Dimitris Chatzis

 

Dimitris Chatzis (1913-1981)

Natural de Ioania. Fue editor y miembro del Partido Comunista. Se fue al exilio en 1948. Dejó su ciudad natal de Atenas para estudiar Derecho, pero lo abandonó por razones económicas. Estudió literatura griega en la Universidad de Budapest.  Publicó la colección de tres cuentos independientes, que circularon en 1946, ["fuego", "guerra", "Camino"], centrados en los más débiles, que vivieron su drama en la ocupación y en la lucha de Resistencia. El final de nuestra pequeña ciudad 1952, es una colección de siete historias con que a vida a personajes de la ciudad provincial, que poco a poco se  aliena bajo la influencia de las máquinas y el capital. Su próxima colección "La indefensa", publicada en 1966, también representa gente sencilla. En 1976, el "Libro doble" publica las experiencias de los inmigrantes griegos en Alemania, en la que el escritor incluye su experiencia personal de su estancia en estos países. En 1976, publica sus novelas re-impresas y otros escritos. En 1980, dirige la revista "Para Prisma", un "Selección de la literatura mundial", que se cierra con su fallecimiento en 1981. Trabajó como investigador y enseñó literatura griega moderna en la Universidad de Budapest. Fue exiliado por la dictadura de Metaxas. Durante la ocupación alemana,  luchó por la liberación de su país. La Guerra Civil le obligó a emigrar a Rumania, y a continuación a Hungría, luego al este de Berlín, y de vuelta a Hungría (hasta 1973); finalmente a Ginebra. Después de la restauración de la democracia en Grecia, regresó como combatiente distinguido y escritor, tras 25 años de exilio.

 

Kaspar Hauser en una tierra desolada

Por Dimitris Chatzis

No he vuelto a ver aquella fumadora empedernida española por varios días. Ni en nuestro receso de la diez en punto ni durante el turno de trabajo. Presumo que haya sido despedida. Keine Disziplin! ¡Ninguna disciplina! Me había dicho en el pasillo, que no podía manejar todo aquello. ¿Y qué era lo que no podía manejar? Pues no soportaba todas las reglas, toda aquella “Disziplin”.

Una chica de pueblo como ella no podía hacer frente a la idea de caminar por las aceras de concreto de la ciudad, luego del turno. Tal vez haya muerto...  Pero si hubiera muerto, su gente la habría enterrado con ritos y ceremonias españolas. Vi enterrar a uno de ellos una vez, que así es como lo sé. Habían incluso una bandera. Imagínenme enterrado y envuelto en la bandera griega, me dije a mí mismo: de blanco y azul!

Pobre chica... cómo la extraño. Era una cosita flaca, pálida, de ojos grandes como mi Anastasia, y con sus delgados brazos aflautados, escuálida cual una estaquita, tal como en casa decimos.

Entre todos nosotros, las chicas españolas son de lo peor, realmente de lo peor. Se pegan juntas como un enjambre de abejas, como hormigas en hormiguero. Donde hay una chica española, encontrarás otras también, o si no, aparecerán de pronto. Como si tuvieran miedo de estar solas. No pueden vivir una sin la otra -pío, pío, pío, -siempre piando entre ellas. Brusakis en la cafetería nos dijo que todas vienen a Alemania directamente de sus pueblos, y no pueden librarse del pozo ni de la plaza del pueblo o del agua fría, ni de los chismes, las cabras, los niños de la aldea. Brusakis, el filósofo, nos dice que sus pueblos no se han deshecho ni han muerto como los nuestros en Grecia. Así que, después del trabajo, todas esas chicas españolas se apresuran a encontrarse: sea en la limpieza de las casas, en los lavavajillas de un restaurante, entre las camareras, en las chicas de las pizzerías y de las cafeterías. Se amontonan juntas y susurran sus chismes en las esquinas, sólo por un poco de tiempo, si tienen que volver a trabajar, o a picotazos rápidos en sus mejillas, mañana en el mismo lugar, a la misma hora; deben apresurarse rápido para que no les llamen a Disziplin mujeres como la señora Baum que las emplean en sus hogares y que no les aguanta nada.

