cualquier
ostentación de mi creciente prosperidad. Renuncié
a mi posición con la excusa de que ganaría más
por cuenta propia y, bajo la excusa de que goteaba
cuando llovía, renové la casa entera. Le encargué
las pinturas de las paredes a un refugiado italiano
de nombre Orsati, un diseñador que había trabajado
de escenógrafo para La Scala, y quien con éxito
decoró el cuarto de Cristina, al que transformó en
un verdadero cuarto oriental a imitación del de
Zaira de la ópera de Bellini de igual nombre. El
parecido era completo mediante el uso de pesadas
cortinas de Prusia, un diván cubierto de tela
bordada, proveniente de un viejo traje pontificio,
un brasero persa, bancos con encajes de madreperla,
y un vaso bizantino transformado en magnífico jarrón.
Todas estas cosas las había adquirido el decorador
en viaje a Naxos donde se pueden encontrar
remanentes de lujo de la guerra franco-turca, y logró
combinar todos estos elementos con tal maestría y
conocimiento preciso de las reglas de contraste de
colores y distribución de la luz, que más que
encantaba más que deslumbrar al ojo. El invalorable
hombre me ayudó a arrebatar por puja o como dicen
los sirios, por yugo, al cocinero milanés del
obispo de Alta Siria, famoso por sus raviolis, su
sopa de camarones y la de lenteja y capón en toda
las Cícladas. La tristeza y la indignación del
prelado fue tanta que sintió su deber someter una
denuncia en mi contra por “proselitismo”.
El embellecimiento de su nido hasta cierto punto cubría por el interminable
revoloteo de Cristina. Era mi intención animarle
cierta tendencia a la domesticidad al ofrecerle
cualquier cosa que le pareciera divertido: plantas
de camelia, una colección de sellos, un piano sin
cola, un estereoscopio, un maestro de voz y un gato
de angora. Ella aceptaba todo esto con gratitud y
parecía entusiasmada por algún tiempo. Cierto día,
cuando preguntó por el precio de un conjunto de
plata para el té que le regalé en su cumpleaños,
me dijo de manera lastimera:
- Qué pena que hayas gastado todo ese dinero, con esos seiscientos dracmas
me habría mandado a coser un traje de terciopelo.
- Mándate a hacer el vestido-repliqué.
Saltó de alegría, me besó en ambas mejillas y salió corriendo a poner la
orden. Su pasión por los adornos parecía
incurable, pero, afortunadamente, no me faltaban los
medios para complacerla, me parecía más que justo
tratarla a este fin para aumentar mis propios
placeres. Para ello, la suscribí al «Chronique Elégante»
y a la «Vie Parisienne», de las que no tardó en
aprender que el verdadero lujo de la vestimenta
cotidiana no consiste en cubrirse, como hacen las
mujeres de Siria, con satén y algodón moiré sino
con camisolas valoradas en cien francos, medias de
seda, bragas y lazos de material más sencillo. Así
adornada en su recámara dorada, cuyos adornos y
telas habían sido arreglados por un experto, de
acuerdo a su propósito, y con la sábila ardiendo
en el dorado incensario y la luz azul de la lámpara
votiva diseminaba brillo de zafiro, Cristina parecía
un ídolo en su templo. Tampoco me quedé mucho
tiempo en la iluminación azul, pues al igual que
Darwin sobre el asunto de la germinación de las
plantas, así también quise probar el efecto sobre
la imaginación y los sentidos de cualquier color de
luz. El rosa era dulce y el verde azul poético,
pero incomparablemente más estimulante que ambos
era la luz que brillaba a través del dorado vaso de
la antigua lámpara de la iglesia.
La iniciación apropiada, antes de entrar a este templo eran, ciertamente,
las cenas sacerdotales que el chef milanés nos servía.
