La simple
hermana
I.
El señor Plateas, profesor de griego en el Gimnasio de
Sira, regresaba de su habitual paseo por la tarde.
Solía tomar este paseo por la Vaporia, pero desde que
habían comenzado a construir un camino de carro a
Crousa, en el otro extremo de la isla, dirigió sus
pasos en esa dirección, en lugar de pasearse cuatro
veces arriba y abajo del único paseo en Sira. Él
siguió la construcción de la carretera con gran
interés, y fue más y más lejos cada vez de una
semana a otra. Sus entendidos colegas decían que
finalmente llegaría a Crousa, al terminarse la
carretera, pero en este momento, es decir, en 1850,
el partido conservador en la ciudad consideraba el
gasto como inútil y muy pesado para los recursos de
la comunidad, por lo que el trabajo fue detenido
durante unos meses.
La carretera se completó hasta el pedregoso valle de
Mana, y aquí se terminó el paseo diario del
profesor. Al verlo, nadie habría sospechado que debía
cuidar de su salud, pues su creciente corpulencia le
daba no poca ansiedad, aunque lo llevó a iniciar
aquel ejercicio. Tal vez su corta estatura le daba
un aspecto más robusto de lo que realmente era, sin
embargo, no podía negarse que su cuello sobresalía
con dificultad de entre los pliegues de su cuello de
tela, o que sus mejillas recién rasuradas, color
rojo ladrillo, se destacaran demasiado visibles a
cada lado de su grueso bigote.
El profesor pasaba de los cuarenta años. Es cierto que
aún conservaba su elasticidad, y sus cortas piernas
llevaban su carga fácilmente, pero se cuenta que
cuando tenía un compañero en sus paseos, siempre
se las ingeniaba para que su interlocutor hablara al
ir cuesta arriba, y tomaba su turno cuando bajaban o
iban a nivel de suelo.
Si había fallado hasta ahora en reducir su rotundidad,
había al menos detenido su crecimiento, -hecho
del que se aseguró una vez al mes pesándose en la
balanza de la Aduana, donde un amigo suyo ocupaba el
cargo de pesante. Su médico también le había
recomendado baños de mar. La mayoría de sus amigos
-ambos
médicos y legos -protestaron contra aquel
consejo, pero el profesor era inamovible una vez
tomada una decisión o concedida su confianza, así
que se mantuvo firme contra toda protesta y las
bromas de los que consideraban los baños de mar un
tónico; en consecuencia, engordó. Continuó sus baños
por dos temporadas, y se habría mantenido así el
resto de su vida, si un terrible accidente que no le
hubiera dado tal miedo a la mar que hubiera
preferido duplicar su circunferencia en lugar de
exponerse nuevamente al peligro del que le había
salvado sólo por la fuerza y el coraje el señor
Liakos, juez de la corte civil. Pero para él, el
Sr. Plateas debió haberse ahogado y esta historia
nunca debió escribirse.
Sucedió de este modo.
El profesor no era un experto nadador, pero podía
mantenerse sobre del agua, y le gustaba mucho la
flotar. Un día de verano, mientras yacía en la
superficie del tibio mar bastante despreocupado, la
sensación de confort lo llevó a una ligera
somnolencia. De pronto sintió todo a la vez que el
agua se agitaba por debajo como si de pronto se
separaran por un cuerpo pesado, y luego cayera en
hervor contra su persona. En un instante, pensó que
seria un tiburón, y comenzó rápidamente a nadar
lejos del monstruo, pero fuera por prisa, o por
miedo, o por su propio peso, perdió el equilibrio y
se hundió pesadamente. Mientras todo esto sucedía,
rápido como un rayo, los momentos le parecían
siglos, y su imaginación, excitada por la repentina
oleada de sangre a la cabeza, trabajaba con tanta
rapidez, que, como dijera el profesor después, si
pudiera tratar de recordar todo lo que vino a su
mente entonces, daría un libro de buen tamaño. Las
escenas de su infancia, los incidentes de su
juventud, los rostros de sus alumnos favoritos desde
el comienzo de su carrera docente, la muerte de su
madre, el desayuno que había comido esa mañana -todos pasaron delante de sí,
en rápida sucesión, mezclados sin confundirse,
mientras el acompañamiento musical mantenía
sonando en sus oídos el verso de Valaoritis en
"La campana”:
-¡Ding-dong! ¡La campana!
La noche anterior el pobre señor Plateas había estado
leyendo además "La campana" del poeta de
Leucadia: esa imagen patética del joven marinero
enamorado, quien, al regresar a su pueblo, se arroja
al mar para llegar más rápidamente a la orilla,
donde se oye el toque de peaje y ve el cortejo fúnebre
de su amada, y mientras braceaba contra las olas es
devorado por el monstruo de las profundidades. La
descripción poética de esta catástrofe tanto le
había afectado que después atribuyó su desventura
a la influencia de los versos del poeta. Si no
hubiera leído "La campana" por la noche,
no habría confundido con un tiburón al erizo que
nadaba debajo, pues no era la primera vez que niños
traviesos se habían entretenido con él al
sumergirse bajo los anchos hombros del profesor,
pero nunca se había asustado tanto, mientras que
hoy el recuerdo poético casi le cuesta la vida.
Afortunadamente el Sr. Liakos estaba tomando su baño
cerca, y cuando vio al profesor desaparecer de
manera extraordinaria, y los círculos de la
superficie se ampliaron, de inmediato comprendió
cuanto sucedía.
Nadó rápidamente al lugar, se lanzó hacia abajo, y
logró agarrar al hombre que se ahogaba, lo arrastró
a la superficie, y lo llevó a tierra inconsciente.
Gracias a estas medidas de emergencia, el Sr.
Plateas volvió en sí, con gran dificultad es
cierto, pero finalmente volvió en sí, y allí, en
la orilla del mar, hizo una promesa doble: no volver
a entrar jamás al agua, y no olvidarse nunca que
debía su vida al señor Liakos.
Este voto lo mantuvo fiel. En efecto, en lo referente a
su salvador, lo mantuvo con tal exageración, que,
si bien el juez no se arrepentía de haber salvado
la vida al profesor, a menudo se encontraba
lamentando que alguien más no hubiera estado a mano
para ganarse toda esta gratitud embarazosa. En todas
partes, el Sr. Plateas se jactó de los méritos de
su salvador, por la isla entera resonó su alabanza,
cada vez que se vieron, -y se reunían varias veces al día, -se apresuraba hasta el juez con entusiasmo y no perdía
la oportunidad de proclamar que a partir de ahora su
único deseo era probar con sus palabras sus hechos.
-Mi vida le pertenece a
usted ahora, -le decía-,
la he consagrado a usted.
En vano el juez protestaba y le pedía que el asunto no
era tan grave, -que cualquiera hubiera
hecho lo mismo en su lugar. Plateas no se convencía,
y persistía en declarar su gratitud. Si bien a
menudo bastante lo aburría, el juez se sentía
conmovido por esta devoción, y llegó a aceptar al
profesor como una parte de su vida diaria. De esta
manera los dos hombres se hicieron amigos rápidamente,
de forma progresiva, pese a que no se parecían en
casi nada.
Así que el Sr. Plateas regresaba de su paseo. Era uno
de esos hermosos días de febrero, verdaderos
precursores de la primavera, cuando el sol besa las
primeras hojas de los primeros almendros, las
chispas de azul en el mar y el cielo sin nubes de
Grecia sonríe. Era cerca del ocaso y el prudente
profesor apenas se atrevía a exponerse al aire
fresco de la noche, porque en esta época se
reafirma el invierno luego que el sol se pone. Había
llegado casi al astillero, que entonces marcaba las
afueras de Sira, y seguía caminando por la orilla,
cuando vio a su bien amado Liakos en la distancia
que venia de la ciudad. Una sonrisa de satisfacción
iluminó su redonda cara; levantó ambas manos, en
una de las cuales tenía una cerveza negra, y
alzando la voz para hacerse oír por su amigo a lo
lejos, declamó esta línea de la Ilíada: ¿Quién
sois vos, de los mortales el más valiente?
El profesor tenía costumbre de citar a Homero en todas
las ocasiones, y fama de saberse toda la Ilíada y La
Odisea de memoria. Él rechazaba modestamente
este homenaje a su conocimiento, sin renunciar a las
citas que parecían justificarlo. Gente pueblo mal
intencionada decía que sus versos no siempre
aplicaban, pero los helenistas de Sira no
confirmaban esa calumnia, posiblemente debido a que
no eran competentes para juzgarla. Aún así, todo
el mundo sonreía cuando él levantaba su voz en
medio de una conversación trivial para hacer rodar
majestuosos algunos hexámetros sonoros de Homero.
Cuando ambos amigos estuvieron suficientemente cerca,
el Sr. Plateas se detuvo y estrechó efusivamente la
mano de su salvador.
-Mi querido amigo, ¿por qué
no me dijiste que ibas a caminar? Pudimos haber
salido juntos. Ya es tiempo de entrar. ¿Por qué
empezó tan tarde?
-Cierto estoy tarde,
esperaba encontrarle más adelante.
Y el señor Liakos añadió, con una muestra de
indiferencia:
-¿Hay mucha gente fuera hoy?
Muy pocos, nuestros Sirios, que se contentan con pasear
de arriba a abajo por la plaza llena de gente, gente
de gusto que disfrutan de sí mismos: ... en la
orilla del mar rotundo.