Hay todo un mundo griego en Stuttgart, unos cuarenta mil de nosotros, en otras palabras, más que en todo el pueblo de Volos de vuelta en casa. Hay un montón de griegos entre nosotros que han traído sus aldeas con ellos: duermen en ellas por la noche, se despiertan en ellas cada mañana, esperan oír el canto de los gallos que jamás cantan en este lugar. Aquí los pobladores caminan por las aceras de concreto y no tienen piedras con qué tropezar, sino con maderas de construcción y cables. No voy a decir nada acerca de ellos, no es mi trabajo, vaya a buscarlos usted que pueden darle más información sobre el mundo griego de aquí. Voy a hablar de mí.

Le diré que estoy fuera de Grecia hace cuatro años, pero ni una sola vez, ni una sola, he sentido ese anhelo por mi país. Ni siquiera sé qué es esa clase de nostalgia o que sentiría. La forma en que lo veo, mi país no es una patria para mí; al menos de la forma en que España lo es para las chicas españolas tontas, o Grecia es para mis colegas griegos, asolados por la añoranza. O la forma en que mi amigo Skoruianis anhela ese pueblo suyo: Dobrinovo . Yo nunca regreso a Surpi, nunca a la parada donde Anastasia estaba esperándome; nunca en la plaza principal de Almiros, donde estaba nuestro cine de domingo, o al almacén de madera, o allá a la cantina de Volos, adonde el jefe solía llevarnos. No me veo allí y no quiero volver.

Soy, supongo, un hombre sin patria.

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Los que construyeron la fábrica AUTEL allí mismo al lado de la estación del tren, sabían exactamente qué hacían. Todo el dinero ahorrado en el transporte y el envío de sus productos. He intentado sumarlo. Pero, al fin y al cabo, soy yo ahora quien se tiene tiene que ocupar de la estación y de todo cuanto va con ella, lo que me resulta aún más difícil de entender.

A medida que avanzo en el carrito, veo la estación a un lado: a mi derecha cuando paso con mi carga; a mi izquierda, cuando vengo vacío. Sin querer, me veo tirando de los trenes y los trenes saliendo de la estación. No tengo tiempo de detenerme y mirar. Pero me las he arreglado para contar las pistas: veintitrés años en fila. Supongo que esta estación no es lo que uno llamaría pequeña, pero dudo que sea una de las más grandes del mundo. Mediana, diría yo. Una buena estación, de regular tamaño, en una bonita ciudad alemana de tamaño igualmente mediano. No me puedo quejar.

En la pista tres, a las ocho y media de la mañana, llega un tren verde. Hora de comenzar mi turno. Ni idea de donde viene. Es como si el tren estuviera llamándome -¡Buenos días, aquí vamos otra vez! Otro tren, uno azul, se dirige a la pista seis. No tengo idea de por dónde va allí y debo moverme a lo largo, como si me recordara que hay más trenes que tirar y otros carros que debo ir empujando y tirando durante todo el día. A las 4:45, justo antes de que termine mi turno, el tren que me trae llega, suficiente por el día, creo, y voy a quitarme los mahones.

Esto es lo que pasa con los trenes, todo el día, todos los días. Ruedan con enojo por sus pistas, y traen a mi rutina diaria lo que llaman los chicos de la cafetería "el gran mundo". Ellos sólo hablan de ello, pero yo tengo que enfrentarme todos los días a los trenes que vienen de todas partes, que salen a todas partes, nunca sé adónde, ni de dónde. El gran mundo está en todas partes. Al ver esos trenes, como lo hago a veces, tengo ese anhelo que no poseo para Surpi o para Grecia, y me creo que el gran mundo bien puede ser mi país. Un nuevo país, dentro del gran mundo.

