Alexandros Papadiamantis


Alexandros Papadiamantis

(Scíathos, 4 de marzo de 1851 - 3 de enero de 1911) fue un escritor griego —"el mayor prosista de la Grecia moderna", según Kundera—, famoso principalmente por su novela La asesina, considerada su obra magna. La asesina, novela, 1903, trad.: Laura Salas; Periférica, Cáceres, 2010. Hijo de un religioso, Papadiamandis nació en la isla de Skiathos, en la zona oeste del mar Egeo, que aparece notablemente en su obra. Educado en el seno de una familia de honda espiritualidad de monjes y abades, se vio obligado a abandonar la escuela a los 11 años por razones económicas. Se mudó a Atenas joven para terminar sus estudios de bachillerato, e ingresó en la facultad de filosofía de la Universidad de Atenas, que nunca terminó. Se ganó la vida (de mala manera) escribiendo, desde artículos en periódicos y pequeñas historias hasta varias novelas. Hombre solitario, nunca se casó. Al final de su vida, volvió a su isla natal, donde murió de neumonía. Autor de numerosos cuentos, Papadiamandis pinta claras y líricas imágenes de la vida de campo en Skiathos o la vida urbana en los barrios pobres de Atenas, con pequeños destellos de profunda psicología. No obstante sus cuentoa están llenos de ""pecadores, ladrones, usureros, glotones, borrachos, envidiosos y sacrílegos, hipócritas, suicidas y asesinos". Sorprende "que el autor sea capaz de ponerse en la piel de esos antihéroes sin justificar sus actos, pero sin juzgarlos ni destilar moralina sobre ellos, por más que los conduzca a todos al arrepentimiento. Wikipedia.

 

La espigadora  

Alexandros Papadiamantis

La vecina Zerbino fue quien más se sorprendió cuando la vio el día de Navidad en 187_, a la vieja Achtitsa, con un pañuelo en la cabeza y sus dos nietos Yeros y Patrona, luciendo camisas limpias y zapatos nuevos.

¡Con toda razón! Era bien sabido que la vieja Achtitsa había sido testigo de la venta de la dote de su hija en subasta pública a fin de pagar las deudas de su yerno; que estaba en la miseria y viuda, y que criaba sus nietos huérfanos, recurriendo a trabajos ocasionales. Era una de esas personas que jamás tiene un golpe de suerte. Su vecina Zerbinio se compadecía de la pobreza de la anciana mujer y de ambos huérfanos. Pero ella escasamente tendría dinero con que ayudarles o servirles de remedio.

El fallecido Barba-Mikelios, que se había adelantado a su mujer a la tumba, tuvo la suerte de no haber visto las dificultades que se alzaron tras su muerte. Era un alma buena, aunque fuera en vida solo un pobre hombre. Los dos niños, “nuestros perdidos”, Yorgos y Vasilis, se hundieron con su goleta y se ahogaron en el invierno de 186_. La goleta se perdió con toda su tripulación a bordo. ‒¡Qué tragedia, qué mala suerte!‒ No deseo cosa tan terrible a ningún buen cristiano.

Su tercer hijo, el loco bueno-para-nada, se había ido al extranjero y vivía, se decía, en Estados Unidos. Se había sacudido el polvo de sus pies. ¿Lo había visto alguien o escuchado de él? Algunos compatriotas afirmaban que se había casado por allá y había tomado, decían, una novia por vía franca, una chica de habla inglesa, extraña, que no sabía palabra de griego. ¡La peor de las suertes! Pero ¿qué hacer? ¿Se puede maldecir a un hijo, a la propia carne y sangre?

La hija se le murió al dar a luz a su segundo hijo, dejando a la vieja Achtitsa de herencia dos huérfanos. Pobre excusa de un padre que todavía vivía (¿a dónde irían sus demandas sin fin?) En realidad, ¡lo que es ser jefe de familia, lo que es un vago, bueno para nada! Jugador de cartas, borracho, y todavía con otras tantas virtudes por mostrar. El rumor era de que volvió a casarse en otro sitio, a fin de hundir a otra familia, ¡canalla! ¡Tales hombres! . . . ¡Había encontrado un marido bueno, ¡qué marido! (¡Una maldición a su cabeza!)