-¿Y quiénes eran estos
hombres de gusto hoy? -preguntó el juez sonriendo.
-Si yo hubiera hablado de
hombres de buen gusto, habría tenido que limitarme
al número dos!
El Sr. Plateas empezó a reírse de su propia broma. Su
amigo sonrió también, pero deseando una respuesta
más exacta, continuó:
-Al menos tienen dos
imitadores, ¿cuántos conoció que fueran ellos?
-Siempre los mismos, los señores
A y B.
Y el profesor empezó a contar con los dedos los filósofos
peripatéticos, como solía llamar a los
frecuentadores de este paseo, que había conocido, -
todos ellos de edad, o al menos, de edad madura,
salvo un joven romántico que se creía poeta.
-¿Nada de señoras? -preguntó el juez.
-Oh, sí, la señora X. con
su rebaño de los niños, y el comerciante, ¿cuál
es su nombre?, el Sr. Mitrofanis, con sus dos hijas.
El juez había aprendido todo lo que quería saber sin
dejar que su amigo percibiera la deriva de sus
preguntas. Esto no fue difícil, porque el profesor
no era en absoluto un moderno Linceo, y no vio más
allá de su nariz. Sin duda, se debió a la
simplicidad innata y la integridad de su carácter,
que nunca había sido capaz de ocultar o fingir
nada, por lo que fue llevado fácilmente a creer lo
que decían. La facilidad con que se convirtió en víctima
de sus amigos cada primero de abril era notoria.
Siempre estaba en guardia la noche anterior, pero
sus precauciones eran inútiles. Era un hombre de
primeras impresiones. A veces, pero no a menudo,
sondeaba las preguntas después para descubrir que
no había actuado o hablado como le habría gustado.
Por regla general, estos post-pensamientos llegaban
demasiado tarde como para serles de alguna utilidad.
Tuvo que consolarse con la reflexión de que lo que
ya está hecho, hecho está.
-¿Qué le parece, va a dar
un paseo conmigo? -preguntó el juez.
-¿A estas horas, querido
amigo?
-Sólo una vuelta.
-Mejor vayamos a mi casa, y le doy un poco de vino perfumado que recibí ayer
de Sifnos. Debe probarlo, se lo recomiendo.
-Bueno, ya que es tan amable,
estaré muy contento de probar su vino nativo, pero
primero vamos a sentarnos aquí un rato a respirar
el fresco aire del mar.
Y señaló a un café modesto "en la arena"
que un especulador audaz había improvisado unas
pocas semanas antes, haciendo un pequeño quiosco de
tablones y unas pocas mesas.
El profesor se volvió hacia la cafetería, y luego miró
a la puesta del sol; luego sacó su reloj y miró la
hora, dejando escapar un suave suspiro.
-Haga lo que quiera de mí, -dijo, mientras seguía al señor Liakos.
II.
Los dos amigos doblaron sus pasos hacia el café vacío,
para gran deleite de su titular, quien corrió hacia
adelante con esmero de ofrecer sus servicios. El
juez se las ingenió para colocar los asientos de
modo que pudiera ver el camino que conducía a Mana.
El profesor se sentó de frente, enfrente a la
ciudad, de espaldas al campo, y parecía bastante
nervioso por el aire de la noche, porque temblaba de
vez en cuando, y se ocupó de subir el botón de su
abrigo hasta el cuello.
Comenzaron a hablar de asuntos cotidianos, el Sr.
Liakos sugirió los temas, mientras que el profesor
peroraba al contenido de su corazón, y justamente
se deleitaba con la cita de Homero. Advirtió, sin
embargo, que su compañero, en lugar de hacer caso a
lo que dijo, no dejaba de mirar hacia la carretera,
e inclinándose hacia delante para ver aún más en
todo el recodo del camino. Siguiendo la mirada de su
amigo, el Sr. Plateas también se volvió de vez en
cuando, incluso se volvió de lleno a la vuelta y
miró a través de sus gafas para saber lo que el
juez estaba mirando, pero, sin ver nada, volvió a
sentarse erguido en su silla y continuó con la
conversación.
Por fin, el señor Liakos divisó lo que estaba
buscando. Le brillaban los ojos. La expresión de
todo su rostro cambió, y no buscó pretexto para no
escuchar la historia de su amigo sobre una reciente
controversia entre dos sabios profesores de la
Universidad de Atenas. Al ver los ojos del juez,
fija en algún objeto detrás, el Sr. Plateas se
detuvo, apoyó su mano regordeta sobre la mesa para
facilitar el giro que estaba a punto de hacer en su
taburete, y se anduvo preparando para en un esfuerzo
más, descubrir lo que por tanto fascinaba al Sr.
Liakos cuando el juez, adivinando el propósito de
su compañero, puso de súbito su mano sobre el
profesor y presionando con firmeza, le dijo en voz
baja, pero en tono de autoridad:
-¡No vuelva la cabeza!
El Sr. Plateas permaneció inmóvil, la boca abierta y
los ojos fijos en los de su amigo, que seguía
mirando hacia la carretera. La mirada del juez
demostró que el objeto de su interés estaba cada
vez más cerca. Pero el profesor no se atrevió a
moverse ni pronunciar palabra.
-Hable, -susurró
el señor Liakos.
Y continuaron la conversación:
-Pero, querido amigo, ¿qué
le diré? Usted ha impulsado todas las ideas de mi
cabeza.
-Recite algo.
-¿Qué voy a recitar?
-Cualquier cosa que quiera, -algo de la Ilíada.
-¡No puedo pensar en una sola
línea!
-Diga el Credo, entonces, -cualquier cosa que quiera, con solo que no se siente ahí
como un tonto.
El pobre profesor comenzó a balbucear mecánicamente
las primeras palabras del Credo, ya fuera por un
sentido de impiedad o mera confusión de mente, pasó
abruptamente al primer libro de la Ilíada. Su
memoria se la jugó mala. ¿Cómo habrían sufrido
sus alumnos si hubieran maltratado así al bardo
inmortal!
Todavía estaba recitando cuando el juez le soltó la
mano y se levantó para hacer una elaborada
reverencia. El Sr. Plateas miró en igual dirección,
y vio la espalda de un señor de edad entre dos
chicas jóvenes y atractivas. No tuvo dificultad en
reconocer el trío, incluso desde sus partes
traseras.
El Sr. Liakos se sentó de nuevo, sonrojándose casi
furiosamente, mientras el profesor, en la más
absoluta estupefacción, hacía la señal de la cruz.
-Kyrie Eleison -dijo. ¿Entonces todo este trámite era por el señor
Mitrofanis y sus hijas?
-Le pido perdón, -respondió el juez, con voz que delataba su agitación.
No quiero que piensen que estamos hablando acerca de
ellos.
-Bendice alma mía..., ¿No
me querrá decir que está enamorado?"
-Ah, sí.
¡La amo con todo mi
corazón!
El Sr. Liakos se volvió una vez
más y sus
ojos siguieron a una de las dos chicas.
El profesor le había escuchado con cierta inquietud.
Si bien, tocado por la emoción del juez, que estaba
al mismo tiempo un poco celoso de su causa, estaba
sorprendido que su amigo no hubiera hablado nunca de
aquel amor y, humillado por el mismo que no había
podido adivinarlo. Pero todas estas ideas eran tan
vagas que apenas podía expresarlas.
Después de unos momentos de silencio, y mientras la
confesión apasionada del juez aún permanecía en
sus oídos, le preguntó ingenuamente, sin detenerse
a pensar:
-¿Cuál de ellas?
El Sr. Liakos miró al profesor, asombrado, y aunque no
hablaba, la expresión de su cara lo decía
claramente: ¿Cómo se atreve?
Sr. Plateas se llevó la mano a la frente.
-¿Dónde está mi ingenio! -exclamó-.
¡Perdón, mi querido amigo, pero al ver sólo la
espalda, como lo hice hace un momento, no pude
distinguir una de otra, y me había olvidado que el
rostro de la hermana mayor apenas podría inspirarle
amor! Pero la joven:
¡Es encantadora!
El juez escuchó sin respuesta.
-¿Sabe usted-,
el profesor continuó al fin desahogo su mente:
-Yo no entiendo cómo puede
ser amor, no me hable de él, cómo puede ocultar
sus sentimientos a un amigo. ¡Si hubiera sido yo, no
le habría ahorrado ni un solo suspiro! Y su pecho
despidió un "Ah", que trató de hacer
amoroso. Este suspiro, o tal vez la sola idea del
profesor enamorado, le trajo una sonrisa al rostro
nublado del juez.
-¿Por qué no ha hablado
nunca conmigo al respecto? -continuó el Sr. Plateas.
-Porque no le quiero aburrir,
-respondió el Sr. Liakos. Luego, tocado por la mirada
de reproche de su amigo, se aprestó a añadir:
-Pero ahora le voy a contar
todo, tolo que desee.
Estaba todavía en silencio, como si no supiera cómo
empezar. El profesor volvió a estremecerse, y
viendo que el sol se había puesto detrás de las
montañas, dijo:
-No sería mejor hablar de
esto camino a casa, o aun en mi casa? Ya es hora de
entrar.
Los dos hombres se levantaron y se dirigieron hacia la
ciudad.