Pero supongo que no tengo país, después de todo. Comprendo que todos esos trenes que salen, no se dispersan en el viento. Van a alguna parte. Todos tienen una terminal, Endstation, una estación final, como dicen los alemanes. Todos van a Surpi o a algún pueblo español, tal vez a Dobrinovo. Si se piensa bien, el gran mundo es una mentira, es una gran cantidad de mundos pequeños diminutos juntos, y aun así, termino sin país, sin un pequeño mundo propio. No tengo otro, y también ya he perdido el anhelo por el ancho mundo grande que no existe.

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Mi Endstation es Stuttgart, Alemania. Yo no la elegí, fue suerte del sorteo. Ahora que lo pienso, casi todo cuanto me pasa a mí, es pura casualidad. Ya casi termino en Hannover, pero pude haber ido a Bélgica, pude haberme quedado en Volos para siempre. Stavros aquí estaba, así que terminamos aquí. De eso hace ya unos años y ni siquiera sabía que podría existir una ciudad como ésta. Que yo sepa, es ciudad ahora. Todo lo que sé es que la fábrica AUTEL donde trabajo, la habitación de Frau Baum donde duermo, y la autopista que las une: es la cuerda floja por donde voy y vengo.

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Ya hablé de la fábrica, así que voy a contarles de mi habitación.

 La heredé de Stavros, junto con sus tres mantas que todavía me mantienen caliente, una cama, una mesita de noche y una silla. También un ratón cuya presencia a veces tengo la sensación de que se arrastra sobre la habitación. Así que me acuesto en la cama sin siquiera respirar. No quiero asustarlo, y no puedo dormir con él de compañía. Es invisible, casi nunca lo he visto, pero sé que está ahí.

Esto debe haber sido un cuarto de servicio, alguna vez. Está en la parte trasera de la casa. Hay que atravesar todo un patio para llegar a él. En mi fábrica, estoy fuera, en la parte trasera, y aquí en la casa también. La habitación no tiene ventanas. Hay la luz de un espejo encima de la puerta. El travesaño está clavado, cerrado.

La puerta de mi habitación se abre a un pasillo estrecho y oscuro. Hay un pequeño cuarto de baño también, y, al otro extremo, la cocina de la señora Baum. Siempre cerrada por dentro. Frau Baum puede abrir la puerta y llegar adonde estoy, pero yo no puedo abrir la puerta. No tan diferente, podría decirse, a como son las cosas en la fábrica.

Nunca veo a la señora Baum. Puse los ojos en ella una sola vez, el día que me mudé. Ella me miró con la cabeza vuelta ligeramente, que es la forma de mirar que tienen los pájaros, su pico listo para el ataque. Me di cuenta, por su voz, de que no era hostil ni despreciativa -ella y Stavros solían charlar-, pero entonces se volvió y me observó nuevamente. Era como si estuviera diciendo: no haga nada gracioso, o le picotearé. Me quedé observando su pico. Tengo esta manía a veces: Me quedo más preocupado por el pico, que por la horrible y pequeña habitación. Así es como me siento.

La puerta de su cocina tiene una ranura. Empujo a través de ella la renta. Pongo el dinero en un sobre, cruzo el pasillo, esa tierra de nadie, y la deslizo por la ranura como hacía Estavros. Junto con el alquiler también coloco el dinero de la electricidad que uso: no hay metro separado, aunque me gustaría que así fuera. Nunca he estado tarde con el alquiler, y nunca he usado más electricidad de la  habitual, la señora Baum no tiene razón alguna para llamarme la atención, ni razón para venir a picotearme. Así que nunca la veo. No es diferente a como, podría decirse, sean las cosas en la fábrica. Pero allí es al revés: allí me pagan y no veo nada, aquí pago también, y tampoco veo nada… Endstation.

Del libro Doble

De la traducción al inglés de Peter Constantine.

 

 

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