¿Qué otra cosa podía hacer? Empujó lo bastante como pudo, tratando de ganarse la vida por los huérfanos. ¡Qué lamentable! ¡Qué de cosas malas! Dependiendo de la temporada, recogía hierbas, vides podadas, aceitunas; trabajaba de jornalera. Recogía también madroños con que hacer raki. Raspados de uvas prensadas aquí, hojas de maíz allí, utilizaba todo. Luego, en octubre, una vez que las almazaras se abrían, tomaba una cucharada estaño de cincuenta dracmas en una pequeña jarra y daba la vuelta por los depósitos en los que se depositan sedimentos y recogía aceite de allí. De esta manera guardaba suficiente combustible para su linterna que durara para un año.

Pero la tía Achtista derivaba su ingreso primario de espigar maíz. Cada año para junio tomaba un barco, zarpaba y llegaba a Eubea. Fue así como debió soportar el sobrenombre despectivo 'barquera' que otras mujeres le dieron, ya que aún se consideraba vergüenza que una mujer viajara por mar. Allí, junto al resto de otras mujeres pobres, reunían trigo que se caía de las haces de los segadores y de la carga de los carros. Año por año, los campesinos de Eubea y sus mujeres se burlaban de ellas:

‒¡Aquí vienen las faldas! ¡Las faldas están de vuelta otra vez!

Pero ella se inclinaba con paciencia, en silencio, a recoger los granos caídos de la rica cosecha de Eubea, para llenar tres o cuatro bolsas, el suministro de un año entero para ella y sus dos huérfanos, a los que había dejado en confianza al cuidado de Zerbinio, y luego a navegar de vuelta a su aldea junto al mar.

Sólo que este año los cultivos habían fracasado en Eubea. Las aceitunas fallaron en la pequeña isla donde vivía la vieja Achtitsa. Las viñas se perdieron y el maíz, incluidos los madroños, casi fracasó. Todos los cultivos se perdieron.

Debido a que nunca las desgracias llegan solas, un fuerte invierno se plantó en las regiones del norte. Desde noviembre, cuando el viento del sur apenas había comenzado a soplar y la lluvia a caer, la nieve llegó.

Una nevada se detenía y otra enseguida se ponía en marcha.

A veces, un viento seco del norte soplaba, empacando aún más nieve, que no se fundía en todas las montañas. Se esperaba siempre más.

La anciana había logrado transportar a su espalda un par de brazas de leña seca de los barrancos y bosques ‒lo suficiente como para durarle dos o tres semanas‒ cuando descendió el pesado invierno.

Cerca de mediados de diciembre, se produjo una pequeña tregua en el tiempo y algunos tímidos rayos de sol aparecieron, brillando como el oro en los más altos techos. La vieja Achtitsa salió corriendo al bosque a fin de llevar un poco de leña al interior, mientras tuviera oportunidad. Al día siguiente, el invierno pulsó sobre todos más amargamente.

Hasta Navidad no habría ni un solo día bueno, ni un parche claro de cielo para mirar, ni un rayo de sol.

El penetrante viento del norte, “el portador de nieve”, explotó en vísperas de Navidad. Los techos de las casas estaban cargados de nieve compacta. Los juegos de calle usuales y las peleas con bolas de nieve se detuvieron. Aquel invierno no era de juego. Cristales enanos colgaban de las tejas como fruta madura, pero incluso al barrio ya no le picaba el apetito de comerlos.

