Un viaje en tren a Pergamino

                                                                              Gustavo Gastaldo

S abes de qué me acordaba? De los viajes a Pergamino en tren. Te acordás como me gustaba viajar en tren a Pergamino? Me encantaba, que se yo, mirá que he recorrido toda la república en tren, pero el de Pergamino era otra cosa, era como…como si fuese mío, eso, como si fuese mío... Si, era MI tren.

Como lo extraño! Como extraño la ceremonia del día del viaje. Era todo un ritual, entrar siempre por la misma puerta, comprar el diario en el puesto de la entrada, sacar el boleto media hora antes, todo esto siempre y cuando no llegáramos  sobre la hora, porque ahí si, se acababan todas las ceremonias. Sacar el boleto y correr al andén era una sola y veloz maniobra. A veces el tren ya estaba en plataforma, otras veces lo ponían a último momento y ahí comenzaba la lucha por un asiento, porque el boleto no incluía ubicaciones, te acordás? Tenías que conseguirlas, a sangre y fuego diría un general de la segunda guerra. Y, en realidad si bien no era la segunda guerra,  era una verdadera batalla. Me acuerdo que  a veces la formación venía  entrando vacía al anden y algunos desesperados se metían por la ventanilla con valija y todo, si por la ventanilla mi viejo, y con el tren en movimiento! Que locura! Y cuando anunciaban el tren? Mirá, los parlantes de Retiro del  Mitre tenían algo especial. Que se yo. El sonido de la voz era muy muy grave, profunda, vibrante,  hasta tenía un cierto eco. Pero ojo, eran solo los parlantes del Mitre, ni los del Roca, ni los del Belgrano, ni los del Sarmiento, ni los de ningún otro ferrocarril tenían esa gravedad, esa sonoridad, y mirá que yo me conozco todas las estaciones eh. No, no, los del Mitre eran algo distinto, tenían un sonido gutural diría yo. La voz retumbaba, era como un trueno, muy profunda. Como la vos de Dios, si, eso, como la vos de Dios, porque, te digo más, hasta parecía que venía de arriba, del cielo. Y cuando hablaba Dios, toda la estación Retiro, se conmovía, se paralizaba, contenía la respiración, esperando una homilía divina, un anuncio celestial, viste? Decía Dios: “Ferrocarriles Argentinos anuncia la partida de su tren n° 295 de la hora 19,15 con destino a la ciudad de Venado Tuerto, observando paradas en San Antonio de Areco, Capitán Sarmiento, Arrecifes, Pergamino, Colón y localidades intermedias, el mismo partirá de andén número cuatro” Luego del mensaje, como por arte de magia, todo retomaba su ritmo normal.

Una vez dentro del coche, y ubicado en lo posible, del lado de la ventanilla.  Te acordás como me gustaba viajar del lado de la ventanilla? Me dedicaba carpetear  la gente que de a miles pasaba y se movía por el andén junto a mi ubicación. Llegada la hora, la voz de Dios irrumpía nuevamente, majestuosa y atemorizante: “Tren n° 295 con destino a Venado Tuerto, en hora de partida, señor conductor, observando señales puede partir, su tren se encuentra despachado” tras lo cual, siguiendo una orden divina, casi imperceptiblemente, el convoy comenzaba a moverse. En realidad te dabas cuenta porque lo que se movía era el paisaje, era tan suave era la salida! Minutos después ya íbamos a buen ritmo, pasábamos las estaciones del servicio urbano como una exhalación. Belgrano “C”, Núñez, Vicente López, Acassuso, San Isidro, entre otras, eran meros manchones de  colores, fugaces. En época estival, llegábamos a Victoria con los últimos rayos de sol.  Apenas nos deteníamos y una avalancha de gente se abalanzaba sobre el tren.  De ahí en adelante, el servicio continuaba parando en todas las estaciones. Mirá lo que te digo, si hay cosas que han quedado grabadas en  mi alma,  es la imagen de estar detenido con el tren a una estación cualquiera antes de San Antonio de Areco, que puede ser Garín , o Zelaya o Matheu, bah, cualquiera, a las 8 de la noche, el cielo azul profundo casi nocturno, aclarándose tenuemente hacia el Oeste como fondo y en primer plano, la estación, de ladrillos a la vista, alero de tejas montado sobre cabreadas y columnas de madera pintadas de azul, algo de gente en el anden, las luces mortecinas iluminando el ámbito exterior e interior del edificio y sobre el andén, una fila de lámparas con sombrero extendiéndose a lo largo del mismo con rumbo a la oscuridad. Dos tañidos de campana por parte del jefe de la estación, un silbato que resuena en la boca del guarda y la bocina del coche motor  anunciando su partida. Mira, mira bien lo que te digo, esa imagen tan simple y tan magnífica, se va a ir conmigo cuando me tome el último tren, acordate.

Pasando San Antonio de Areco, ya entrábamos decididamente en el campo. Me parece oler la suave y fresca brisa que entraba por la ventanilla abierta en verano y por los intersticios que quedaban cuando la misma iba cerrada en época invernal. Era como el olor al pasto recién cortado, viste?

Pero en verano había un espectáculo aparte: los panaderos!!! A veces entraban a raudales. No se de donde salían tantos. En un momento no había ninguno y a los dos segundos tenías por lo menos 100. Y así continuaba el show,  ahí estaban, flotando caprichosamente por todo el coche. Después, casi con disimulo y velozmente, se iban.

De repente, una voz se superponía al rítmico sonido que proponía el viaje, producto de las irregularidades de la vía. Era la voz del mozo, que con una bandeja  colmada de sándwiches en un brazo y tirando de una especie de carrito de uno 70 cm. de alto, de forma oval, lleno de bebidas y trozos de hielo, avanzaba estoicamente por el pasillo. De más está decir que en mi, siempre tuvo un fiel cliente. Era un verdadero placer comerse un sándwich con una coca en el viaje. Uy como me gustaba! Era un lujo reservado para los que como yo, que cuando todo el mundo tomaba el Chevallier, yo estaba firme en la estación, boleto en mano, esperando mi tren. Y mirá que me decían, te acordás? Por que no te venís en Chevallier? Me decían. Yo, ponía mi mejor cara de pavo, subía los hombros y les decía: La próxima vez. Pero yo sabía que la próxima vez era en tren y yo creo que ellos también lo sabían.  

Y así transcurría el viaje, entre sacudidas y el golpeteo casi hipnótico de las ruedas sobre las uniones de los rieles y gente bajando en las estaciones.

Pasadas las 23, el tren hacía su entrada a Pergamino, el final de mi viaje. Terraplén, puente metálico sobre la ruta 188 y la enorme playa de maniobras, me daban la bienvenida. Yo, siempre, siempre me asomaba por la ventanilla del lado izquierdo para ver las luces ya próximas de la estación.

Luego, cuando el tren se detenía,  los besos, los abrazos y los queridos rostros de mis familiares, que invariablemente me iban a esperar a la estación. A veces con reproches, como es de suponer.