¿Qué amante abatido no ha anhelado para derramar su
corazón a algún amigo? Incluso la propia
reverencia a la pureza de sus sentimientos no lo
frenaría. Se trata de proteger el misterio de su
amor como a un santuario santo, y que él no lo
exponga a ojos irreverentes, vacila, se retrasa, -pero
tarde o temprano su corazón se desbordará, por lo
que debe tener un confidente.
El juez ya había elegido a su hombre de confianza, y
no tenía ninguna prisa de aprovechar la oportunidad
que ahora se ofrecía, sino que aún estaba en
silencio, así que comenzó a lamentar su promesa
irreflexiva de decirle a su amigo todo. Aunque sentía
gran estima y hasta un cálido afecto por el señor
Plateas, no podía considerar al profesor como el
receptor apropiado para su confesión de amor, o muy
capaz de apreciar la delicadeza de sus sentimientos,
además, le parecía casi una traición revelar de
nuevo su secreto que ya había confiado a otros.
El Sr. Plateas notó su vacilación, pero la atribuyó
a la agitación. Después de una pausa, vio que la
confesión no aparecía por sí misma, y trató de
sacársela a preguntas. Aunque francas, las
respuestas que recibió fueron breves; aún así,
fue capaz de deducir que el juez había estado
enamorado alguna vez desde que llegó de Sira, -tres
años antes, -y luego se había
comprometido ya fuera para casarse con la hija menor
del Sr. Mitrofanis o no casarse en absoluto. Fue en
los últimos meses, sin embargo, que el Sr. Liakos
había conocido a la joven por primera vez, en casa
de un amigo, y había descubierto que le correspondía
a su amor.
-¿Dónde sucedió?
-En casa de mi prima.
-¿Conoce a las dos chicas?
-Oh, sí, era amiga de su
madre.
-¡Ah, ahora entiendo!, -exclamó el profesor, su prima tuvo sus suspiros. ¡Ella
ha sido su confidente! Por eso nunca me dijo nada.
El juez sonrió, pero su pobre amigo se sintió un poco
celoso de su prima.
-¿Por qué no se le propuso,
tan pronto como supo que le gustaba? -continuó
el profesor.
-Lo hice, hace una semana,
mi prima me le pidió palabra al Sr. Mitrofanis,
pero...
-Pero, ¿qué? ¿Dónde podría
encontrar mejor yerno? No se le negó a usted, ¿verdad?
-No, no se me negó, pero me
planteó una condición a cumplir. -Dios
sabe qué. Mientras tanto no quiere que nos
encontremos. No la he visto desde hace diez días,
incluso a distancia, y puede entender con qué emoción
ahora...
-¿Qué condición es esa? -preguntó el profesor.
-Esperar a que se case la
hermana mayor. Él no permitirá a la joven casarse,
ni incluso comprometerse antes que la mayor.
-Ah, amigo mío, es una lástima;
me temo que tendrías que esperar mucho, mucho
tiempo, no será tan fácil casar a la hermana Aún
así, todo es son posibles... No debe desesperarse.
El juez permaneció en silencio, presa evidente de la
melancolía. Después dijo:
-Y sin embargo, la hermana
es un perfecto tesoro, pese a su falta de belleza No
hay un alma más dulce en la tierra ha suplicado a
su padre que cambie su decisión; le asegura que no
tiene ningún deseo de casarse, y que su único
deseo es permanecer junto a él para cuidarle en su
vejez, y ayudar a los niños de su hermana. Pero el
viejo es inflexible: una vez toma una posición, es
final!
La lengua del juez se desató, y fue tan elocuente en
alabanzas a la hermana mayor como reservado en el
relato de su amor. Tal vez eso suavizó su mente,
pues hablar de ella parecía casi como hablar de su
amor, alabar a una era como exaltar la otra.
-Es un ángel de bondad, -continuó-, y ama a su hermana con toda la ternura de
una madre; de hecho, ha llenado el lugar de una
madre, desde que ambas niñas quedaron huérfanos
Ella lleva todo el cuidado de la casa, y la maneja
admirablemente;.. mi prima no se cansa de decirme
que no ha visto en ninguna parte tan buen orden, o
una casa tan bien cuidada, pero no hay que imaginar
que descuida otras cosas por mor de la limpieza
Pocas mujeres nuestras son tan leídas o tan
ampliamente informadas.
A este respecto, al menos, el Sr. Mitrofanis es digno
de toda alabanza; sus hijas han sido educadas con
esmero. Apenas si es su culpa que ambas no sean
igual de hermosas, en la belleza del carácter son
iguales. El anciano es también un tesoro, feliz el
hombre que la gane.
Al principio, el profesor escuchó con algún asombro
el repentino entusiasmo de su amigo, y luego, poco a
poco, su sorpresa se cambió en inquietud. Empezó a
sospechar -pero
él no era hombre de ocultar cualquier cosa que le
venia a la mente-, y se detuvo abruptamente en medio de la carretera, e
interrumpió el elogio del juez.
-¿Por qué me cuenta todo
esto? -inquirió.
¿Por qué canta sus alabanzas a mí ¿Qué quiere
decirme. ¿Qué, intenta engatusarme para casarse
con ella?
El Sr. Liakos quedó sorprendido. La idea ni siquiera se le
había ocurrido, nunca habría pensado en el profesor
como un hombre de casarse. Sin embargo, se dijo: ¿por qué
no? ¿En qué faltaba? ¿No era su amigo? ¿No era el mismo
hombre que podría convertirse en su cuñado aquel
que tan
ardientemente deseaba? Todo esto pasó vagamente por
su mente mientras se quedaba mirando al señor
Plateas, incapaz de encontrar una respuesta a
pregunta tan inesperada. El profesor continuó con
energía:
-Escuche, Liakos le debo mi
vida. Le pertenezco, pero si usted me pide casarse
como prueba de mi gratitud, ¡Prefiero ir en este
momento al mar, donde me salvó de la muerte. y
ahogarme ante sus propios ojos!
El repentino calor del discurso del profesor demostró
que estaba herido, pero fuera a lo que el juez había
estado diciendo acerca de la hermana mayor, o al
secreto que había demostrado en su estudiada
reserva al hablar de la hermana más joven, era
dudoso. Probablemente, el buen hombre no sabía, lo
que sí sabía, era que se sentía herido. Era
bastante claro en lo que dijo y como lo dijo.
El Sr. Liakos se ofendió.
-Sr. Plateas, -respondió secamente: Yo a menudo he dicho -y se lo repito ahora-,
por última vez, no he hecho, y no deseo
tener ningún derecho sobre su gratitud. En cuanto a
su matrimonio, le aseguro que nunca soñé
presentarlo a usted como pretendiente, menos
buscarle una esposa. Yo no tenía la
menor idea cuando le hablé de mis asuntos, y ahora
lamento darle problemas por cuenta de ellos.
Los dos amigos caminaron en silencio, lado a lado, pero
impacientes por partir enseguida tan pronto como
pudieran decorosamente. Cuando casi habían llegado
al lugar donde sus caminos se separarían hacia
casa, el profesor repitió su invitación:
-¿No le gustaría venir y
probar mi moscatel?
-No, gracias, ya es tarde,
tengo un compromiso.
-¿Con su prima, tal vez?
-Tal vez! -El
juez trató de sonreír.
-Espero que no esté
irritado conmigo, -dijo su amigo, en tono conciliador.
-¿Por qué?
-Tal vez lo que dije estuvo
fuera de lugar, -especialmente en lo de que
nunca quiso interferir en mi libertad-.
El buen hombre se echó a reír, y agregó:
-Es mucho mejor tener esas
cosas aclaradas.
-Ciertamente...
El juez le dio la mano gorda que cordialmente le ofreció,
y se apresuró a continuar, mientras su compañero
se fue lentamente a casa.
III
La casa del profesor estaba en la colina en el barrio
donde se ubica actualmente el asilo de huérfanos.
En ese momento había muy pocas viviendas y estaba
bastante lejos del centro de la ciudad, el panorama
era amplio y variado. No fue la vista lo que atrajo
al profesor, sino la baratura de la tierra. Él había
construido su casa por sí mismo, y sus paredes eran
el fruto de muchos años de trabajo.
Por pequeña y modesta que fuera, era propia, y no
estaba en deuda con nadie, porque no tenía que
pagar alquiler. Este dulce sentimiento de
independencia compensaba la subida agotadora que el
pequeño propietario corpulento tenía que tomar dos
veces al día por la empinada "Río", ya
que la calle así se llamaba. El camino llevaba este
nombre (como todo el mundo sabe que ha visitado Sira),
porque había sido el lecho de un arroyo que solía
llevar a las lluvias de invierno, de la montaña al
mar. De hecho, el agua aún corre por la calle hasta
nuestros días, y en temporada de lluvias se
convierte en torrente. Aunque las rocas y piedras
que una vez que se alineaban a sus lados han dado
lugar a las casas de puertas en alto por encima de
la inundación, el origen de la calle y la razón de
su nombre son bastante obvias.
Afortunadamente, las lluvias son poco frecuentes en
Sira, pero cuando caen, el "río" es a
menudo intransitable. En esos momentos, el profesor
puede llegar a su casa sólo por zigzags en calles
laterales, y ha habido días en que toda la
comunicación se corta, por lo que él ha tenido que
quedarse encerrado en su casa.
