Kaspar Hauser en una tierra desolada
Por
Dimitris Chatzis
No
he vuelto a ver aquella fumadora empedernida española
por varios días. Ni en nuestro receso de la
diez en punto ni durante el turno de trabajo.
Presumo que haya sido despedida. Keine
Disziplin! ¡Ninguna disciplina!
‒Me había dicho
en el pasillo, que no podía manejar todo aquello. ¿Y
qué
era lo que no podía manejar? Pues no soportaba
todas las reglas, toda aquella “Disziplin”.
Una
chica de pueblo como ella no podía hacer frente a
la idea de caminar por las aceras de concreto de la
ciudad, luego del turno. Tal vez haya muerto...
Pero si hubiera muerto, su gente la habría
enterrado con ritos y ceremonias españolas. Vi
enterrar a uno de ellos una vez, que así es como lo
sé. Habían incluso una bandera. Imagínenme
enterrado y envuelto en la bandera griega, ‒me dije a
mí mismo: de blanco y azul!
Pobre
chica... cómo la extraño. Era una cosita flaca, pálida,
de ojos grandes como mi Anastasia, y con sus
delgados brazos aflautados, escuálida cual una
estaquita, tal como en casa decimos.
Entre
todos nosotros, las chicas españolas son de lo peor,
realmente de lo peor. Se pegan juntas como un
enjambre de abejas, como hormigas en hormiguero.
Donde hay una chica española, encontrarás otras
también, o si no, aparecerán de pronto. Como si
tuvieran miedo de estar solas. No pueden vivir una
sin la otra -pío, pío, pío, -siempre piando entre
ellas. Brusakis en la cafetería nos dijo que todas
vienen a Alemania directamente de sus pueblos, y no
pueden librarse del pozo ni de la plaza del pueblo o
del agua fría, ni de los chismes, las cabras, los niños
de la aldea. Brusakis, el filósofo, nos dice que
sus pueblos no se han deshecho ni han muerto como
los nuestros en Grecia. Así que, después del
trabajo, todas esas chicas españolas se apresuran a
encontrarse: sea en la limpieza de las casas, en los
lavavajillas de un restaurante, entre las camareras,
en las chicas de las pizzerías y de las cafeterías.
Se amontonan juntas y susurran sus chismes en las
esquinas, sólo por un poco de tiempo, si tienen que
volver a trabajar, o a picotazos rápidos en sus
mejillas, mañana en el mismo lugar, a la misma hora;
deben apresurarse rápido para que no les llamen a Disziplin
mujeres como la señora Baum que las emplean en sus
hogares y que no les aguanta nada.
Hay
todo un mundo griego en Stuttgart, unos cuarenta mil
de nosotros, en otras palabras, más que en todo el
pueblo de Volos de vuelta en casa. Hay un montón de
griegos entre nosotros que han traído sus aldeas
con ellos: duermen en ellas por la noche, se
despiertan en ellas cada mañana, esperan oír el
canto de los gallos que jamás cantan en este lugar.
Aquí los pobladores caminan por las aceras de
concreto y no tienen piedras con qué tropezar, sino
con maderas de construcción y cables. No voy a
decir nada acerca de ellos, no es mi trabajo, vaya a
buscarlos usted que pueden darle más información sobre
el mundo griego de aquí. Voy a hablar de mí.
Le
diré que estoy fuera de Grecia hace cuatro años,
pero ni una sola vez, ni una sola, he sentido ese
anhelo por mi país. Ni siquiera sé qué es esa
clase de nostalgia o que sentiría. La forma en que lo
veo, mi país no es una patria para mí; al menos de
la
forma en que España lo es para las chicas españolas
tontas, o Grecia es para mis colegas griegos,
asolados por la añoranza. O la forma en que mi amigo Skoruianis anhela ese pueblo suyo:
Dobrinovo . Yo nunca regreso a Surpi, nunca a la
parada donde Anastasia estaba esperándome; nunca en
la plaza principal de Almiros, donde estaba nuestro
cine de domingo, o al almacén de madera, o allá a la cantina de Volos, adonde el jefe solía llevarnos.
No me veo allí y no quiero volver.
Soy,
supongo, un hombre sin patria.
**
Los
que construyeron la fábrica AUTEL allí mismo al
lado de la estación del tren, sabían exactamente
qué hacían. Todo el dinero ahorrado en el
transporte y el envío de sus productos. He
intentado sumarlo. Pero, al fin y al cabo, soy yo
ahora quien se tiene tiene que ocupar de la estación
y de todo cuanto va con ella, lo que me resulta aún
más difícil de entender.
A
medida que avanzo en el carrito, veo la estación a
un lado: a mi derecha cuando paso con mi carga; a mi
izquierda, cuando vengo vacío. Sin querer, me veo
tirando de los trenes y los trenes saliendo de la
estación. No tengo tiempo de detenerme y mirar.
Pero me las he arreglado para contar las pistas:
veintitrés años en fila. Supongo que esta estación
no es lo que uno llamaría pequeña, pero dudo que
sea una de las más grandes del mundo. Mediana, diría
yo. Una buena estación, de regular tamaño, en una
bonita ciudad alemana de tamaño igualmente mediano.
No me puedo quejar.
