La cabina de señales Marcelo Arcas |
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La niebla matinal que un sábado de invierno se despeja con desgano y deja su lugar a una luminosa mañana; la sección local o la línea general en los años sesenta, una estación cualquiera o un empalme y sobre un andén o a la vera de los rieles, la cabina de señales. La mayoría de los vidrios siempre opacados con pintura verdosa para mitigar los rayos solares del estío y adentro una luz mortecina sobre el libro, en una suerte de escritorio mínimo que en algún cajón alberga, entre otras cosas, el RITO, los boletines de servicio y el itinerario de trenes. Leyendo la Crónica y tomando mate, a veces con el ruido de fondo de una radio sonando bajita, el señalero, en solitario, controlaba el paso de los trenes otorgando vía libre, operando cambios y señales, anotando puntillosamente en el libro de registro y recibiendo cada tanto alguna orden de control o informando novedades mediante un teléfono a magneto, componente de la larga lista de elementos que configuraban su puesto de trabajo. Las cabinas de señales eran al igual que la oficina de auxiliares o del jefe de estaciones menores, mojones con presencia humana y comunicación con el cerebro del ferrocarril, la oficina de tráfico, en ese interminable mundo de pocos metros de ancho y mas de cuarenta mil kilómetros de largo, llamado Ferrocarriles Argentinos. A veces, en el silencio propio de la inactividad, solo mitigado por el canto de los pájaros entre los árboles cercanos o el crujir de los rieles acomodando su dilatación, sonaba la campanilla activada por el señalero de otra cabina inmediata, pidiendo vía para un tren. Esto ponía en marcha un mecanismo que comenzaba cuando el operador respondía el pedido de su colega, activando el pulsador del Harper y casi siempre confirmando el número del tren mediante el teléfono, para luego consignarlo en el libro de registro. Luego tiraba la palanca de la señal de avanzada, correspondiente al sentido de marcha de la formación y como al pasar oteaba el horizonte por una de las ventanas laterales, a través de un vidrio estratégicamente dejado sin pintar, para confirmar que la señal operada había bajado correctamente. Cuando la campañilla volvía a reclamar su atención, advirtiéndole que el tren entraba en sección, el señalero completaba el rito de bajar las demás señales correspondientes y si el tren era un general que pasaría a velocidad, bajaba también la señal de distancia, aquella que se usaba para confirmar al personal de conducción del tren, que toda la sección estaba libre. La pasada del tren poblaba el lugar de un ruido ensordecedor, un tren circulando a la pasada era la síntesis mas acabada de la razón de ser de aquel mundo, en ese momento el hombre de la cabina y la cabina en si, justificaban su existencia en aquel, a veces desolado paraje del angosto mundo que los contenía. Y cuando el tren se alejaba, el ruido se iba acallando, la tierra encabritada volvía a descansar y el humo de la locomotora se disipaba lentamente, tras pedir vía y confirmar el tren entrando en sección a la cabina de adelante, el operario reponía señales y volvía a anotar en el libro, esta vez que el tren Nº ... había pasado a las .... horas, sin novedad e indiferente a ese otro pequeño mundo de pasajeros y personal que él había permitido seguir su marcha hacia otros destinos, volvía a sumergirse en sus pensamientos simples o en la lectura interrumpida, siempre con el marco sonoro del canto de los pájaros, el crujir de los rieles y a veces, solo a veces el ruido bajito y compañero de una radio. |