El
augurio
Andrea
Karkavitsas
Era
la santísima Virgen de Kapsodematusa, en el pueblo de Alonaris. La esposa del
cura, durante la noche, la había visto en una pesadilla. Al amanecer del domingo,
todo el domingo hasta el mediodía, intentó descifrar su significado. Lo relató
al sacerdote y temblaba como los pobres de Filocalamo. Pero él no
encendía bien lo que ella contaba:
‒¡Cállate,
esos sueños! ‒Le dijo.
‒¿Cómo
callarme, Padre? Lo que he visto es obvio: cayó la casa, te mataste y yo me
alojé en el refugio Hermes. Deambulé con mi mochila por el frío del invierno
y estuve errante entre las masas buscando morder algo de pan...
Y,
diciendo esto, la esposa del sacerdote lloró junto al travesaño.
Ding
- Dong... Ding - Dong... en ese momento, se escuchó la voz de la campana de
Sumatra, allá en el campanario. Era momento de actuar.
¡Me...
ca..., chacales, qué quieren de la iglesia! ‒Dijo molesto el sacerdote,
mientras preparaba la parafernalia de trabajo.
‒Vaya
a su deber, Padre, un día como hoy es de provecho y puede servirle para agarrar algo
‒dijo Misoklaiontas, la esposa del cura.
‒¡Déjeme
tranquilo, hoy los caballos tendrán su paliza, déjenme lucir
brillante! Con el tiempo, no siempre estamos a mano: ¡Es sólo poner el pan en
confianza y callar!
‒Un
presagio, padre, lo vi claro en el sueño. La casa cayó, te mataste...
‒¡Ponga
el pan en confianza y no jure! ‒ y suspenda ya esa salvajada ‒dijo
el sacerdote.
Las
barbas rubias temblaban de ira. Ella tragó sus lágrimas y no dijo nada. Era
una mujer buena, su pobre razón no sabía llevarle la contraria a su marido.
Mientras
tanto,
él se preparaba para lo bueno. Llevaba cortas las vestiduras, un gorro de
lana en la cabeza atado con una cuerda y, desde la cintura, los tirantes
amarrados a su hombro. Tomó el palo grueso y se fue sin un "hola"
ante aquellos que su esposa había intentado y quien lo miraba con el alma
entristecida. El Papavasili era de las aldeas de Gastounis en Kelevi, la ciudad
natal experta en preparar jefes de bandidos. Antes, él había sido también un
hombre experto en cuerdas y estacas. En los pueblos, brillaban aún los nombres de Batir
y Egdyne, Egdyne y Batir todo el día. Incluso su esposa, con todo su buen
nombre,
también había acogido a un ladrón. De repente, el forajido de Gini era
sacerdote. Los sabios lo veían como difícil, pero era él:
‒¿Qué
ha dicho?- ‒dijo moviendo la cabeza en aquellos días para mirar.
Pero
era cierto; en Tallaros ciento dos pares de gansos, y en Obispo terminó su obra. El
forajido capellán Papavasili, lo era igualmente de cuatro aldeas: Zonga, Zoulatika, Mazi y
Tuciones. Todos los domingos daba la liturgia en cada una de esas aldeas, y aun en el pueblo.
Los habitantes, sedientos de un sacerdote, le hacían todas sus diligencias.
Pero él no estaba para tal puesto y por tal desarrollo. Burlábase de los dioses
y de los humanos. Una fiesta rumbera había vuelto su investidura.
Tan
pronto llegó, agarró los caballos más briosos. ¡Seis falanges de caballos!
Después de engullir de los atroces platos. Alrededor de la caballeriza, se estiró y alistó
para estrenar los cascos de los caballos.
‒¡Simple...
Simple... Simple! ... gritó. Y restalló en el aire su largo látigo.
Al
sonido de su voz, los caballos se lanzaban todos
hacia adelante. Giraban y pisoteaban los oídos con sus patas.
Y
Kane detrás, y Eska la de Kamoutsiki, gritaron violentamente:
‒¡Simple...
Simple... Simple...!
La
trilla temblaba al pisarla los caballos, retumbaba la simple voz del sacerdote.
El
sol subió al meridiano. ¡Qué sol! ¡Un huevo cocido en la sartén! Los caballos
estaban cansados. El primero, como espejo de mano, brillaba por el sudor; sus fosas
nasales resoplaban como fuelles; humeaban, relinchando y todos corrían en forma atroz
por los alrededores. El polvo se alzaba bajo sus pies, el trigo echaba fuera astillas
de oro a su ámbito. Y el sacerdote, látigo en mano, corría tras los
caballos mientras ella permanecía de pie cargando un caldero pesado y tosco.