El placer más grande que su casa le trajo fue
haberrle permitido dar a su anciana madre la
felicidad de pasar sus últimos días, cómodamente,
bajo su propio techo después de las vicisitudes y
privaciones con las que había criado a su hijo, que
pudo
verle superar las dificultades de su carrera
profesoral. Ella había muerto en paz en esa casa,
y aunque ya había pasado un año, mantuvo la habitación
tal y como ella la había dejado. El profesor realmente
la necesitaba para su biblioteca, que crecía de día
en día, mas prefirió dejar la habitación sin uso,
consagrada a la memoria de su madre.
La única herencia que le dejó fue su vieja criada, la
taciturna Florou, cuyos caprichos seniles soportó
con paciencia, aguantándole su incierto servicio y
su mala cocina. La regencia de Florou, no se elevó
más alta que la planta de abajo. El maestro encontró
la paz y la tranquilidad en su propia habitación
arriba. Allí trabajó, en su mesa delante de la
ventana donde preparaba sus lecciones, y leía sus
autores favoritos. Con la pluma en la mano y sus
libros extendidos ante él, gustaba mirar distraídamente
sobre los techos de las otras casas en el mar y la
silueta borrosa de las islas vecinas, o se inclinaba
hacia atrás con los párpados cerrados y la mirada
en la nada, cuando estaba dormido.
$El profesor quería mucho esa casa. Desde que la poseía,
salía muy poco, excepto para asistir a clases o dar
su paseo habitual; y era siempre un placer nuevo ver
sus muros y abrir la puerta otra vez.
Esa tarde llegó a ella con mayor satisfacción de lo
habitual, como a un puerto de refugio de los
peligros imaginarios que le acechaban, por el elogio
de su amigo de la simple hermana.
-Ese sería el golpe de
gracia! -dijo en voz alta, mientras doblaba cuidadosamente el
abrigo. Se puso una bata vieja, y ató un pañuelo
de seda alrededor de su cabeza en forma de gorra
como era su costumbre todas las noches.
-Ese sería el golpe de
gracia: traerme una esposa que ponga todo patas
arriba; que me saque cuando quiero estar dentro, o
tenerme adentro cuando quiera salir; hablarme cuando
quiero estar tranquilo, abrirme la ventana cuando
tenga frío, porque se siente con calor, o para
cerrarla cuando yo esté caliente, porque siente
demasiado frío!
Con eso cerró la ventana.
-El matrimonio puede ser muy
bueno para los jóvenes, pero cuando un hombre ha
llegado a edad de la discreción, tal locura no se
debe pensar, si he escapado a sus ataduras hasta
ahora, no voy a tirar mi libertad en mis días
finales! Astutamente se las ingenió contra mi
libertad.
Se acordó de la mujer que había elegido para él en
su juventud, que la había visto el año anterior,
mientras daba una visita a su isla natal -pelo gris, las arrugas
prematuras-, rodeado por un grupo de niños que jugaban peleando y
llorando.
-Gracias a Dios, -dijo en voz alta: Que no tengo esa carga que llevar!
Deseo que al hombre la dicha le llene mi lugar!
Florou lo interrumpió al abrir la puerta. Ella miró a
su alrededor con asombro, y al ver que su maestro sólo
hablaba consigo mismo, sacudió la cabeza y dijo
secamente:
-¡La
cena!
-Muy bien, ya voy, -y se fue a la sala, que estaba al lado de la cocina y
que servía de comedor también. El profesor se sentó,
con un buen apetito y cuando calmó su hambre,
comenzó a pensar en los incidentes de su paseo. Al
principio, su mente trataba de las ventajas de la
soltería; luego pensó en el señor Liakos y sintió
sincera pena por su amigo.
*
-¡Pobre hombre! -se dijo. Ha sido golpeado por la flecha de Cupido; ya
no es dueño de sí. Piensa que está en el rumbo
correcto hacia la felicidad. Espero que lo pueda
encontrar, y que no descubra nunca su error. Bueno,
nunca tenemos lo que queremos en este mundo, y la
felicidad del hombre depende, después de todo, en
su propia manera de sentir y pensar.
El Sr. Plateas imaginaba que era filosofía, pero, de
hecho, fue solo un intento ciego de deshacerse de
pensamientos desagradables. No podía olvidar el
abatimiento evidente del juez y su vano empeño por
ocultarlo. ¿Qué pasaría si el señor Liakos
quisiera que me casara con la simple hermana? Tal
vez su amigo había tenido la delicadeza de hablarle
sobre el tema, y le había negado siquiera haber
pensado en tal cosa únicamente cuando le picaron
sus ingratas palabras.
¿Quién tenía más derecho a reclamar tal sacrificio?
¿No debía su vida misma al juez? ¿Y cómo le había
pagado él esa deuda? !Había tratado de escapar de
ella! Había ignorado la delicadeza de su amigo, y
vilmente lo había amenazado con ahogarse en lugar
de levantar una mano para asegurarle la felicidad a
su salvador. Cuanto más pensaba en ello, más negra
le parecía su ingratitud. Él había insultado en
realidad al hombre que le había salvado su vida! La
sangre se subió a sus mejillas, y el remordimiento
le creció más agudamente, más, y su filosofía
era solo un consuelo. Después de haber comido su último
puñado de pasas, apartó su plato enfadado, tiró
la servilleta sobre la mesa y subió a su habitación
con la mente enmarcada en descontento.
-Me he comportado de forma
abominable, -se dijo: ¿Por qué le he
ofendido? No había necesidad de decir lo que dije.
La reflexión me llega siempre demasiado tarde!
Y se golpeó la cabeza con la mano; se paseó de arriba
para abajo en su habitación bajo la creciente
oscuridad hasta Florou entró y le puso la lámpara
en la mesa.
Ella entró y se fue sin decir palabra.
El profesor se detuvo un momento; sus ojos se posaron
en la luz. La luz le recordó su deber y lo invitó
a trabajar, debía preparar la lección del día
siguiente. Por primera vez en su vida encontró con
que no podía fijar su mente en los libros. Vaciló,
y luego comenzó a subir y bajar de nuevo, pensando
en el señor Liakos, en sus alumnos, en las dos
hijas del mercader, y en el “gimnasiarca.*”
Todo al mismo tiempo. Por último, en este revoltijo de
ideas, el instinto profesional tiene la sartén por
el mango. Se sentó a la mesa, puso a los tres
pesados volúmenes del Diccionario de Gazis, la
sintaxis de Asopios y sus otros manuales de estudio,
en el orden habitual; entonces colocó la tinta y el
papel, y dio con la Ilíada con la página marcada
para el día siguiente. Comenzó su trabajo señalando
la etimología de cada palabra, la sintaxis de cada
frase, y las peculiaridades de cada hexámetro. Su
clase ya había llegado al sexto libro de la Ilíada.
Pronto, sin embargo, se olvidó de la sintaxis, la
etimología y el metro, se olvidó de sus alumnos y
el análisis en seco que estaba haciendo en su
beneficio, y leyó sin detenerse a lo largo del
pasaje. Era la despedida de Héctor y de Andrómaca.
Descubrió nueva belleza y significado en la
historia; la exquisita imagen del amor conyugal y
paternal, la felicidad del afecto mutuo, el dolor de
la separación; nunca antes había le hecho tal
impresión. Nunca antes había leído o recitado la
Ilíada de esta forma. Mientras leía, el Sr. Liakos
tomó gradualmente el papel de Héctor. No dejaba de
pensar en su amigo; su amigo era el que sentía la
amargura de la separación, también sin haber
probado, como Héctor, la alegría de la felicidad
conyugal!
El Sr. Plateas cerró el libro y comenzó a subir de
nuevo. Mil pensamientos contradictorios llenaban su
mente mientras se paseaba de su mesa a la cama y de
la cama a su mesa.
-¡Bah! -exclamó-. ¿Por qué debería creer que Liakos nunca tuvo idea
de casarme con ella? Sería tonto imaginar tal cosa!
¿Me veo como un hombre casadero?
Se detuvo frente a su espejo, iluminado por la lámpara
de un solo un lado, y vio a la mitad de su rostro
reflejado, con el pañuelo de seda de la herida en
la cabeza, mientras la otra mitad quedaba a la
sombra; y ambos extremos del nudo pegados a lo largo
de su frente.
-En verdad, -dijo
riendo-, entre nosotros tenemos un
hermoso Astyanax!
Se sentó de nuevo, más tranquilo, pero una vez más
una multitud de escenas e imágenes que nada tenían
que ver con la lección del día siguiente pasaban
ante sus ojos. Vio que no podía trabajar en serio,
y decidió irse a la cama, pensando que el descanso
calmaría sus nervios, y se levantaría temprano en
la mañana a preparar la tarea con la mente fresca.
Así se fue a la cama y apagó su lámpara. Pero el
sueño no le venía; estaba inquieto, y en el
silencio y la oscuridad, la misma tensión de los
nervios le llenaba cada vez más de remordimientos.
Largas horas de la noche pasaron lentamente. Por fin,
en la mañana, se quedó dormido, pero sus
pensamientos de vigilia se distorsionaron en una
pesadilla espantosa, y se puso en marcha el terror.
Había soñado que en su cama estaba el mar,
mientras que su almohada era un tiburón, y su
cabeza estaba en las fauces del monstruo. Luego el
tiburón empezó a tomar la cara y la forma de la
hija mayor del comerciante, y una voz la
voz de Liakos sonaba
en su oído, repitiendo una y otra vez:
-Ding, Dong! Ingrato! Ding, Dong! Ingrato!