En
la pista tres, a las ocho y media de la mañana,
llega un tren verde. Hora de comenzar mi turno. Ni
idea de donde viene. Es como si el tren estuviera
llamándome -¡Buenos
días, aquí vamos otra vez! Otro tren, uno azul,
se dirige a la pista seis. No tengo idea de por dónde
va allí y debo moverme a lo largo, como si me
recordara que hay más trenes que tirar y otros
carros que debo ir empujando y tirando durante todo
el día. A las 4:45, justo antes de que termine mi
turno, el tren que me trae llega, suficiente por el
día, creo, y voy a quitarme los mahones.
Esto
es lo que pasa con los trenes, todo el día, todos
los días. Ruedan con enojo por sus pistas, y traen
a mi rutina diaria lo que llaman los chicos de la
cafetería "el gran mundo". Ellos sólo
hablan de ello, pero yo tengo que enfrentarme todos
los días a los trenes que vienen de todas partes,
que salen a todas partes, nunca sé adónde, ni de
dónde. El gran mundo está en todas partes. Al ver
esos trenes, como lo hago a veces, tengo ese anhelo que no poseo para
Surpi o para Grecia, y me creo
que el gran mundo bien puede ser mi país. Un nuevo
país, dentro del gran mundo.
Pero
supongo que no tengo país, después de todo.
Comprendo que todos esos trenes que salen, no se
dispersan en el viento. Van a alguna parte. Todos
tienen una terminal, Endstation,
una estación final, como dicen los alemanes. Todos
van a Surpi o a algún pueblo español, tal vez a
Dobrinovo. Si se piensa bien, el gran mundo es una
mentira, es una gran cantidad de mundos pequeños
diminutos juntos, y aun así, termino sin país, sin
un pequeño mundo propio. No tengo otro, y también
ya he perdido el anhelo por el ancho mundo grande
que no existe.
**
Mi
Endstation
es Stuttgart, Alemania. Yo no la elegí, fue suerte
del sorteo. Ahora que lo pienso, casi todo cuanto me
pasa a mí, es pura casualidad. Ya casi termino en
Hannover, pero pude haber ido a Bélgica, pude
haberme quedado en Volos para siempre. Stavros aquí
estaba, así que terminamos aquí. De eso hace ya
unos años y ni siquiera sabía que podría existir
una ciudad como ésta. Que yo sepa, es ciudad ahora.
Todo lo que sé es que la fábrica AUTEL donde
trabajo, la habitación de Frau Baum donde duermo, y
la autopista que las une: es la cuerda floja por
donde voy y vengo.
**
Ya
hablé de la fábrica, así que voy a contarles de
mi habitación.
La heredé de Stavros, junto con sus tres
mantas que todavía me mantienen caliente, una cama,
una mesita de noche y una silla. También un ratón
cuya presencia a veces tengo la sensación de que se
arrastra sobre la habitación. Así que me acuesto
en la cama sin siquiera respirar. No quiero
asustarlo, y no puedo dormir con él de compañía.
Es invisible, casi nunca lo he visto, pero sé que
está ahí.
Esto
debe haber sido un cuarto de servicio, alguna vez.
Está en la parte trasera de la casa. Hay que
atravesar todo un patio para llegar a él. En mi fábrica,
estoy fuera, en la parte trasera, y aquí en la casa
también. La habitación no tiene ventanas. Hay la luz
de un espejo encima de la puerta. El travesaño está
clavado, cerrado.
La
puerta de mi habitación se abre a un pasillo
estrecho y oscuro. Hay un pequeño cuarto de baño
también, y, al otro extremo, la cocina de la señora
Baum. Siempre cerrada por dentro. Frau Baum puede
abrir la puerta y llegar adonde estoy, pero yo no
puedo abrir la puerta. No tan diferente, ‒podría
decirse‒, a como son las cosas en la fábrica.
Nunca
veo a la señora Baum. Puse los ojos en ella una
sola vez, el día que me mudé. Ella me miró con la
cabeza vuelta ligeramente, que es la forma de mirar que
tienen los pájaros, su pico listo para el ataque.
Me di cuenta, por su voz, de que no era hostil ni
despreciativa -ella y Stavros solían charlar-, pero
entonces se volvió y me observó nuevamente. Era como
si estuviera diciendo: no haga nada gracioso, o le
picotearé. Me quedé observando su pico. Tengo esta
manía a veces: Me quedo más preocupado por el pico,
que por la horrible y pequeña habitación. Así es
como me siento.
La
puerta de su cocina tiene una ranura. Empujo a
través de ella la
renta. Pongo el dinero en un sobre,
cruzo el pasillo, esa tierra de nadie, y la deslizo
por la ranura como hacía Estavros. Junto con el
alquiler también coloco el dinero de la
electricidad que uso: no hay metro separado, aunque
me gustaría que así fuera. Nunca he estado tarde
con el alquiler, y nunca he usado más electricidad
de la habitual,
la señora Baum no tiene razón alguna para llamarme
la atención, ni razón para venir a picotearme. Así
que nunca la veo. No es diferente a como, podría
decirse, sean las cosas en la fábrica. Pero allí
es al revés: allí me pagan y no veo nada, aquí
pago también, y tampoco veo nada… Endstation.
Del
libro Doble
De
la traducción al inglés de Peter
Constantine.
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