La noche del veintitrés, Yeros había vuelto a casa desde la escuela lleno de alegría pues las lecciones terminaban al día siguiente. Incluso, antes de alzar su mochila escolar bajo su brazo, abrió con avidez el armario, pero no encontró siquiera una corteza. La anciana se había ido, quizás en busca de algo de pan. La pobre Patrona se desplomó cerca de la chimenea, pero el hogar estaba frío. Hurgó en las cenizas, pensando en su simplicidad infantil (tenía sólo cuatro años, la pobrecita) que la chimenea significaba calor, aunque no estuviera iluminada. Pero la ceniza estaba mojada por gotas de agua de nieve derretida, quizá por algún rayo de sol secreto y transitorio que se había filtrado.

*.*.*

Yeros, de  solo siete años, estaba al borde de las lágrimas por no haber encontrado con qué saciar su hambre. Abrió la única ventana, de tres palmos de ancho. Toda la casa, con su techo bajo, medios paneles y diván de hecho de toda  clase, estuvo a sólo dos brazos de altura desde el suelo hasta el techo.

Yeros, levantó un taburete en la ventana, junto al alféizar de piedra, se subió a la banqueta apoyándose con la mano izquierda, sobre el obturador abierto y, llegó audazmente a los aleros; extendió su derecha y desprendió un carámbano de las “estalagmitas” que adornaban el techo. Empezó a chupar lentamente y con placer, y dio una a Patrona. ¡Los pobres se morían de hambre!

Un poco más tarde, la vieja Achtitsa regresó con algo envuelto en su seno. Yeros, reconociendo por experiencia que el pecho de su abuela no se abultaba sin razón, dio un salto y corrió hasta su pecho pegando la mano y dejó escapar un grito de alegría. Esa buena noche aunque un tanto estricta, la abuela había conseguido un trozo de pan, ¿quién sabe cuanto habría tenido que rogar y suplicar?

Pero, ¡qué le iba a hacer!, a qué sacrificios no iba a llegar por amor de ambos niños que eran suyos dos veces, ¡los hijos de su hijo! Sin embargo, no quería complacerlos mucho, ser demasiado blanda con ellos. El chico, se llamaba Yeros porque llevaba el nombre de su real "yeros", es decir, el "viejo", o sea el difunto Barba Micaelos, cuyo nombre a ella le dolía escuchar y decir en voz alta. La infeliz niña se llamó así por el halagüeño nombre de Patrona, como señora pobre que era, no podía soportar el de “Argyro” que significa "audiencia", el nombre que a su hija había dado su madre a hoy la huérfana, mientras agonizaba tras darla a luz. A excepción de estos pequeños apodos, no les concedió mayor ternura a las dos pobres criaturas, siempre pendiente de sus necesidades diarias. También los protegió como pudo.

La anciana preparó una cama para ambos huérfanos y se acostó a su lado mientras le instruía a que respiraran bajo la manta para mantenerse calientes. Diciendo una mentira, pero deseando que pudiera ser cierto, les prometió que el siguiente día Cristo traería madera y pan y un hervidor de agua bullendo en el fuego. Ella permaneció despierta hasta pasada la medianoche, meditando su amarga suerte.

Por la mañana, después de la liturgia (era vísperas de Navidad), el párroco, el padre Dimitris, apareció de repente en la puerta de aquella humilde morada:

‒Buenas Nuevas ‒y se dirigió a ella con una sonrisa.

‒¿Buenas nuevas? ¿De quién podría esperar noticias buenas?

‒Achtitsa, recibí una carta para ti, ‒dijo el anciano sacerdote, sacudiéndose la nieve de la sotana y el mantón.

‒¡Entre, Maestro! ¡Si hubiera fuego ‒susurró para sí misma‒, un dulce o raki que ofrecerle!

El sacerdote subió los cuatro escalones y fue a sentarse en el taburete. Metió la mano en su sotana y sacó un sobre grande, cubierto con una variedad de sellos oficiales y sellos postales.

‒¿Una carta, padre, dijo? ‒Achtitsa repetía, empezando a captar lo que el sacerdote le había dicho.