Se sentó en la cama, mientras limpiaba su sudorosa
frente con el pañuelo de seda, desatado en la agonía
de su sueño, se hizo una resolución heroica.
-Voy a casarme con ella! -exclamó-.
Debo mucho a mi salvador. Tengo que cumplir con mi
deber y aliviar mi conciencia.
Se cubrió de nuevo, esta vez con el corazón más
ligero, la mente tranquila libre de toda sospecha,
vacilación o remordimiento.
El sol de la mañana inundó su habitación y le
despertó una hora más tarde de lo habitual. Era la
primera vez que esto le había sucedido a un
profesor tan puntual. Y Florou estaba aturdida
indudablemente. La cabeza pesada, los ojos doloridos,
se vistió a toda prisa, tragó su taza de café
negro y se sentó a completar la tarea inconclusa de
la noche anterior. Pero sus pensamientos vagaban
todavía.
Sin embargo, estuvo a tiempo en el gimnasio, y empezó
la lección diaria. !Qué lección! Al principio,
los escolares se preguntaban qué había sido de la
gravedad habitual de su maestro; pronto
comprendieron que aquella notable indulgencia no se
debía a ningún mérito de parte de ellos, sino que
se debía a una completa chifladura de parte suya.
Maravilla de maravillas! !El Sr. Plateas no estaba
atentos! Envalentonados por este descubrimiento, se
deleitaban maliciosos en el hacinamiento de error
sobre error, e hicieron estragos terribles con el
sexto libro de la Ilíada, sin respetar etimología,
sintaxis, ni prosodia. El buen hombre se sentó en
medio de todo tranquilo hasta que la hora del cierre
regular llegó. Sus pupilos se marcharon sin
comentar sobre Homero, sino en la inaudita falta de
control de su maestro; mientras él se alejaba,
retomó la carga de sus pensamientos: Cómo
establecer su determinación de poner en ejecución
lo ya pensado.
El asunto no era tan sencillo como le parecía a él,
en la noche. Su decisión de casarse con la hija
mayor del Sr. Mitrofanis no era suficiente; había
ciertos pasos a seguir, pero ¿cuàles eran? ¿Debería
referirlos a su amigo? Después de lo pasado entre
ellos el día anterior, escasamente no gustaba de ir
al juez y decirle - ¿qué? Estoy listo para el
sacrificio! Ciertamente, no podía hacer eso. ¿Debería
pedir ayuda a la prima del señor Liakos? Tuvo
objeciones en este sentido; también, para estar
seguro, conocía a la señora y a su esposo, había
hecho la costumbre de inclinarse ante ellos por la
calle, pero nunca había tenido ninguna conversación
con el primo, y se sentía que no tenía ni el
derecho ni el coraje de pedirles que sirviera de
intermediario.
Pensó en todo sin llegar a ninguna conclusión;
cruzaba la plaza camino de su casa, era
casi la hora de su comida a mediodía, cuando de repente vio al señor Mitrofanis que venía
hacia él. Este encuentro puso fin a todas sus dudas,
y en un destello de inspiración, decidió hablar
directamente con el padre de la joven.
¿Qué podría ser más sencillo? Al no tener tiempo
para sopesar cuidadosamente el asunto, estuvo más
que contento de encontrar tal manera feliz de salir
de su perplejidad. Le hizo una reverencia y se
detuvo delante del anciano caballero.
-Sr. Mitrofanis, estoy
encantado de conocerle, tengo algunas palabras que
decirle.
-Es el Sr. Plateas, no? -dijo el otro, cortésmente devolviendo la reverencia.
-Igual.
-¿Y qué puedo hacer por
usted, señor Plateas?
El profesor comenzó a sentir un poco de vergüenza,
pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, por
lo que tomó valor y continuó:
--Para llegar al punto de una
vez, Sr. Mitrofanis, deseo de convertirme en su
yerno!
Esta abrupta propuesta fue una sorpresa para el anciano
y dudosamente una agradable. La misma oferta no
resultaba tan sorprendente, por la belleza de su
hija menor, la frecuencia había obligado al padre a
rechazar propuestas de este tipo, pero nunca se había
visto tratado tan bruscamente antes. Por otra parte,
de todos los pretendientes que hasta ahora se habían
presentado, el Sr. Plateas parecía el más mínimo
asunto de su edad y en otros aspectos. Pero no era
tanto eso lo que el anciano tenía en mente. Se dijo,
¿Qué, este también?
-Me siento muy honrado por
su propuesta, -dijo al Sr. Plateas, -pero mi niña es demasiado joven, y no he pensado en
matrimonio para ella todavía."
-¿Qué niña? Mi preoposición
no es para la hermana más joven, yo le pido la mano
de la señorita quería
llamarla por su nombre, pero pareció que no lo sabía
bien-.
Le pido la mano de su hija mayor.
Sr. Mitrofanis no pudo ocultar su asombro al oír estas
palabras, cosa que nunca le había sucedido antes.
No dijo nada, pero miró fijamente al señor Plateas,
que sintió que su paciencia cedía.
-Debo admitir Sr. Plateas, -dijo el anciano, al fin-,
que su propuesta es totalmente inesperada, y que
llega de forma bastante inusual. ¿No cree que
nuestra costumbre tradicional en estos casos es muy
sensible, y que estas cuestiones mejor se manejan
por intermediarios?
El profesor no estaba preparado para esto. Incluso había
imaginado que el padre de la joven se arrojara sobre
su cuello en plena calle, con alegría de tener por
fin el deseado yerno.
-Yo, yo... pensé, -tartamudeó-,
que me parecía bien, y que era la manera más
simple, hablar con usted directamente.
-Sin duda, sin duda, pero si
usted desea enviar a uno de sus amigos a hablar
conmigo, y me da tiempo para la reflexión, me
agradaría en gran medida.
-Con mucho gusto! Mandaré
al Sr. Liakos.
Al oír el nombre, el anciano frunció el ceño.
-¡Ah! dijo,
el Sr. Liakos es de su confianza.
El pobre señor Plateas se dio cuenta que había
cometido un error al involucrar el nombre de su
amigo en el asunto. Estaba a punto de decir algo, no
sabía exactamente qué,
cuando el Sr. Mitrofanis se le adelantó y puso fin
a su bochorno.
-Está bien. Esperaré al
Sr. Liakos. Así, el anciano se inclinó y siguió
su camino.
Nunca en su vida había estado el profesor en tal
estado de angustia mental, excepto por la que había
sido presa desde la noche anterior. Sus sufrimientos
al momento llegaban tan cerca del ahogo que no se
comparaban con su presente angustia. El peligro había
llegado pronto, y él se daría cuenta en pleno
cuando todo hubiera terminado.
La incertidumbre del futuro, añadía a su miseria. En
el mismo momento que pensaba que había llegado a
puerto seguro, se encontraba perdido por completo
otra vez. Permaneció en medio de la plaza, con los
brazos colgando sin poder hacer nada, y se quedó
mirando a las espaldas del comerciante en retirada.
-Bien, tengo que ver a
Liakos. -se dijo-.
Pero, ¿dónde voy a encontrarlo en esta hora del día?
En ese momento, el reloj de la Iglesia de la
Transfiguración dio las doce.
El Sr. Plateas recordó, en primer lugar que la cena le
estaba esperando en su casa, y que su amigo tenía
el hábito de comer en un determinado restaurante
detrás de la plaza y deslizándose hacia allá, se
encontró con el juez en la puerta.
-Oh, mi querido amigo!, -exclamó. Mi querido amigo!
-¿Qué pasa? ¿Qué le ha
pasado? -preguntó el señor Liakos con ansiedad.
-Lo que me ha ocurrido a mí
es algo con lo que nunca soñé! Acabo de pedir al
señor Mitrofanis la mano de su hija mayor...
-Usted le pidió la mano de
su hija?
-Sí. ¿Hay algo
sorprendente en eso?
--¿Pues no me lo dijo ayer...
-Bueno, ¿y si lo hubiera
hecho? Durante la noche pensé en ello, y me convencí
de que debía casarse, que nunca voy a encontrar una
mejor esposa.
-Escuche, Plateas, -dijo el Sr. Liakos, obviamente, más que conmovido-. Entiendo su repentina conversión, pues lo entiendo,
pero no puedo dejar que haga tal sacrificio.
-¿Qué sacrificio? ¿Quién
dijo algo sobre sacrificios, me he hecho a la idea
de casarme, porque me quiero casar. Voy a casarme, y
si su padre niega el consentimiento, huiré con ella.
Y le dio un recuento vivo de su reunión con el Sr.
Mitrofanis.
El juez sonrió mientras escuchaba, porque también había
estado pensando en el asunto desde la noche
anterior, y cuanto más pensaba, más idónea le
parecía. Después de u rígido auto-examen, se
convenció a sí mismo de que estaba bastante
desinteresado del asunto y que la hermana de su
novia y su amigo nunca podrían ser felices
separados.
En cuanto a la autorización del padre, tenía poco
temor en ese aspecto. Más bien temía, es cierto,
la misión que se metió con él, sobre todo cuando
pensaba en la manera en que el anciano había
recibido su nombre, pero sentía que no podía
rechazar tal servicio a su amigo; finalmente prometió
que vería al señor Mitrofanis ese mismo día, y
llegaría por la tarde a informar del feliz
resultado de su entrevista.
