Hoy
estuve en Ayacucho por cuestiones del laburo. Al medio día,
después de un sándwich y un café tenía un par de horas
libres, así que pelé el “Mar y sierras” del Automóvil
club y busqué con la mirada
en el mapa, en torno a esta ciudad, un lugar para
visitar.
Me
decidí por San Ignacio, una estación seguramente en medio de
la nada, cuya silueta no me iba a ser extraña, ya que
perteneciendo al ramal Ayacucho-Quequén su arquitectura sería
igual al de todas las otras estaciones de la línea, excepto
claro, Balcarce y Quequén, versiones mayores de este diseño.
El
camino de tierra a seguir arranca en la ruta 74, entre la 29 y
la 50 a unos 7 u 8 kilómetros del centro de la ciudad, es
bastante sinuoso, teniendo en cuenta que ha sido trazado en
plena llanura, pero he visto que los caminos viejos, cuyas
trazas no han sido rectificadas o que no corren junto a las vías,
son en general sinuosos, como si en sus orígenes hubieran sido
solo una huella.
Voy
yendo despacio, cuidando de esquivar las piedras sueltas y
tratando de no salirme de la huella, poca forestación a ambos
lados, apenas un puñado de montecitos en la distancia y vacas,
muchas vacas por todos lados incluso en el camino, como si ya no
cupieran en los campos.
A
8 kilómetros de la 74 se cruza un arroyo y unos quinientos
metros mas allá se cruza otro cauce de agua un poco mas
modesto, allí el camino gira a la derecha y va a dar contra los
rieles de la vía que se advierte ya a la distancia con su
hilera de postes torcidos y desprovistos de los cables del telégrafo,
primera cosa que desapareció cuando el Roca dejó de existir.
Paralelo
a la vía, un poco mas abajo del nivel de los rieles, el camino
encara, ahora sí, decididamente hacia San Ignacio, como diciéndome:
ya que estás al pedo y llegaste hasta aquí, te voy a llevar a
la estación.
Acabo
de recorrer 16 kilómetros desde el asfalto de la 74 y dejo de
pensar en las piedras del camino y en el cuidado de no salirme
de la huella, solo miro el disco de aproximación junto al
terraplén, que a la distancia me advierte que San Ignacio está
un poco mas allá, tras un montecito de arbustos pelados.
Llegué
al rincón del cuadro de la estación que mira hacia el norte,
hacia Ayacucho. Desde allí se ve todo lo poco que hay para ver.
Apagué
el motor y bajé de la Kangoo para escuchar el silencio. Una
casa en un monte detrás de la estación y una escuelita rural
son los únicos signos de vida en el paraje, lo otro, lo que está
dentro del cuadro de la estación es todo desolación y
vandalismo. |