La carta que había sacado de su pecho, parecía estar abierta por un extremo.

‒Esta mañana llegó el barco, ‒volvió a decir el sacerdote‒ y trajo esto, justo cuando salía de la iglesia. ‒Y poniendo la mano en el sobre, sacó un papel doblado.

‒La carta está dirigida a mí‒añadió‒, pero le concierne.

‒¡Qué!, ¿A mí?, ¿a mí? ‒Repitió la anciana sorprendida.

El padre Dimitris desdobló la carta.

‒Dios ha mirado su sufrimiento y le ha enviado un poco de alivio, ‒dijo el buen sacerdote. Su hijo le ha escrito desde América.

‒¿De Estados Unidos? ¡Yannis! ¡Yannis, se acordó de mí! ‒gritaba la anciana de alegría, persignándose; luego agregó:

‒¡Gloria a Dios!

El sacerdote se puso las gafas y empezó a tratar de traducir.

‒Tengo dificultad para leer los caracteres que se utilizan en estos días, pero voy a tratar de acercarme a lo que dice, está pobremente escrito, ‒dijo‒, y comenzó a leer con dificultad y marcados tropiezos:

“Padre Dimitris, beso su mano. En primer lugar, confío en que usted esté bien, etc., etc. He estado fuera durante muchos años y no sé lo que haya pasado allá, si están vivos o muertos. Estoy muy lejos, hacia abajo, en Panamá, y no se tiene contacto con otros griegos que viven en Estados Unidos. Hace tres años conocí a (así, así) y (así, así), sino que también estuve en el extranjero muchos años sin noticias de mi familia.

"Si mi madre o mi padre están vivo, dígales que me perdonen, porque a pesar de que siempre luchamos por el bien, muchas veces las cosas nos salen mal. Caí dos veces gravemente enfermo de una de las infecciones más desagradables que se agarran aquí, y pasé mucho tiempo en el hospital. Di todo mi dinero a los médicos y apenas escapé con vida. Me casé hace diez años, según la costumbre local, pero ahora soy viudo, y no quiero nada más que reunir lo suficiente dinero para regresar a casa, a tiempo, para obtener la bendición de mis padres. Dígales que no tengan nada contra mí, porque es voluntad de Dios y no podemos ir contra ella. No deben guardarme rencor ya que, a menos que Dios no quiera, el hombre no puede llegar a ningún sitio.

“Le envío un giro de cambio escrito a su nombre, padre, para que su Reverencia lo firme y cuide de llevarle el efectivo de mi padre o mi madre, si aún viven. Si, y espero profundamente que así no sea, ellos estuvieran muertos y enterrados, ¿sería su Reverencia tan amable de cobrarlo y darle el dinero a uno de mis hermanos ‒si igualmente están vivos, o a un sobrino o alguna otra pobre alma? Y, Padre, si mis padres están muertos, por favor reserve parte del dinero para cuarenta liturgias a su memoria. . .”

La carta tenía mucho que decir, pero también omitía una cosa importante. No se hacía referencia a la cantidad de dinero que debía cobrarse. Tomando nota de la omisión, el padre Dimitris supuso que el autor de la carta había asumido, por la omisión, que ya se había especificado la cantidad de dinero a inicios de la carta considerando que no era necesario repetirla más adelante. Por eso había escrito simplemente: “tal cantidad”.

La alegría de Achtitsa era inefable al recibir noticias de su hijo, después de tantos años. Cual si hubiera estado durmiendo bajo la ceniza durante largos años, la chispa del amor maternal le subió al rostro desde lo más profundo suyo y el rostro envejecido, arrugado y maltratado se transformó, brillando con juventud y belleza.

Aun cuando ellos no entendían lo ocurrido, ambos niños, al ver la alegría de su abuela, comenzaron a saltar y a brincar.

*.*.*.

Kir Margaritis no era precisamente una casa de cambio, el prestamista o comerciante era todo eso juntos.