Para evaluar esta unión piadosa con las normas y
las tradiciones de la cocina ortodoxa, solo he de
mencionar que los huevos hervidos precisaban el
tiempo de un recitado de dos Ave María, y que ella
era la primera en enseñar al pescador favorito cómo
matar al salmonete con una aguja antes de que los
espasmos de la larga agonía en la red hicieran
amarga su carne. Ella hervía el rubio con todo tipo
de hierbas aromáticas en un caldo de naranjas
verdes; y a los pavos que los sirios llaman
“pollos pavos”, los hacía comer nuez moscada
por tres días antes de sacrificarlos. Pero su obra
maestra era el capón negro, o capón de pascua, una
invención del padre Clemente Gagkanelli, o sea,
pescado adornado de caracoles, mejillones, camarones
y otros mariscos Aunque soy de Siria, no soy ni glotón
ni gran comedor, desde luego, aprecio la buena
comida por el buen estado mental que las acompaña,
haciéndonos olvidar nuestros problemas y haciéndonos
ver los placeres de la vida como por una lupa. Tal
estado de ánimo, es el que parecen perseguir los
que fuman opio y hachís. El anterior tiene la
ventaja de conseguirse con facilidad y ser barato.
Al mismo tiempo, el mórbido estímulo que se deriva
de ellos no esta lejos de en la total y simultánea
gratificación a nuestros sentidos que nos brinda el
tierno hogar, como el reflejo de la luz en la plata
y el cristal de la mesa, la fragancia de la flor en
el florero, el aroma marino de las ostras, dos o
tres copas de vino añejo y la presencia de una
mujer cuyo rostro se enrojece gradualmente y cuyos
ojos centellean.
El invierno trajo otra vez los bailes con todas sus molestias y ansiedades.
Estos fueron disminuyendo, sin embargo, dada la
creciente confianza no en las virtudes del amor de
mi esposa, sino en su egoísmo y coquetería, que la
disuadían de toda suerte tontería peligrosa.
Cristina no pertenece al género de las palomas y
avecillas, sino a las de los pavos reales. Sus
anhelos se limitaron a deslumbrar a las sirias con
sus magníficos trajes y amarrar una manada de
admiradores a sus joyas De estos, los oficiales
visitantes eran afortunadamente pájaros de paso,
algo tocados ya por la edad, mientras que las frases
sentimentales de sus jóvenes contemporáneos
guardaban un parecido a las coplitas que los
bomboneras incluían en la cubierta de sus dulces. Y
entonces, modesto como soy, no puedo dejar de señalar
mis calificaciones extraordinarias como esposo:
consentimiento, hipocresía, paciencia, abstenerme
de reclamarle y pagar rigurosamente cada una de sus
cuentas. Es cierto que sufrí mucho cuando la vi
frotar sus hombros desnudos en las doradas hombreras
de un oficial marino, o recogerse en una esquina por
largo rato mientras susurraba tras su abanico; y más,
cuando de regreso a nuestro hogar, solo decía
“buenas noches”. Pero la experiencia me había
enseñado a examinar las cosas desde dos puntos de
vista. Y la otra es que si se hubiera portado mejor
conmigo, la habría amado menos, dado que solo por
celos y ansiedad puede mantenerse la pasión al máximo.
Mi ex prosaica opinión, que limitaba el ejercicio
de la felicidad, a uno deshacerse de aquellas
torturas, había cambiado por completo cuando pude
comprender cómo contribuían al realce del placer
sensual. Sería injusto y hasta ingrato quejarme de
mi esposa porque se comportara exactamente como debía
para hacer más dulce sus besos. Si tuviera esposa a
diario no tendría una querida de atributos
extraordinarios de vez en cuando.
Me ocupaba en estas cosas mientras fumaba en el balcón después de la cena
una tibia tarde de Cuaresma y hallaba el error de
quienes opinaban y proclamaban que el mundo está
mal hecho por el hecho de que las rosas tienen sus
espinas. Pensaba que no sería oscura ingratitud no
agradecer a Dios, tomando en consideración que yo
tenía menos de treinta años, con un ingreso de
treinta mil dracmas de renta, treinta dientes sólidos
en mi boca, un estómago de avestruz, una mujer
capaz de encarnar los sueños de un sibarita y un
cocinero que Talleyrand habría envidiado. Veía mi
vida frente a mí, como una larga procesión de
buenas cenas, de encajes de nubes transparentes,
unos brillantes ojos negros y luces votivas de todos
los colores.
Publicado en "Asti" el 4 y 5 de diciembre 1894
Leer otro cuento de este autor:
Miliá
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