Andreas Karkavistas


Andreas Karkavitsas Lechaina, en Peloponeso, 1866 – murió en Marousi el 10 de octubre 1922) novelista griego, naturalista. Nació en 1866, en un barrio del noroeste de la ciudad de Lechaina en Elis. Estudió medicina. Como médico militar viajó a través de una gran variedad de pueblos y asentamientos, de los cuales grabó tradiciones y leyendas. Murió de cáncer de la laringe. Karkavitsas escribió en la tradición europea del naturalismo que no retrocede ante retratar las más sórdidas partes de la vida, que idealizar o embellecer la realidad. Sus personajes son gente humilde. Fue folklorista que dibujaba en sus cuentos llenos de detalles, auténticos aspectos de la vida de la gente sencilla, sus costumbres, dialectos y cuentos populares, así como el conocimiento psicológico de ellos. Tuvo más éxito como escritor de cuentos y novelas. "El Mendigo" es una novela sobre estafadores, con la violencia y las prácticas grotescas de los mendigos profesionales (incluyendo la mutilación de niños para convertirlos en objetos rentables de piedad). "Las palabras de la proa", trata de la vida de la gente de mar, de los pescadores y buceadores de esponjas, llenas de detalles arcanos de su oficio, así como de la tragedia, el naufragio, las manos perdidas en el mar, el asesinato, la superstición y las sobrenatural, y también la alegría de ganarse la vida en el mar.
 

El augurio

Andrea Karkavitsas

Era la santísima Virgen de Kapsodematusa, en el pueblo de Alonaris. La esposa del cura, durante la noche, la había visto en una pesadilla. Al amanecer del domingo, todo el domingo hasta el mediodía, intentó descifrar su significado. Lo relató al sacerdote y temblaba como los pobres de Filocalamo. Pero él no encendía bien lo que ella contaba:

‒¡Cállate, esos sueños! ‒Le dijo.

‒¿Cómo callarme, Padre? Lo que he visto es obvio: cayó la casa, te mataste y yo me alojé en el refugio Hermes. Deambulé con mi mochila por el frío del invierno y estuve errante entre las masas buscando morder algo de pan...

Y, diciendo esto, la esposa del sacerdote lloró junto al travesaño.

Ding - Dong... Ding - Dong... en ese momento, se escuchó la voz de la campana de Sumatra, allá en el campanario. Era momento de actuar.

¡Me... ca..., chacales, qué quieren de la iglesia! ‒Dijo molesto el sacerdote, mientras preparaba la parafernalia de trabajo.

‒Vaya a su deber, Padre, un día como hoy es de provecho y puede servirle para agarrar algo ‒dijo Misoklaiontas, la esposa del cura.

‒¡Déjeme tranquilo, hoy  los caballos tendrán su paliza, déjenme lucir brillante! Con el tiempo, no siempre estamos a mano: ¡Es sólo poner el pan en confianza y callar!

‒Un presagio, padre, lo vi claro en el sueño. La casa cayó, te mataste...

‒¡Ponga el pan en confianza y no jure! ‒ y suspenda ya esa salvajada ‒dijo el sacerdote.

Las barbas rubias temblaban de ira. Ella tragó sus lágrimas y no dijo nada. Era una mujer buena, su pobre razón no sabía llevarle la contraria a su marido.

Mientras tanto, él se preparaba para lo bueno. Llevaba cortas las vestiduras, un gorro de lana en la cabeza atado con una cuerda y, desde la cintura, los tirantes amarrados a su hombro. Tomó el palo grueso y se fue sin un "hola" ante aquellos que su esposa había intentado y quien lo miraba con el alma entristecida. El Papavasili era de las aldeas de Gastounis en Kelevi, la ciudad natal experta en preparar jefes de bandidos. Antes, él había sido también un hombre experto en cuerdas y estacas. En los pueblos, brillaban aún los nombres de Batir y Egdyne, Egdyne y Batir todo el día. Incluso su esposa, con todo su buen nombre, también había acogido a un ladrón. De repente, el forajido de Gini era sacerdote. Los sabios lo veían como difícil, pero era él:

‒¿Qué ha dicho?- ‒dijo moviendo la cabeza en aquellos días para mirar.

Pero era cierto; en Tallaros ciento dos pares de gansos, y en Obispo terminó su obra. El forajido capellán Papavasili, lo era igualmente de cuatro aldeas: Zonga, Zoulatika, Mazi y Tuciones. Todos los domingos daba la liturgia en cada una de esas aldeas, y aun en el pueblo. Los habitantes, sedientos de un sacerdote, le hacían todas sus diligencias. Pero él no estaba para tal puesto y por tal desarrollo. Burlábase de los dioses y de los humanos. Una fiesta rumbera había vuelto su investidura.

Tan pronto llegó, agarró los caballos más briosos. ¡Seis falanges de caballos! Después de engullir de los atroces platos. Alrededor de la caballeriza, se estiró y alistó para estrenar los cascos de los caballos.

‒¡Simple... Simple... Simple! ... gritó. Y restalló en el aire su largo látigo.

Al sonido de su voz,  los caballos se lanzaban todos hacia adelante. Giraban y pisoteaban los oídos con sus patas.

Y Kane detrás, y Eska la de Kamoutsiki, gritaron violentamente:

‒¡Simple... Simple... Simple...!

