Elías Papadimitrakopulos


Papadimitrakopoulos, trabajó como médico militar, desarrolló gran amistad y afinidades profesionales con los escritores y poetas como Elias Petropoulos, Takis Sinopoulos, Yorgis Pavlopoulos, Nikos Kahtitsis y Kotzias Alexandros. Elias Papadimitrakopoulos, es  uno de los escritores de prosa griega más admirados. Ha publicado tres libros de cuentos, Pasta de dientes con clorofila, Baños calientes marítimos y Archivero General. Sus cuentos están traducidos al inglés por John Taylor. Papadimitrakopoulos combina su don muy sutil para la precisión del lenguaje con la profunda sensibilidad y compasión por sus personajes que ha hecho reputación como un maestro de la pintura triste y efímera.

 

El óbolo

 

Elías H. Papadimitrakopoulos

 

Mi madre recogió los platos vacíos de la mesa.

 

‒¿Te gustó la comida?‒Preguntó.

‒Siempre me toca el mejor lugar‒dije.

‒Llama por teléfono de enfrente, desde lo de Costas, solo así, mi hijo, me prestas tu cuello y tu hombro.

 Mientras nos despedíamos a la puerta, puso su mano en el bolsillo de la bata ‒igual que en los viejos tiempos, cuando guardaba algo de dinero y nos daba el cambio suelto.

 ‒De todos modos,‒dijo cabizbaja‒usa el autobús.

Eran tres boletos de transporte público urbano. Me di cuenta de la importancia de la alimentación: mi madre declaró que no podía, ahora, subir a un autobús.

De hecho, esa misma primavera, cayó enferma y murió repentinamente de madrugada.

‒Me voy, ‒me dijo la noche que pasaría en el hospital.

Fuimos con todos a la Torre, donde estaba nuestra tumba familiar. Precedidos por el ataúd.

En lo que llegaba el momento del funeral, me dispuse a pasear por el cementerio. A los bordes del bosque, junto a la vía del tren, con asombro pude ver anémonas rojas, sin recordar que existían cuando niño y vivía en las inmediaciones de Chtima

Llegué. No quedaba, por supuesto, nada. Habíamos vendido la propiedad y se había convertido en un asentamiento gitano dentro del proyecto. Una excavadora había abierto otro camino.

Me dirigí al lugar de mis padres. Era mediodía. Había un extraño desierto, tal vez porque todo el mundo estaba dormido o ausente. Me pareció que la vieja casa era irreconocible, con adiciones de bloques de hormigón y puertas de aluminio. Los árboles y el jardín no se habían olvidado de nosotros.

¡De repente vi el árbol de mandarinas! Dentro de todo esto, pese a la confusión, había logrado sobrevivir. Viejo, casi antiguo, con el tronco reseco y las ramas sin hojas, aún conservaba suficiente fruta, unas muy pequeñas mandarinas, igual que lo hacia cuando llegaba la primavera y cortaba sus frutos.

En los veranos de días calurosos sufrió mucho. Luchó por permanecer con vida: pues no teníamos suficiente agua, mas cuando yo estaba, cargaba con una de las dos latas para calmar su sed.

Se me acercó con emoción; me sentí casi culpable por sus años de sed. ¿Cómo pudo sobrevivir, tan abandonado, todos aquellos veranos? Hacía exactamente medio siglo y nunca antes lo habia recordado.

Comí un par de mandarinas, me puse unas pocas en mi bolsillo, y le acaricié a mi izquierda. Corrí hasta el cementerio, donde ya sonaba la campana con tristeza.

Durante el funeral, observando el rostro de mi madre, pensaba en todos aquellos años que pasaron. Eliminados. Fue mi esposa quien me lo pidió:

‒Ve primero a besar a tu madre.

Me acerqué. Dejaba atrás un montón de anémonas rojas, y de mis manos caían los tres billetes de autobús. Al acariciar su fría mejilla, le susurré al oído:

‒¡Madre, las mandarinas son nuestras vidas!

 

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