Libreta de apuntes                            página 4    

San Ignacio - nov. 2006

Hoy estuve en Ayacucho por cuestiones del laburo. Al medio día, después de un sándwich y un café tenía un par de horas libres, así que pelé el “Mar y sierras” del Automóvil club y busqué con la mirada  en el mapa, en torno a esta ciudad, un lugar para visitar.

Me decidí por San Ignacio, una estación seguramente en medio de la nada, cuya silueta no me iba a ser extraña, ya que perteneciendo al ramal Ayacucho-Quequén su arquitectura sería igual al de todas las otras estaciones de la línea, excepto claro, Balcarce y Quequén, versiones mayores de este diseño.

El camino de tierra a seguir arranca en la ruta 74, entre la 29 y la 50 a unos 7 u 8 kilómetros del centro de la ciudad, es bastante sinuoso, teniendo en cuenta que ha sido trazado en plena llanura, pero he visto que los caminos viejos, cuyas trazas no han sido rectificadas o que no corren junto a las vías, son en general sinuosos, como si en sus orígenes hubieran sido solo una huella.

Voy yendo despacio, cuidando de esquivar las piedras sueltas y tratando de no salirme de la huella, poca forestación a ambos lados, apenas un puñado de montecitos en la distancia y vacas, muchas vacas por todos lados incluso en el camino, como si ya no cupieran en los campos.

A 8 kilómetros de la 74 se cruza un arroyo y unos quinientos metros mas allá se cruza otro cauce de agua un poco mas modesto, allí el camino gira a la derecha y va a dar contra los rieles de la vía que se advierte ya a la distancia con su hilera de postes torcidos y desprovistos de los cables del telégrafo, primera cosa que desapareció cuando el Roca dejó de existir.

Paralelo a la vía, un poco mas abajo del nivel de los rieles, el camino encara, ahora sí, decididamente hacia San Ignacio, como diciéndome: ya que estás al pedo y llegaste hasta aquí, te voy a llevar a la estación.

Acabo de recorrer 16 kilómetros desde el asfalto de la 74 y dejo de pensar en las piedras del camino y en el cuidado de no salirme de la huella, solo miro el disco de aproximación junto al terraplén, que a la distancia me advierte que San Ignacio está un poco mas allá, tras un montecito de arbustos pelados.

Llegué al rincón del cuadro de la estación que mira hacia el norte, hacia Ayacucho. Desde allí se ve todo lo poco que hay para ver.

Apagué el motor y bajé de la Kangoo para escuchar el silencio. Una casa en un monte detrás de la estación y una escuelita rural son los únicos signos de vida en el paraje, lo otro, lo que está dentro del cuadro de la estación es todo desolación y vandalismo.

A poco de estar allí noté que un auto se ponía en marcha en la puerta de la escuela, vino hasta donde estaba yo y de él bajó una señora que me preguntó si venía de Ayacucho. Enseguida aclaró que estaba esperando a un funcionario municipal por un problema administrativo del establecimiento y que supuso que ese funcionario era yo y que estaba medio perdido. Le aclaré que no, que solo había llegado hasta allí en busca de la estación por que ... claro, como le explico a esta señora que vivo buscando los fantasmas de un ferrocarril que ya no existe, sin que sospeche que tengo algo que ver con esa depredación o que la estoy espiando para ver si me da la oportunidad de robarle algo?

En un país donde nadie pierde la oportunidad de robar al prójimo es bastante difícil que alguien haga 16 kilómetros solo para ver las ruinas de una estación en medio de la nada, pero creo que ella me creyó.

Le pregunté cuanto hacía que la estación estaba así. Hace tres años, me dijo, vinieron varias personas del lado de Balcarce y se llevaron todo lo que pudieron. Las tejas, las maderas de los pisos y los caños de la luz y el agua, desde entonces está así, ya casi no pasan trenes de carga por aquí y el de pasajeros dejó de hacerlo hace años.

Desandando el camino a Ayacucho pensaba que San Ignacio está como Bosch o como El Moro, totalmente depredada o como la misma Balcarce que es hoy un monumento a la desidia nacional.

Aquellas estaciones que fueron arrendadas o entregadas a los municipios para su uso, hasta ahora se fueron salvando, las que no gozaron del privilegio de algún interés van desapareciendo así, ignominiosamente, cayendo a pedazos como si el ferrocarril que les dio la vida a estas regiones no mereciera ni siquiera ser recordado.

Es cierto que el ferrocarril que conocí envejeció de golpe. Es cierto que esas estaciones en medio de la nada ya no tienen razón de ser, pero tanto costaba haberlas demolido prolijamente para vender o donar los materiales en lugar de dejar esos monumentos al abandono y la rapiña? 

La propaganda oficial habla de “Un país en serio”, yo me pregunto, volviendo de San Ignacio: Es esto un país en serio?

No puedo dejar de recordar un monologo del genial Tato Bores que allá por los años 70 decía: “¡Qué país! ¡qué país! ¡no me explico por qué nos despelotamos tanto ... si somos multimillonarios! Ud va, tira un granito de maíz y ¡paf!, le crecen diez hectáreas.. siembra una semillita de trigo y ¡ñácate!, una cosecha que hay que tirar la mitad al río, porque no tenemos donde metérnosla ...compra una vaquita, la deja sola y al año se le formó un harén de vacas, créame.

 ... lo malo de esta fertilidad es que una vez, hace años, un hijo de puta sembró un almácigo de boludos y la plaga no la pudimos parar ni con DDT.
Aunque la verdad es que no me acuerdo si fue un hijo de puta que sembró un almácigo de boludos, o un boludo que sembró un almácigo de hijos de puta
.”  
 

RUMBO AL SUD