La trilla temblaba al pisarla los caballos, retumbaba la simple voz del sacerdote.

El sol subió al meridiano. ¡Qué sol! ¡Un huevo cocido en la sartén! Los caballos estaban cansados. El primero, como espejo de mano, brillaba por el sudor; sus fosas nasales resoplaban como fuelles; humeaban, relinchando y todos corrían en forma atroz por los alrededores. El polvo se alzaba bajo sus pies, el trigo echaba fuera astillas de oro a su ámbito. Y el sacerdote, látigo en mano, corría tras los caballos mientras ella permanecía de pie cargando un caldero pesado y tosco. Con el sombrero caído de su cabeza y la melena jugando con el viento loco, con  las largas barbas en rizos le goteaba el sudor, siempre gritando:

‒¡Simple... muy simple... simple...!

Y si no veía ningún caballo que acariciar, de inmediato comenzaba a maldecir. Pues maldecía como un ateo que apagaba todas las velas.

Con esfuerzo y mucha fatiga, hacía que se estrellaban un poco dos caballos. ¡Ay, es que han visto al Papa!,‒ Aullaba como lobo, girando los ojos salvajes aquí y allá, apeándose a la tierra. De repente, levantó sus manos dirigiéndose al cielo.

‒¡No es mi deseo suplicar, Santa Virgen, ‒dijo temblando de rabia‒, si me cayera hoy, me levantaría! ¡No temo al sueño de una mujer!

Y empujó, del piso en trilla, a los maltrechos caballos. Entonces, agarró el extremo de la cuerda y tomó el látigo haciéndolos girar uno junto al otro.

‒¡Es simple... simple... simple...! ‒ gritaba sin cesar.

Mas, no me he alejo mucho de esta historia. De repente: 

“Entró un tremendo rugido. Él se volvió y vio algo así como rebaño de ovejas blancas. Todas en carrera se acercaban a él. Y el rumor más fuerte que el que envían las olas que golpean las rocas. De pronto el sacerdote se dio cuenta que no eran ovejas y el agua se venía sobre él; una masa de agua que inundaba los suelos. Agarró el rastrillo y empezó aventar trigo a las masas en una movida desesperada. Mas cuando vio cómo subían las ondas de agua y cómo los caballos asustados pateaban la tierra queriendo romper sus cuerdas, comprendió.

‒¡Perdona mis pecados! ‒Imploró, cayendo de rodillas. 

¡Pero Dios no escuchaba ahora! ¡No era el momento!

Los pisos flotaban como barco en el agua del mar. Aplastado, permanecía cerca de un lugar cúbico. Así había quedado el sacerdote. Ahora no iba con violencia con que retumbaba ante los monjes, ni se columbraba en lo alto como un aparecido. Tenía aspecto cadavérico, sí, los ojos enrojecidos. El agua ya caía en la distancia. Enloquecido, volvíase de aquí para allá con los ojos enloquecidos, en perfecta desesperación. Pateaba la tierra, se mordía los labios, rasgaba sus vestiduras. Buscó como solución los caballos que huían; ¡intentaba montar los caballos en estampida! Vio y se agarró de uno subiéndose sobre él de forma aprupta con la esperanza de al frente no hubiera suficiente agua.

El agua subía; subía sin murmullos ahora, aun sin espuma, en movimiento sinuoso con frío de veneno. Había caído al suelo, por lo que caminó e intentó montar de nuevo. Arreciaba. Los caballos trotaban asustados, pateaban y empujaban desbocados moviendo sus cabezas por la llanura por en medio de los vecinos tristes, como si pidieran ayuda. Él logró por fin cortar la cuerda, pero en cambio ellos se arrojaron al mar, haciéndose pedazos ante la vista atónita y desesperada del cura.

Y así fue cuando el agua le llegó a mitad de cuerpo; luego al pecho; después a sus hombros. Miró con celosos ojos la llanura en la distancia. ¡Ya no había agua! Vio los prados verdes, el cielo despejado, las montañas silenciosas. Escuchó los rebaños que vagaban por los corrales, la flauta de un pastor y el ladrido de unos perros; y risas, voces, alegrías, todo lo escuchaba. Las aves se iban a anidar mientas unos sinsontes al pasar le golpearon la cabeza.

Ding - Dong... Ding - Dong... Ding - Dong... Sonó la campana tocando a rezos vespertinos. El sacerdote escuchó y se estremeció. Parecía mortecino y lívido. Pero no se quedó mucho tiempo en aflicción. El agua le llegó a la boca, después cerró sus ojos. Y una ola llegó rugiendo, arrojándole mortalmente. La paja y el trigo se extendieron rápidamente cubriendo en su choque la tumba líquida del sacerdote. Así acabó aquella alma infernal.

 Pero no me lamento del sacerdote, y sí de la pena de su pobre esposa. Ese mismo día, ella se machó a su casa y vio entonces que las cabras habían muerto. Y enloqueció. Vagaba sin rumbo y por algún tiempo ‒aquel era un lugar útil‒ tanto que extendió la vida a su atormentado despojo. Pero allí donde se ahogó el sacerdote, todos los años, exactamente donde está la Santísima Virgen de Kapsodematousas, en Alonaris, como un débil relincho se escucha la voz del sacerdote que incesantemente grita:

‒¡Es simple ... muy simple ... simple...!

 Leer otro cuento de este autor:

Dos esqueletos

 

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