La vieja Achtitsa, parecía estar en necesidad urgente; tomó la promisoria nota de su hijo en la que aparecían caracteres negros y rojos, escrito a mano, de la que ni el párroco sabía mucho y se fue a la tienda de Kir Margaritis.

Kir Margaritis tomó una pizca de tabaco, se sacudió los pantalones completos de los que siempre algo caía, bajó su gorra hasta las cejas, se colocó sus espejuelos y comenzó a examinar largamente el pagaré.

‒¿Viene de Estados Unidos? ‒Dijo. Tu hijo te ha recordado, ya veo. ¡Bravo! Me alegro por ti.

Luego continuó:

‒Tiene un número diez, pero no sé en qué moneda, diez chelines, diez rupias, diez diademas, o diez. . . .

Se detuvo antes de decir “diez libras esterlinas”.

‒Digamos profesor‒murmuró Kir Margaritis‒, que tal vez usted sabrá cómo leerlo. ¿Qué lengua es de cualquier modo?

El maestro de escuela, que estaba sentado al lado viendo un partido de chiamo, convocado se acercó a la tienda de Kir Margaritis, rígido y erecto en su modo de andar, entró y cogió la carta y pidió a Kir Margaritis que le prestara sus gafas; empezó a sondear los caracteres latinos.

-Debe ser Inglés, ‒dijo, ‒ a menos que sea alemán. ¿De dónde viene este documento?

‒ Es de  América, Señor, ‒respondió la vieja Achtitsa.

‒¿De Estados Unidos? Entonces es inglés. Y diciendo esto, trató de sondear las palabras: “diez libras esterlinas”, ‒escritas a mano en el cheque.

‒Esterlinas, ‒dijo. Esterlina significaría Talero, ‒creo‒. La palabra parece ser de esta derivación, ‒se pronunció dogmáticamente.

Volvió la carta a manos de Kir Margaritis.

‒Será eso, entonces, ‒dijo‒, y dado que el número diez se escribe en la parte superior de la página, tiene que ser un pagaré de diez táleros. Pero a decir verdad, yo no soy experto en asuntos financieros. Los hombres de letras nos ocupamos de otras cosas.

Y con eso, ya que sentía escalofríos en la tienda de losa con pavimento de Kir Margaritis, regresó a la casa de café a calentarse.

Kir Margaritis había empezado frotándose las manos y parecía perdido en sus pensamientos.

‒Ahora bien, ¿qué hacemos? ‒Dijo, dirigiéndose a la anciana. Los tiempos están difíciles. Los negocios lentos. ¿Acepto y cambio esto en dinero en efectivo para ti?, ¿cómo sé que mi dinero está garantizado, o si el giro no es fraudulento? ¿Se espera honestidad de allá, de ese mundo perdido? Todos los fraudes, todos los falsificadores proceden de allí. Esos vagabundos, ¿cómo se dice?, ‒con perdón, yo no incluyo a su hijo en esto‒, vagan por ahí durante tanto tiempo, por allá, en la tierra donde el sol calienta el pan y no se molestan nunca en enviar dinero al verdadero hogar, en efectivo adecuado, y sólo envían esos trozos de papel sin valor.

*.*.*.

Dio dos vueltas alrededor de su enorme oficina de contabilidad y dijo:

‒Y no es mínima hazaña, le haré saber. ¡Hablamos de diez táleros! Si yo tuviera diez táleros, me casaría.

Luego continuó:

‒Pero, ¿qué le puedo decir? Lo siento por usted ‒buena mujer, con dos huérfanos que cuidar. Voy a quedarme con tálero y medio, por los riesgos que implica y, en cuanto a los ocho y medio restantes. . . así, sin duda, que usted no va buscando coronas, le voy a dar cinco francos para que quede balance entre nosotros. . . Así... esto hace ocho francos y medio con cinco francos. . . ¡Ah!, me olvidaba. . .