IV.
Cuando el profesor se hubo ido, el juez empezó a
pensar con recelo de las dificultades que acosaban a
su misión. Tenía tantas cosas en juego, que el éxito
de su mediación no podía aceptarse como imparcial
o la alabanza del pretendiente como absolutamente
desprejuiciada. La causa de su amigo debía
atribuirse a alguien menos profundamente interesado
en el caso. Si el profesor no se había dado prisa
por nombrarlo como intermediario, podían haber
consultado a su prima, y hasta puesto el asunto en
sus manos, pero su aparición en la escena sólo daría
al Sr. Mitrofanis una ofensa más reciente.
¿Por qué no pedirle consejo en confianza? Ella era
una mujer de sentido y experiencia, y probablemente
podía encontrar la manera de sacarle de su dilema.
El Sr. Liakos estaba a punto de ir donde su prima,
pero supuso que sería una imprudencia grave
impartir el secreto a una tercera persona sin
consentimiento de su amigo. Y sentía también que
sería muy débil de su parte no ejercer con toda
lealtad el deber que había emprendido.
-Adelante, pues! ¡Ánimo!
Así que, el Sr. Liakos se dirigió a la oficina del
padre de su novia, aunque no falto de temor en su
interior.
Dio la casualidad que el Sr. Mitrofanis estaba
recibiendo un lote de café de la Aduana; los carros
venían uno tras otro, los porteros llevaban los
sacos al almacén, y el juez tenía dificultad para
hacerse camino a la puerta.
Era un gran edificio de planta cuadrada, con una
habitación que partía en una esquina hacia la
calle. Esta habitación era la oficina, y tenía una
ventana enrejada, pero la luz de la misma y desde la
puerta de la calle, era demasiado débil para que el
Sr. Liakos viera lo que estaba pasando en el
interior del almacén. Mientras estuvo allí, en el
umbral, vio que su llegada era inoportuna, por haber
un conflicto en curso. A pesar de que no entendía,
o incluso tratar de entender lo que se trataba,
escuchó las ardientes palabras de un lado a otro, y
por encima de ellas, se podía distinguir la voz del
comerciante, fuerte y dominante.
El juez se detuvo sorprendido. Había oído hablar del
temperamento del anciano caballero, pero no había
imaginado que la ira podría elevarse a un paso de
una voz generalmente tan serena y digna. Se alarmó;
estaba tratando de huir sin ser visto, cuando el Sr.
Mitrofanis interrumpió la discusión y le gritó
desde el fondo de la bodega:
-¿Qué quiere, Señor
Liakos?
-Vine a decirle unas pocas
palabras, pero veo que está comprometido, volveré
en otra ocasión."
-Pase a mi oficina, estaré
con usted en un momento.
El juez tropezó con algunas bolsas de café, y,
haciendo camino a la oficina; se sentó a la mesa
del comerciante en la única silla vacante. El aire
estaba cargado con el olor de la mercancía
colonial. La disputa comenzó de nuevo, en el
interior del almacén, y las palabras,
"peso", "bolsas", "Custom
House", se repetían una y otra vez. El Sr.
Liakos sabía escuchar el ruido, y trató de
imaginarse a sí mismo como un tranquilo viejo
caballero que había estado caminando con sus dos
hijas la noche anterior. Por fin, la conmoción se
calmó, y el Sr. Mitrofanis entró con el ceño
fruncido en su rostro.
-He pasado en un tiempo de
mala suerte para mi llamada, -pensó
el juez.
-Supongo que viene de parte
del Sr. Plateas, -comenzó el viejo, con un
toque de ironía en el tono.
-Sí, la verdad es que me
comunicó la conversación que tuvo con ustedes esta
mañana.
-Debo decir, señor Liakos,
que su ansiedad por encontrar un marido para mi hija
mayor me parece bastante marcada.
-Le aseguro, señor, que la
propuesta de mi amigo es totalmente voluntaria, y de
ninguna manera solicitada por mí.
El anciano sonrió con incredulidad.
-Lo único que lamento es, -continuó el juez-,
que permití al señor Plateas descubrir mi secreto
ayer. Protesto porque nunca tuve la menor idea de
instarle a dar ese paso. Él ha actuado por voluntad
propia y usted se engaña al suponer que he actuado
por interés.
-Yo creo que, ya que lo
dice, no voy a dejar de preguntarle cómo es que él
sea quien pida la mano de mi hija, a quien no conoce,
y al día siguiente de recibir su confidencia.
-Pero sea como fuere,
continuó, sin dejar al Sr. Liakos hablar: Yo no le
puedo dar una respuesta inmediata, necesito tiempo
para examinar la cuestión y le ruego que no se
moleste en llamar. Voy a tomar mi decisión y a
darla a conocer. Estas últimas palabras las
pronunció con sequedad.
El juez se fue muy desconcertado. No fue un rechazo lo
que había recibido, ni siquiera un consentimiento
tampoco, su inquietud más grave la causaba el tono
y la forma empleada por el anciano. A pesar de que
podría haber sido suscitado en parte por el
conflicto en el almacén, era demasiado claro que su
profundo interés en el éxito de su misión había
sido perjudicial al despertar sospechas en el
comerciante y en el control de su propia elocuencia.
¿Cuántas cosas podría haber dicho al señor
Mitrofanis si sólo se hubiera atrevido! Sentía que
su mediación lo había limitado empeorando las
cosas, y podía ser fatal. Era necesario un diplomático
más hábil que él para llevar a cabo aquel asunto
a final feliz, ¿por qué no actuó como había
pensado de primer impulso consultando el asunto con
su prima? ¿Por qué no ir a verla ahora mismo?
Sin duda, su amigo no puede ofenderse, especialmente si
el resultado fuera exitoso. El pobre juez estaba en
problemas, y anhelaba aliento y apoyo, pero mientras
discutía consigo mismo, sus pies lo llevaban a casa
de su prima. Al momento que llegó a su puerta,
todas sus dudas se habían desvanecido.
El Sr. Liakos encontró a su pariente ocupada en
convertir una chaqueta de su hijo mayor, que le había
quedado pequeña a su dueño, en una prenda
demasiada amplia para el hermano más chico. Los
muchachos estaban en la escuela, mientras sus tres
hermanas -que
se interponían entre ellos por edad -estudiaban
sus lecciones bajo la mirada de su madre, y al mismo
tiempo aprendían economía doméstica con su
ejemplo.
Ser una mujer de tacto, le hizo ver en la actitud del
juez que deseaba hablar con ella a solas, así que
envió las niñas a jugar.
-Bueno, ¿qué es? -preguntó enseguida como habían salido las niñas de
la habitación. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Por qué piensas que hay
alguna noticia?
-Ah, ciertamente! Como si yo
no te conociera! Pude ver a simple vista que tenías
algo en mente.
En verdad, su perspectiva femenina rara vez le fallaba
en la lectura del Sr. Liakos, pues lo había visto
crecer de niño, y lo conocía a fondo. Por su parte,
el juez se enorgullecía de conocerla bien, pero
tendría entonces que haber previsto que su ayuda no
sería fácil de adquirir en un asunto en el que no
se le había autorizado a gestionar desde el
principio. Disfrutaba atareada con los matrimonios
en general y con las de sus amigos, en particular,
pero ella sentía que estaba singularmente
calificada para asumir el papel principal en la
planificación y ejecución de los acuerdos de este
tipo, y a menos que se reconocieran sus demandas,
rara vez daba su aprobación, e incluso no dudó en
oponerse ocasionalmente. Sin embargo, para su
desconcierto por el resultado de su visita al viejo
comerciante, el Sr. Liakos sin duda se habría
ideado una manera de conciliar su primo, pero no se
le había ocurrido a tomar esa precaución, y pronto
percibía el error cometido.
Cuando anunció abruptamente que había encontrado un
marido para la hermana de su novia, su prima, en
lugar de mostrar placer, o por lo menos cierta
curiosidad, siguió en silencio la costura con
afectada indiferencia, diciendo simplemente:
-¡Ah! Este Ah...
Fue a mitad de camino entre una pregunta y una
exclamación, el juez no podría decir si expresaba
ironía o simplemente asombro, pero era suficiente
para relajarse.
-Todo está contra mí! -pensó.
-¿Y quién es su candidato?"
-inquirió después de una pausa, sin dejar su trabajo.
-Sr. Plateas.
La prima dejó caer la aguja y miró al señor Liakos
con los ojos llenos de sorpresa burlona.
-El Sr. Plateas! -gritó, y se echó a reír a carcajadas. El juez nunca
la había visto tan alegre.
-No veo qué encuentres
risible, -dijo, con dignidad.
-Debes perdonarme, -respondió, tratando de ahogar su alegría.
-Te ruego me perdone si te
he hecho daño a través de tu amigo, pero no puedo
imaginarme al Sr. Plateas enamorado. Y se echó a reír
de nuevo. A continuación, ver la expresión del
juez, le preguntó: ¿Qué te puso ese matrimonio en
la cabeza?
-No-,
comenzó sin responder a la pregunta, -por
favor, dime qué te parece tan censurable en él.
-Censurable! -repitió
ella, imitando el tono de su primo. No me parece
reprobable, sino simplemente ridículo.
-Tengo que reconocer que su
persona no es impresionante.
-Maravilloso! ¿Qué de
palabras largas utiliza! Lo próximo será que me
estés dando una de las citas de tu amigo hace de
Homero.
