S
abes de
qué me acordaba? De los viajes a Pergamino en tren. Te acordás como me
gustaba viajar en tren a Pergamino? Me encantaba, que se yo, mirá que
he recorrido toda la república en tren, pero el de Pergamino era otra
cosa, era como…como si fuese mío, eso, como si fuese mío... Si, era
MI tren.
Como lo extraño!
Como extraño la ceremonia del día del viaje. Era todo un ritual,
entrar siempre por la misma puerta, comprar el diario en el puesto de
la entrada, sacar el boleto media hora antes, todo esto siempre y
cuando no llegáramos sobre la hora, porque ahí si, se acababan todas
las ceremonias. Sacar el boleto y correr al andén era una sola y veloz
maniobra. A veces el tren ya estaba en plataforma, otras veces lo
ponían a último momento y ahí comenzaba la lucha por un asiento,
porque el boleto no incluía ubicaciones, te acordás? Tenías que
conseguirlas, a sangre y fuego diría un general de la segunda guerra.
Y, en realidad si bien no era la segunda guerra, era una verdadera
batalla. Me acuerdo que a veces la formación venía entrando vacía al
anden y algunos desesperados se metían por la ventanilla con valija y
todo, si por la ventanilla mi viejo, y con el tren en movimiento! Que
locura! Y cuando anunciaban el tren? Mirá, los parlantes de Retiro
del Mitre tenían algo especial. Que se yo. El sonido de la voz era
muy muy grave, profunda, vibrante, hasta tenía un cierto eco. Pero
ojo, eran solo los parlantes del Mitre, ni los del Roca, ni los del
Belgrano, ni los del Sarmiento, ni los de ningún otro ferrocarril
tenían esa gravedad, esa sonoridad, y mirá que yo me conozco todas las
estaciones eh. No, no, los del Mitre eran algo distinto, tenían un
sonido gutural diría yo. La voz retumbaba, era como un trueno, muy
profunda. Como la vos de Dios, si, eso, como la vos de Dios, porque,
te digo más, hasta parecía que venía de arriba, del cielo. Y cuando
hablaba Dios, toda la estación Retiro, se conmovía, se paralizaba,
contenía la respiración, esperando una homilía divina, un anuncio
celestial, viste? Decía Dios: “Ferrocarriles Argentinos anuncia la
partida de su tren n° 295 de la hora 19,15 con destino a la ciudad de
Venado Tuerto, observando paradas en San Antonio de Areco, Capitán
Sarmiento, Arrecifes, Pergamino, Colón y localidades intermedias, el
mismo partirá de andén número cuatro” Luego del mensaje, como por arte
de magia, todo retomaba su ritmo normal.
Una vez dentro del
coche, y ubicado en lo posible, del lado de la ventanilla. Te acordás
como me gustaba viajar del lado de la ventanilla? Me dedicaba
carpetear la gente que de a miles pasaba y se movía por el andén
junto a mi ubicación. Llegada la hora, la voz de Dios irrumpía
nuevamente, majestuosa y atemorizante: “Tren n° 295 con destino a
Venado Tuerto, en hora de partida, señor conductor, observando señales
puede partir, su tren se encuentra despachado” tras lo cual, siguiendo
una orden divina, casi imperceptiblemente, el convoy comenzaba a
moverse. En realidad te dabas cuenta porque lo que se movía era el
paisaje, era tan suave era la salida! Minutos después ya íbamos a buen
ritmo, pasábamos las estaciones del servicio urbano como una
exhalación. Belgrano “C”, Núñez, Vicente López, Acassuso, San Isidro,
entre otras, eran meros manchones de colores, fugaces. En época
estival, llegábamos a Victoria con los últimos rayos de sol. Apenas
nos deteníamos y una avalancha de gente se abalanzaba sobre el tren.
De ahí en adelante, el servicio continuaba parando en todas las
estaciones. Mirá lo que te digo, si hay cosas que han quedado grabadas
en mi alma, es la imagen de estar detenido con el tren a una
estación cualquiera antes de San Antonio de Areco, que puede ser Garín
, o Zelaya o Matheu, bah, cualquiera, a las 8 de la noche, el cielo
azul profundo casi nocturno, aclarándose tenuemente hacia el Oeste
como fondo y en primer plano, la estación, de ladrillos a la vista,
alero de tejas montado sobre cabreadas y columnas de madera pintadas
de azul, algo de gente en el anden, las luces mortecinas iluminando el
ámbito exterior e interior del edificio y sobre el andén, una fila de
lámparas con sombrero extendiéndose a lo largo del mismo con rumbo a
la oscuridad. Dos tañidos de campana por parte del jefe de la
estación, un silbato que resuena en la boca del guarda y la bocina del
coche motor anunciando su partida. Mira, mira bien lo que te digo,
esa imagen tan simple y tan magnífica, se va a ir conmigo cuando me
tome el último tren, acordate.
Pasando San Antonio
de Areco, ya entrábamos decididamente en el campo. Me parece oler la
suave y fresca brisa que entraba por la ventanilla abierta en verano y
por los intersticios que quedaban cuando la misma iba cerrada en época
invernal. Era como el olor al pasto recién cortado, viste?
Pero en verano
había un espectáculo aparte: los panaderos!!! A veces entraban a
raudales. No se de donde salían tantos. En un momento no había ninguno
y a los dos segundos tenías por lo menos 100. Y así continuaba el
show, ahí estaban, flotando caprichosamente por todo el coche.
Después, casi con disimulo y velozmente, se iban.
De repente, una voz
se superponía al rítmico sonido que proponía el viaje, producto de las
irregularidades de la vía. Era la voz del mozo, que con una bandeja
colmada de sándwiches en un brazo y tirando de una especie de carrito
de uno 70 cm. de alto, de forma oval, lleno de bebidas y trozos de
hielo, avanzaba estoicamente por el pasillo. De más está decir que en
mi, siempre tuvo un fiel cliente. Era un verdadero placer comerse un
sándwich con una coca en el viaje. Uy como me gustaba! Era un lujo
reservado para los que como yo, que cuando todo el mundo tomaba el
Chevallier, yo estaba firme en la estación, boleto en mano, esperando
mi tren. Y mirá que me decían, te acordás? Por que no te venís en
Chevallier? Me decían. Yo, ponía mi mejor cara de pavo, subía los
hombros y les decía: La próxima vez. Pero yo sabía que la próxima vez
era en tren y yo creo que ellos también lo sabían.
Y así transcurría
el viaje, entre sacudidas y el golpeteo casi hipnótico de las ruedas
sobre las uniones de los rieles y gente bajando en las estaciones.
Pasadas las 23, el
tren hacía su entrada a Pergamino, el final de mi viaje. Terraplén,
puente metálico sobre la ruta 188 y la enorme playa de maniobras, me
daban la bienvenida. Yo, siempre, siempre me asomaba por la ventanilla
del lado izquierdo para ver las luces ya próximas de la estación.
Luego, cuando el
tren se detenía, los besos, los abrazos y los queridos rostros de mis
familiares, que invariablemente me iban a esperar a la estación. A
veces con reproches, como es de suponer. |