Pero al contrario no se había olvidado. Había estado pensando en eso desde el inicio.

‒Tu difunto marido, Micaelos, algo me debe, no recuerdo cuánto, era... hace un momento. . .

Y se volvió a su libro de cuentas:

‒Ah, sí, y creo que el bueno-para-nada de yerno, se alzó con dos táleros míos.

Y armado con sus gigantescas cuentas en su registro, añadió:

‒Es correcto y apropiado, después de todo, que yo retenga ese dinero. . . no importa la cantidad que te quede, te parecerá un regalo del cielo.

Abrió la caja registradora.

Las densamente anotadas páginas de dicho registro parecían campos fértiles, rica tierra. Lo que se sembraba en ella daba frutos con creces.

Era como la poda de hojas de un árbol joven, cada vez que se hacía un nuevo desembolso de dinero. La raíz permanecía bajo tierra, preparándose a brotar de nuevo.

Enseguida Kir Margaritis encontró el registro de las dos cuentas.

‒Su difunto marido me nueve y quince debía ‒le dijo‒, y dos táleros prestados que  no pagó su yerno, hace. . .

Y tomando la pluma, empezó a sumar las cantidades adeudadas y la conversión de táleros en dracmas, y luego a restar la suma total de diez táleros franceses.

‒Así y todo sale de mí darle. . .  ‒Kir Margaritis ‒empezó a decir.

En ese momento, una nueva figura apareció en escena.

Era un comerciante de Siro, en su breve recorrido por la isla por razones de negocios.

Con un aire de confianza y seguridad en sí mismo, caminó hasta el escritorio donde Kir-Margaritis se levantó.

‒¿Qué es lo que tenemos aquí, Kir-Margaritis?. . . ¿Qué es esto? ‒Le preguntó con una mirada rápida al pagaré de la pobre viuda que estaba sobre la mesa.

Y luego, recogerlo:

‒La letra de cambio es por diez libras inglesas, de América, ‒dijo con voz clara‒. ¿De dónde viene esto? ¿Usted hace este tipo de negocios también, Kir Margaritis?

‒¡Por diez libras! La vieja Achtitsa repetía de forma espontánea al oír la palabra pronunciada sin incertidumbre.

‒Bueno, sí, y por diez libras inglesas ‒dijo de nuevo el comerciante de Hermópolis, ‒esta vez dirigiéndose a ella. ¿Es suyo, tal vez?

‒Por supuesto‒.

Por lo general, cuando la vieja Achtitsa estaba de acuerdo con algo siempre decía "sí". Pero esta vez no entendía cómo se le ocurrió el más formal 'por supuesto'.

‒¿Tal vez por diez napoleones? ‒Murmuró Kir Margaritis, mordiéndose el labio.

‒Yo digo que es por diez libras inglesas, ‒repitió el hombre proveniente de Siro.

‒¿No entiendes?

Dio otra mirada larga al pagaré: “Se garantiza el dinero, en plata constante y sonante”, ‒le digo. Mujer, ¿va a cobrarlo, aquí y ahora? ‒Le preguntó, empezando a sacar la bolsa.

‒¿Alguien podría darle nueve. . . Libras francesas, ‒preguntó Kir Margaritis, vacilante.

*.*.*.

‒¿Francesa? Me lo llevo a nueve inglesas.

Y girando la hoja de papel sobre, vio la firma del buen sacerdote, lo comprobó con el nombre que aparecía en el texto, y encontró que era idéntico.

Luego, abriendo su bolso, contó en la mano de la viuda Achtitsa, ante sus ojos deslumbrados, nueve brillantes libras inglesas.

Y así fue como sucedió que el día de Navidad la pobre viuda llevaba un nuevo pañuelo blanco y los dos huérfanos tenían camisas limpias en sus cuerpecitos delgados y zapatos calientes para sus pequeños pies congelados.

[1889]

De la traducción al inglés de Elizabeth Clave Fowden

 

 

 

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