-Escucha, -dijo,
cambiando de actitud. Al principio veía las cosas
igual que tú... Pero cuanto más pensaba en ello, más
claramente veía que estaba equivocado. El Sr.
Plateas tiene todas las cualidades que sirven un
buen marido Será ridículo como amante, debo
admitir que se verá absurdo el día de su boda,
corona de flores en la cabeza.
En esta, su prima estalló en una nueva carcajada, por
la que el juez se vio obligado a unírsele a su
pesar. Tras su mutua alegría repentina haber
disminuido, la conversación se tornó más grave.
El Sr. Liakos relató todos los detalles del asunto,
y a medida que su historia discurría se deleitaba
de ver los prejuicios de su prima ir desapareciendo
poco a poco, pese a que todavía ella tenía sus
objeciones mientras disectaban al personaje del
pretendiente.
-Es un hipocondríaco! -dijo ella.
-Él solo cuida de su salud,
respondió
el juez, porque no tiene simplemente nada más en qué
ocuparse. Cuando, una vez que se case, le va a
cuidar su esposa, igual que le cuidaba su madre
mientras vivía, y su hipocondría, como la llamas,
desaparecerá suficientemente rápida.”
-Es un pedante.
-No es una falta grave en un
profesor.
Ahora que la cuestión se había reducido a las
cualidades morales de su amigo, el Sr. Liakos comenzó
a sentirse seguro de su victoria hasta el momento en
lo que se refería a su prima. Su única duda era
que faltaba el consentimiento de la joven.
-Su consentimiento! exclamó
su prima. Ella va a aceptar con gusto, Sr. Plateas.
Dado que no puede convencer a su padre a que se quede
sola, ella tomará el primer marido que le ofrezca,
más que interponerse en el camino de la felicidad
de su hermana. Ella tiene alma de ángel, continuó
la prima con entusiasmo. Ella desconoce su propio
valor; solo ve que no es bonita, y en su humildad,
incluso, exagera su sencillez, pero su dulce
generosidad es ninguna razón por la que debe ser
sacrificado ".
-¿Crees que sería un
sacrificio casarse con el Sr. Plateas?
-¿Cómo podemos saberlo?"
La reserva de su prima era más propicia que su alegría
de unos minutos atrás, y el Sr. Liakos sintió
alentado.
-Si ella fuera tu hermana, o
incluso a tu hija, ¿se la darías a él?
La pregunta la golpeó más de lo que creía, porque
una de sus hijas no era bien parecida, y el futuro
de la niña estaba empezando a dar al corazón
materno mucho malestar. La madre ya no se rió, sus
ojos se le llenaron, y ella no respondió. Sin
buscar la causa de la emoción de su prima, el juez
estuvo más que contento de tomar su silencio por
asentimiento.
-Muy bien, -continuó.
Ahora debes ayudarme a arreglar este matrimonio.
A fin de complacerla en su vanidad inocente, se imaginó
a los obstáculos que encontraría en el carácter
del señor Mitrofanis, y urgió su propia
incapacidad para superarlos, declaró francamente
que su mediación había comprometido el caso de su
amigo, y que el asunto era mucho más difícil que
si hubiera estado en sus manos desde el principio,
así que insistió en que ella y solo ella, podía
reparar los errores cometidos, y lograr un final
feliz.
Las objeciones de su prima crecieron progresivamente más
débiles y, por fin, luego de tres horas de discusión,
el juez logró tan bien su cometido que ella abandonó
su tarea (a desventaja temporal de su hijo menor), y
se puso su sombrero. Ambos salieron juntos, llamaron
al Sr. Mitrofanis, y fueron a encontrar al profesor.
V.
El pobre señor Plateas estaba esperando a su amigo con
impaciencia.
Al llegar a su casa había encontrado su cena ya fría
y Florou preocupada por la inusual tardanza de su
patrón, ya iban dos minutos después del mediodía!
Aunque el profesor tenía hambre y comía con
deleite, su mente estaba incómoda. Anhelaba hablar
con alguien, pero no había nadie con quien hablar.
Hubiera sido feliz de contarle su historia hasta a
Florou, pero ella ni le importaba hablar ni menos
escuchar; conversar no era su fuerte.
Además, su patrón rehuía decirle que se había hecho
de la idea de casarse, que su reinado había
terminado. Desde la muerte de su madre, Florou había
tenido el control absoluto de la casa, ¿por qué
hacerla infeliz antes de lo necesario? Por otra
parte, no podía contenerse por más tiempo, y si él
no hubiera hablado, no se sabe lo que habría
sucedido.
No se atrevía a enfrentar la cuestión con audacia, se
andaba por las ramas, y trataba de pasar hábilmente
del tema de la cena a la del matrimonio.
-Florou, -le
dijo, la carne está sobre cocida.
La anciana no respondió; miró hacia el sol,
sugiriendo que el fallo no era suyo, sino de la
tardanza de su amo.
Él no prestó atención a su reproche mudo.
-De hecho, -continuó-, la cena no está en condiciones de comerse.
-Usted ha comido, no
obstante.
Florou tenía la costumbre de recurrir a este argumento
incontestable. Por lo general, su patrón se reía y
decía que había comido porque tenía hambre, no
porque estuviese buena. Sin embargo hoy, la frase le
irritaba, menos por causa de las palabras que por la
conciencia interior de que en ese día, de todos los
otros, no tenía derecho a quejarse de sus artes
culinarias.
En su enojo, olvidó cómo había planeado decirle el
asunto de su matrimonio. Tuvo que terminar su cena
en silencio. Mientras Florou se lleva los platos de
distancia, pensó en un nuevo pretexto para volver
al absorbente tema. Se dio cuenta, por primera vez,
de un agujero en el mantel que había estado allí
por mucho tiempo.
-Mire ahí! -dijo
poniendo el dedo a través de él-.
Mi casa necesita una querida, -no
hay otro remedio para este estado de cosas que tener
una esposa.
Florou se encogió de hombros como si pensara que su
patrón hubiera perdido el juicio.
-¿Me entiendes? Debo
casarme.
La anciana sonrió.
-¿De qué te ríes? He
decidido casarme.
Florou lo miró.
-Que me voy a casar, te digo!
-¿Y a quién va a escoger
usted?
-A quien yo quiera! -gritó, bastante ahogado por la rabia.
Casi fuera de sí ante el descaro de la anciana,
enojado quiso aplastarla con su elocuencia, pero su
impasibilidad lo desconcertó, y se fue a su
habitación sin decir palabra. Cuando se quedó
solo, pronto su ira se le enfrió, mas se encontró
repitiendo palabras crueles, y como las repetía una
y otra vez, empezó a temer que Florou no estuviera
del todo equivocada.
Recordó su primera negación ante su amigo de toda
idea de él como pretendiente, y las extrañas
vacilaciones del padre. Entonces, ¿por qué no
viene Liakos, qué lo detiene por tanto tiempo? Si
su misión hubiera sido un éxito, ya habría traído
la noticia, de inmediato. La pregunta es muy simple,
y la respuesta es un sí o un no, que sin duda debe ser no,
pero el juez se mantenía atrasado por las malas
noticias.
¡Qué tonto había sido al exponerse a un rechazo,
solo por el impulso de un momento!qué
locura perfecta! ¿En qué negocio tenía que entrar
para ese roce? Pero no, él sólo había cumplido
con su deber; le había demostrado a su salvador la
sinceridad de su amistad y la profundidad de su
gratitud. Mas, ¿por qué no ha venido Liakos? ¿Por
qué no se apresura a poner fin a esta incertidumbre?
El infeliz hombre miró su reloj una y otra vez, y se
sorprendía cada vez más de la lentitud de las
manecillas que apenas parecían moverse en absoluto.
Se sentó; se levantó de un salto y miró por la
ventana!,-no es Liakos! Trató de leer, pero no pudo evitar que
sus pensamientos se desviaran, y cerró el libro con
petulancia. Estaba febril.
Mientras tanto, llegó el momento de su paseo diario, y
el Sr. Plateas estaba en ascuas. No podía quedarse
en casa esperando a su amigo por más tiempo, pero
con el fin de estar cerca y a la mano, resolvió
tomar su paseo habitual sin ir no más allá de la
Vaporia. Así que llamó a Florou y le dijo que no
iba a tardar; que si el Sr. Liakos llegaba lo
enviara a la Vaporia. Le explicó con gran cuidado
la ruta que tomaría, en ir y volver, para que
Florou pudiera explicarle al amigo con exactitud.
Todo esto era innecesario, porque el camino a la
Vaporia era tan directo que los dos amigos apenas
podían evitar hallarse, a menos que hicieran todo
lo posible para evitarse, pero insistió en sus
instrucciones topográficas, y las repitió tantas
veces que Florou al fin perdió la paciencia y
exclamó:
-!Ya muy bien, muy bien!
Y fue de lo más inusual, para la vieja, repetir la
misma palabra dos veces.
Ni un alma viviente se veía en la Vaporia, y el Sr.
Plateas pudo seguir el curso de sus pensamientos
perturbados. A decir verdad, sus ideas no carecían
de secuencia, eran casi de la misma cosa una y otra
vez, pero tan absorbente que no había citado ni una
línea de Homero durante todo el día. Si esta
preocupación hubiera durado mucho más tiempo,
hubiera efectuado lo que ni todos sus ejercicios y
baños de mar no habían logrado, y el pobre hombre,
sin duda, se habría reducido a una sombra.