Con el sombrero caído de su cabeza y la melena jugando con el viento loco,
con las
largas barbas en rizos le goteaba el sudor, siempre gritando:
‒¡Simple...
muy simple... simple...!
Y
si no veía ningún caballo que acariciar, de inmediato comenzaba a maldecir.
Pues maldecía como un ateo que apagaba todas las velas.
Con
esfuerzo y mucha fatiga, hacía que se estrellaban un poco dos caballos. ¡Ay, es
que han
visto al Papa!,‒ Aullaba como lobo, girando los ojos salvajes aquí y allá,
apeándose a la tierra. De repente, levantó sus manos dirigiéndose al cielo.
‒¡No
es mi deseo suplicar, Santa Virgen, ‒dijo temblando de rabia‒, si me cayera
hoy, me levantaría! ¡No temo al sueño de una mujer!
Y
empujó, del piso en trilla, a los maltrechos caballos. Entonces, agarró el extremo
de la cuerda y tomó el látigo haciéndolos girar uno junto al otro.
‒¡Es
simple... simple... simple...! ‒ gritaba sin cesar.
Mas,
no me he alejo mucho de esta historia. De repente:
“Entró un tremendo
rugido. Él se volvió y vio algo así como rebaño de ovejas blancas. Todas en
carrera se acercaban a él. Y el rumor más fuerte que el que envían las
olas que golpean las rocas. De pronto el sacerdote se dio cuenta que no eran ovejas y
el agua se venía sobre él; una masa de agua que inundaba los suelos.
Agarró el rastrillo y empezó aventar trigo a las masas en una movida
desesperada. Mas cuando vio cómo subían las ondas de agua y cómo los caballos asustados pateaban la tierra queriendo
romper sus cuerdas, comprendió.
‒¡Perdona
mis pecados! ‒Imploró, cayendo de rodillas.
¡Pero Dios no
escuchaba ahora! ¡No era el momento!
Los
pisos flotaban como barco en el agua del mar. Aplastado, permanecía cerca de un
lugar cúbico. Así había quedado el sacerdote. Ahora no iba con violencia con
que retumbaba ante los monjes, ni se columbraba en lo alto como un aparecido. Tenía aspecto
cadavérico, sí, los ojos enrojecidos. El agua ya caía en la distancia.
Enloquecido,
volvíase de aquí para allá con los ojos enloquecidos, en perfecta desesperación. Pateaba la tierra,
se mordía los labios, rasgaba sus vestiduras. Buscó como solución los caballos
que huían; ¡intentaba montar los caballos en estampida! Vio y se agarró de
uno
subiéndose sobre él de forma aprupta con la esperanza de al frente no
hubiera suficiente agua.
El
agua subía; subía sin murmullos ahora, aun sin espuma, en movimiento
sinuoso con frío de veneno. Había caído al suelo, por lo que caminó e intentó
montar de nuevo. Arreciaba. Los caballos trotaban
asustados, pateaban y empujaban desbocados moviendo sus cabezas por la llanura
por en medio de los vecinos tristes, como si pidieran ayuda. Él logró por fin cortar la cuerda, pero
en cambio ellos se arrojaron al mar, haciéndose pedazos ante la vista atónita y desesperada
del cura.
Y
así fue cuando el agua le llegó a mitad de cuerpo; luego al pecho; después a sus hombros.
Miró con celosos ojos la llanura en la distancia. ¡Ya no había agua! Vio los
prados verdes, el cielo despejado, las montañas silenciosas. Escuchó los rebaños
que vagaban por los corrales, la flauta de un pastor y el ladrido de unos perros;
y risas, voces, alegrías, todo lo escuchaba. Las aves se iban a anidar mientas
unos sinsontes al pasar le golpearon la cabeza.
Ding
- Dong... Ding - Dong... Ding - Dong... Sonó la campana tocando a rezos vespertinos. El
sacerdote escuchó y se estremeció. Parecía mortecino y lívido. Pero no
se quedó mucho tiempo en aflicción. El agua le llegó a la boca, después cerró
sus ojos. Y una ola llegó rugiendo, arrojándole mortalmente. La paja y
el trigo se extendieron rápidamente cubriendo en su choque la tumba líquida
del sacerdote.
Así
acabó aquella alma infernal.
Pero no me lamento del sacerdote,
y sí de la pena de
su pobre esposa. Ese mismo día, ella se machó a su casa y vio entonces que las cabras habían
muerto. Y enloqueció. Vagaba sin rumbo y por algún tiempo ‒aquel era un
lugar útil‒ tanto que extendió la vida a su
atormentado despojo. Pero allí donde se ahogó el sacerdote, todos los años,
exactamente donde
está la Santísima Virgen de Kapsodematousas, en Alonaris, como un débil relincho
se escucha la voz del sacerdote que incesantemente grita:
‒¡Es
simple ... muy simple ... simple...!
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