Pero aún Liakos no venía! Por un momento, el profesor
pensó en ir a buscar a su amigo, pero adónde ir?
El juez había prometido venir y a Florou le había
dicho que preparara la cena para ambos; Liakos DEBE
venir.
Pero ¿por qué no viene ahora? El Sr. Plateas paseó
por las Vaporia veinte veces, por lo menos, y aunque
no dejaba de mirar hacia su casa, no había ninguna
señal del juez. ¡Por fin! Por fin vio a su amigo a
lo lejos.
-Bueno, sí o no? -gritó tan pronto como lo tuvo lo suficientemente cerca
como para ser oído.
-Déjeme tomar aliento.
Por la expresión en la cara del pobre hombre, el señor
Liakos temió que un no sería mejor recibido que el
sí.
-¿Puede haberse arrepentido?
-pensó el juez; y luego, tomando al Sr. Plateas cariñosamente
por el brazo, volteó para prolongar el paseo,
tratado de calmar amor propio de su amigo.
-No se turbe, que ella no es
una niña tonta, tiene sentido común y buen juicio
Tratará su oferta con honor, y estará encantada de
tener a su lado a un hombre como usted de marido.
-No se preocupe por eso, -dijo el profesor, en tono más calmado. Dígame cómo
está el asunto realmente. ¿Qué ha estado haciendo
todo este tiempo?
Al relatar su historia, el Sr. Liakos no le dijo todo a
su amigo.
Pasó por alto la rigidez del Sr. Mitrofanis y la alegría
impropia de su prima, y exaltó las habilidades y
los buenos oficios de su `prima para desarmar todas
las objeciones, pues había dejado el asunto a su
cargo, y le aseguró promesa de enviarle palabra del
resultado a casa del profesor. Ese fue el contenido
de la conversación, pero el señor Plateas tenía
tantas preguntas que el juez tuvo que repetir cada
detalle y a menudo, que ya el sol se estaba poniendo
cuando los amigos volvieron para hacerle justicia a
la cena de Florou.
Apenas habían terminado cuando alguien llamó a la
puerta, y Florou apareció con una nota para el señor
Liakos.
El Sr. Plateas levantó la servilleta en la mano, y se
inclinó sobre la silla de su amigo, con entusiasmo
después de las palabras que el juez leyó en voz
alta:
Querido primo: Trae a tu amigo a mi casa esta noche, la
joven estará allí. Llega temprano. Tu prima...
-¿Qué no le dije! -exclamó
el señor Liakos, con alegría. Vamos, póngase
listo.
El Sr. Plateas lo tomó muy en serio; la idea de
conocer a la joven lo ponía nervioso. ¿Qué iba a
decirle? ¿Cómo comportarse? Además, aún no
estaba seguro de haber sido aceptado! ¿Por qué no
había sido el mensaje de un claro sí o no? El juez
pasó dificultades para convencer al Sr. Plateas de
que la invitación era en sí misma garantía de éxito,
y que su prima haría todo lo posible por disminuir
la vergüenza de la reunión. Tomando sobre sí los
deberes de asistencia, el Sr. Liakos supervisó la
higiene del pobre hombre y tras haber hecho que se
viera tan bien como posible, se marchó.
Habría dado cualquier cosa por estar fuera del lío,
pero era demasiado tarde para retroceder.
A medida que avanzaban, el juez intentó en vano
impartir algo de su propio espíritu elevado a su
pusilánime amigo. Iba rebosante de alegría
pensando en su matrimonio que parecía asegurado.
Después de tanto tiempo de separación que iba a ver a
su prometida, y sentía dolor que iba a venir con su
hermana. El Sr. Plateas no tenía tales razones para
alegrarse. Caminó en silencio, prestando poca
atención a ocurrencias joviales de su amigo, que
trataba de pensar en lo que debía decir a la joven,
pero nada se le ocurrió.
-Por cierto, -le
interrumpió repentinamente, -¿cuál
es su nombre?
-¿El de quién?
-Quiero decir, el de mi
futura esposa. Ayer le dejé ver a su padre que ni
siquiera sabía su nombre. No debo cometer tal error
esta noche!
Ante esto, el señor Liakos se echó a reír
alegremente, estaba tan de buen humor que le
resultaba divertido todo. Su compañero no se rió,
pero repitió:
-¿Cuál es su nombre?
El juez estaba a punto de responderle, cuando escuchó
que alguien que se acercaba a ellos, diciendo desde
la oscuridad:
-Liakos, ¿eres tú?
Era el marido de su prima, quien le traía la noticia
de que no iba a estar presente en la entrevista. El
diplomático primo entendía que era mejor dejar a
la joven sola con su pretendiente, y luego, también,
a la hermana más joven ¿no ven, la presencia del
Sr. Liakos es totalmente innecesaria, sus
instrucciones eran que debía pasar la noche con su
marido en el club.
El Sr. Plateas sintió que sus rodillas se le
aflojaban. !Entrar y enfrentar a las dos damas solo!
No, decididamente no; no tenía valor para eso. Pero
sus partidarios, uno a cada lado, le instaban y
alentaban al infeliz hasta llegar a la puerta.
Cuando la puerta se abrió, lo empujaron adentro,
pese a sus protestas, la cerraron de nuevo y se
fueron al club.
Cuando el Sr. Liakos se enteró de que su novia no iba
a venir, sometiose a su destierro con estoicismo,
pero le pareció que la noche en el club nunca
llegaría a su fin. Hacia las diez el sirviente vino
a decirle que el señor Plateas le esperaba, corrió
escaleras abajo y encontró a su amigo en la calle.
A la luz de una farola, el juez vio por la expresión
en la cara del pretendiente, que la visita había
sido un completo éxito. El profesor parecía otro
hombre.
-¿Y bien? -preguntó
el señor Liakos, con entusiasmo.
-Le digo que no es evidente
en absoluto! -exclamó el señor Plateas.
Cuando habla su voz es como música, tiene una
encantadora expresión; en cuanto a su pequeña
mano, es
simplemente exquisita!
-La besó, supongo? -dijo el juez.
-Por supuesto!
-¿Y qué dijo usted, y qué
le ha dicho a usted?
-Como si yo pudiese contarle
todo! Una idea... A continuación, bajando la voz, añadió:
-¿Sabes
lo que me dijo? Me dijo que estaba contenta y
agradecida que yo le hubiera pedido que se casara
conmigo, por amistad hacia ti, porque un buen amigo
ha de hacer, sin duda, un buen marido. Yo le rogué
que no me dijera eso porque si no pudiese pensar que
ella me aceptó sólo por amor a su hermana.
-¿Y por qué no? -dijo ella suavemente. ¿Qué más dulce fuente podría
tener la felicidad de nuestro futuro?
El Sr. Liakos se conmovió.
-Pero, en realidad, -su amigo continuó, No puedo decirle todo ahora, pero
una cosa es cierta: he encontrado un tesoro
perfecto!
-¿No se lo dije?
-Sí, pero no me ha dicho su
nombre, y no me atreví a preguntarle. ¿Cuál es?
El juez se inclinó y susurró el nombre que su amigo
deseaba oír.
-Ese, ahora usted lo sabe.
-Sí, por fin! -y ambos amigos se separaron, -uno
se fue a su casa con la nueva alegría en su corazón,
diciendo el nombre que acababa de aprender, mientras
el otro, en voz baja, repetía el nombre siempre
querido para él.
Unas semanas más tarde, el primer domingo después de
Pascua, hubo una fiesta grande en la casa del viejo
comerciante para celebrar el matrimonio de sus dos
hijas. De los novios, el Sr. Liakos no era el más
feliz, porque ahora, que sus más queridas
esperanzas se habían hecho realidad, su alma se había
llenado de una tranquila felicidad que no daba lugar
a las palabras. El Sr. Plateas, por otro lado, lucía
rebosante de alegría, su espíritu contagioso, que
todos los invitados a la boda se rieron con sus
gracias. Incluso su Eminencia el Arzobispo de Tennos
y Sira, que bendijo al doble matrimonio, estaba
jovial con el resto, y demostró su conocimiento
deseando a la pareja feliz alegría con una línea
de Homero: Que tu deseo los dioses te concedan en
todo lugar.
A lo que respondió el Sr. Plateas majestuosamente: ¡El
mejor augurio es luchar por la propia patria!
Después de la boda, el juez obtuvo licencia por tres
meses, y se llevó a su esposa para una visita a su
antigua casa, con sus parientes.
Cuán ansiosamente se esperaba su regreso, cuán
encantadas las hermanas pues iban a estar juntas
otra vez! El anciano padre temblaba de alegría.
Cuando los dos cuñados estuvieron solos, cada uno vio
su propia felicidad reflejada en el rostro del otro.
-Bueno, dígame: ¿exageré
cuando canté las virtudes de su esposa? -preguntó
el señor Liakos.
-Ella es un tesoro, mi
querido amigo! -exclamó el señor Plateas, -un
tesoro perfecto y en unos meses, continuó, voy a
tener un nuevo favor que pedirle, quiero que sea
padrino de su sobrino.
-¿Qué, también usted?
-¿Y usted?
FIN
De
la traducción inglesa de L.E. Opdycke,
1894
_____
*Nota: superintendente de un gimnasio o en la escuela
secundaria.
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